Sáb 22.06.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Endemias

› Por J. M. Pasquini Durán

Desde que los colonizadores tomaron contacto con los indios americanos, el contagio masivo de enfermedades importadas de la civilización europea diezmó a las tribus. Ninguna de ellas, sin embargo, mató a tantos indios como el trabajo esclavo y la violencia. Desde la crisis de la deuda externa, iniciada en México en 1982, cada vez con más frecuencia hay intentos de explicar las endemias de América latina como epidemias ocasionales originadas en alguna dolencia específica de uno o más de sus miembros. La llamada “globalización” le dio al argumento una escala universal con ciertos ribetes grotescos: si Afganistán está destruida es dato suficiente para explicar el alza en los precios del kiwi enlatado. Es cierto, cómo no, que la interdependencia transnacionalizada de la economía internacional provoca repercusiones diversas en sitios remotos, debido por lo general a que un mismo sistema de capital financiero interrelacionado mediante formidables medios de telecomunicaciones actúa en uno y otro sitio simultáneamente y reacciona de inmediato a la mínima perturbación en cualquier punto de la red, contribuyendo a extenderla. Sería una versión ingeniosa, si no fuera por la carga dramática que conlleva, imaginarse un virus, igual a los que destruyen programas y discos en las computadoras, contaminando las defensas de economías nacionales. Este tipo de explicaciones, por desgracia, tienden a simplificar procesos más arduos y, además, son usadas con malicia por quienes pretenden disimular la responsabilidad por otros planes fracasados.
Hace más de una semana que Theotonio Dos Santos, profesor titular de Economía de la Universidad Federal Fluminense y coordinador de la Cátedra y Red Unesco-Universidad de las Naciones Unidas sobre Economía Global y Desarrollo Sostenible, hacía esta advertencia: “La coalición de fuerzas políticas que sostuvo el gobierno de Fernando Henrique Cardoso durante cerca de ocho años entró definitivamente en crisis. El origen de esta crisis se encuentra en el agotamiento de una política económica que parecía exitosa en su comienzo pero que llevó de hecho el país a una de las más graves crisis de su historia. Esta fue la historia de las experiencias neoliberales de los años 90”, en las que se pueden anotar las gestiones del mexicano Salinas de Gortari, el venezolano Carlos Andrés Pérez, el peruano Alberto Fujimori y los locales Carlos Menem y Fernando de la Rúa. El presente regional prenuncia la ampliación de esta nómina.
Tras analizar los vericuetos de la macroeconomía en manos de los conservadores de la última década, Dos Santos agregaba una reflexión que parecía calcada de la Argentina: “Lo mismo ocurre en el sector cambiario: la existencia de una moneda fuerte aumenta de manera milagrosa el poder de compra de la clase media en el exterior y pone a su disposición productos importados de todo el mundo a precios mucho más accesibles. Luego, el agotamiento de las divisas provocado por el déficit comercial y por la salida de ganancias obtenidas por el capital especulativo o por el envío de las ganancias extraordinarias provocadas por una privatización corrupta, genera su contrario. Iníciase la era de las desvalorizaciones cambiarias, de la escasez de divisas, de los créditos no reembolsables, de las quiebras del sector financiero. Pasamos así del cielo al infierno en pocos días. Los líderes de esos procesos se transforman de milagrosos genios de la economía en vulgares ladrones buscados por los poderes públicos de sus países”.
La voz de Frei Betto, un nombre ligado a las causas populares brasileñas, también se hizo escuchar antes de que se hablara del “efecto Tango”: “No somos nosotros los que debemos temer ser mañana la Argentina de hoy. Es la nación vecina la que debe temer ser mañana el Brasil de hoy. Basta recordar que la población argentina (alrededor de 36 millones) es inferior al número de brasileños que viven bajo la línea de la pobreza (53 millones)”, a pesar de la potencia de Brasil, que es la décima economía del mundo. De Uruguay, otro de los presuntos contagiados, basta con referirse a las propias declaraciones de sus autoridades económicas, que justificaron la libre flotación de la moneda, después de diez años de bandas predeterminadas, como una exigencia específica del Fondo Monetario Internacional (FMI), la misma demanda que los mismos expertos reclaman a la Argentina.
