EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El petróleo y el gas figuran al tope del ranking entre los asuntos prioritarios que hoy despiertan el interés y la codicia de los regentes mundiales. Estados Unidos invadió Afganistán para controlar un gasoducto que está construyéndose sobre las ruinas de un pueblo hambriento y analfabeto que para sobrevivir cultiva amapolas destinadas al tráfico de opio. Las tropas de Bush y sus aliados ocuparon Irak, en nombre de la democracia, para apropiarse de sus inmensas reservas de petróleo a cualquier costo y por idénticas razones amenazan a Irán, mientras que China se opone a la intervención ya que pondría en peligro a su mayor proveedor de combustible. La dependencia de una sola fuente es un poderoso instrumento para quien tenga la llave, como lo sabe bien el presidente de la Federación Rusa, Vladimir Putin, porque cada vez que lo necesita ejerce la posesión del gasoducto que usa Europa occidental, aunque ya no mencione la ecuación de Lenin para la revolución bolchevique: “soviet + electricidad= socialismo”.
Hoy en día, guerras con poca prensa suceden en busca del botín energético, como la que se libra en el interior de Pakistán, con más de trescientos muertos en los últimos dos meses y uso de armas químicas y bombas “sucias”, por el control de la provincia de Baluchistán, fronteriza con Irak y Afganistán, que produce gas suficiente en una sola de sus estaciones para satisfacer al cuarenta por ciento del consumo interno. Cuando era colonia británica, uno de sus torpes gobernadores afirmó: “Baluchistán es el lugar en el que Dios botó la basura después de haber creado el mundo”, pero hoy se babea más de uno por esas tierras desoladas que están preñadas de oro, uranio, carbón, hierro, gas y petróleo, entre otras riquezas.
En Bolivia, con reservas calculadas en 16 trillones de metros cúbicos, las relaciones con las compañías extranjeras (brasileñas, españolas y británicas) que tienen la concesión del gas natural y el debate sobre las cargas fiscales que deberían aplicarse a sus ganancias puso en crisis y provocó las renuncias de dos presidentes en un par de años. La suerte futura está a la cabeza de la agenda nacional desde que asumió Evo Morales la Jefatura del Estado, impulsado por la voluntad mayoritaria de recuperar para el país los beneficios de sus recursos naturales, y hasta los contratos de provisión con Argentina y Brasil serán sometidos a revisión, incluido el precio vigente.
Dicho esto al solo propósito de indicar la importancia del asunto, también es más fácil comprender las implicancias del Gran Gasoducto del Sur (GGS), el más grande del mundo con ocho a diez mil kilómetros de longitud (el siberiano mide poco más de cinco mil kilómetros) y un costo aproximado de 17 a 20 mil millones de dólares, que volvió a ocupar la atención de los presidentes Kirchner, Lula y Chávez durante el encuentro de esta semana. Quien revise el mapa actual de los gasoductos existentes en Sudamérica y le superponga el diagrama del GGS, advertirá que se forma, en efecto, lo que la presidenta chilena Michelle Bachelet llamó “el anillo energético” latinoamericano. Es obvio que el objetivo, además de ganar para la región mayor autonomía del hermano del Norte, le otorgará fuerza contractual en la economía globalizada.
En particular, Brasil, Argentina y Uruguay (en parte también Colombia que está tendiendo un caño hacia Venezuela de 300 kilómetros) resolverían sus demandas con holgura. Brasil, con reservas de gas natural estimadas en diez trillones de metros cúbicos, para el período 2006/25 prevé una demanda superior, debido a la marcha económica y también a que posee centrales eléctricas alimentadas a gas. Uruguay importa el total de su consumo, 65 millones de metros cúbicos anuales, y Argentina está peor queBrasil en materia de reservas (nueve trillones de metros cúbicos) con una demanda interna referida al futuro (2006/25) que también se calcula por encima de las actuales posibilidades, además de lo que vende a Chile. Morales, de Bolivia, también quiere formar parte del proyecto, aunque ya es un proveedor en el extremo sur y tiene posibilidades de vender a China, aunque antes tendrá que resolver el problema de su salida al mar.
Por supuesto, la posibilidad del GGS depende de Venezuela que no sólo es el tercer proveedor petrolero de Estados Unidos sino que posee reservas de gas natural, en gran parte inexploradas, estimadas en 60 trillones de metros cúbicos, de los que produce 29 mil millones de metros cúbicos por año. Aparte de los yacimientos, desde Caracas emana la voluntad política del “proyecto bolivariano” del presidente Hugo Chávez, empapado de fuertes condimentos de latinoamericanismo antiimperialista, en especial en contra del gobierno de George W. Bush. En contrapartida, todo lo que emana del chavismo, excepto el petróleo, provoca el inmediato rechazo hostil de Washington, que no oculta sus deseos de borrarlo del mapa político regional. Las críticas se pueden encontrar, asimismo, en opiniones europeas que a partir de proyectos como el GGS sostienen que el presidente de Venezuela aparece como “el más fantasioso intérprete de una nueva estación política de América latina” y que su emblema bolivariano del tercer milenio reúne “sentimientos anti-USA, deseos de poder absoluto, desprecio por las elites que gobernaron hasta aquí, populismo útil para encantar a las masas con grandes y pequeñas promesas, recitado (al estilo Fidel) de la comedia del consenso total para el mandatario” (Architettura di un sogno, li Mes, 2006).
Hasta el momento, sin embargo, las críticas más expandidas sobre el proyecto del Gran Gasoducto surgieron de organizaciones ambientalistas, tan de moda en estos días por estos lados, debido a que el trazado violaría el compromiso de mantener intacto el ecosistema amazónico que influye en el régimen de lluvias y constituye uno de los “pulmones” del planeta. En los cálculos de los defensores del medio ambiente, la obra abriría una herida profunda pero, vaticinan, lo más probable es que los obradores terminen arraigándose como poblaciones, así sean aldeas, que iniciarán una depredación incalculable. En los últimos tiempos, suele aparecer en las páginas dedicadas a estos temas una fuerte tendencia a crear reservas naturales que sean protegidas de toda intromisión humana. Más aún: en algunas zonas se propone que las poblaciones indígenas que lo deseen puedan vivir en su hábitat primitivo, sin ninguno de los aditamentos “civilizatorios”. Para el gobierno argentino que está promoviendo una “conciencia verde”, con mitin de gobernadores incluido, o para el uruguayo que se precia de su reputación ambientalista o para el Brasil que contiene en su territorio buena parte de