En definitiva, con los ingredientes de la coyuntura, lo que está pasando en la zona tiene una raíz común y es el colapso de las políticas llamadas “neoliberales” que marcaron las décadas recientes. Las libres flotaciones y las devaluaciones han sido tan nocivas como la dolarización que pregona Menem, según se puede ver en Ecuador, y las privatizaciones a mansalva ya no logran los consensos sociales que tuvieron a principios de los años 90, como acaba de comprobarse en Perú. El desempleo y el hambre son los denominadores comunes en las preocupaciones más urgentes de las mayorías populares de Sudamérica y sobre ese trasfondo van y vienen las turbulencias económico-financieras. Sería inadecuado también referir los problemas actuales al fracaso de la trayectoria pasada. Expresan, además, la incapacidad presente de las políticas de la Casa Blanca para la región, empapadas por la doctrina militarista del antiterrorismo, que evoluciona con rapidez hacia la renovada versión de la “contrainsurgencia” de los años 70. En ese esquema, la democracia y los derechos civiles, humanos y económico-sociales son una tara que están dispuestos a cargar mientras se acomoden a las necesidades de los propósitos estratégicos.
Desde ese mirador, el avance de las posiciones electorales en Brasil y Uruguay de corrientes opuestas a los gobiernos conservadores de estos años, está siendo condicionado desde ahora para disminuir las capacidades de autodeterminación económica y política que puedan tener esos eventuales gobernantes a partir del año 2003. En la misma línea de razonamiento, molesta la existencia del Mercosur para los intereses que perciben a la región como un mercado único para los productos norteamericanos, ya sea mediante el ALCA o el NAFTA ampliado. Permitir que la desobediencia popular que reclama más Estado y menos mercado siga creciendo en la región, aparece como una réplica que los poderes conservadores no están dispuestos a tolerar sin hacer todo lo posible para desarticularla o, si es necesario, asfixiarla en la cuna.
En sociedades más o menos satisfechas, las derechas políticas pueden confiar en que los temores de los ciudadanos por el futuro las favorezcan en las urnas, tal cual está sucediendo en la Europa de estos tiempos. En cambio, para regiones con tantas insatisfacciones acumuladas por la injusticia, como es el caso de América latina, es dudoso que puedan conseguir los mismos resultados, a no ser que apliquen una represión antipopular de severas violencias, sobre todo en los países donde los gobiernos de la última década, adheridos a las políticas neoliberales, son acusados por las mayorías como los principales culpables del enorme colapso social. Estos gobiernos lograron invertir totalmente el sentido de la actividad estatal, puesto que a partir de ellos el Estado existe para pagar intereses y no para realizar políticas públicas. Las frustraciones de la derecha neoliberal, por supuesto, no implican el acto mecánico del inminente ascenso de tendencias opuestas. Por ahora, aunque haya mucho de oportunismo o de hipocresía, pareciera que todas las fuerzas políticas quieren abandonar el barco de las políticas neoliberales. De un lado, todos reconocen que se detuvo la inflación durante el plan económico, pero, al mismo tiempo, todos reconocen que se ha pagado un costo extremadamente elevado por esta estabilidad económica y que tal vez exista alguna alternativa a esta política que condujo al estancamiento, la decadencia y la exclusión social. Las controversias que entretuvieron a las cabezas del Ministerio de Economía y del Banco Central exponen, sin duda, el grado de contradicciones que aflige a los que pretenden seguir por el camino trillado pero disienten sobre el ritmo de la marcha, ya que todas las opciones que se les ocurren no alcanzan para calmar la protesta social.
A primera vista, la conclusión que se impone es el fin de la hegemonía de la derecha en la región, aunque sea a contrapelo de Estados Unidos y Europa, pero esto mismo indica que la inestabilidad dominará los procesos inmediatos. Por otra parte, las izquierdas siguen sin generar propuestas políticas sólidas, que cuenten con la confianza de franjas consolidadas de la sociedad en número decisivo. De todos modos, emergen ciertas intenciones de ganarse a las llamadas fuerzas de centro para propuestas alternativas, sin caer en las trampas ni las concesiones de la Alianza de la UCR y el Frepaso. Los partidos de mayor representación legislativa, salvo algunos bolsones internos, se mantienen ajenos a esos esfuerzos, más preocupados por la propia sobrevivencia que por el bien común. Las reformas políticas, de las que hablan sin cesar y con buenas dosis de banalidad, tienen que ir más allá de las ingenierías que resuelvan las internas partidarias o impidan las implosiones de los viejos aparatos. Las nuevas oportunidades reclaman otro modo de hacer política y de ejercer el poder. Cada día, miles de personas en la calle, movilizados por diferentes motivos, dan testimonio de esa necesidad imperativa.

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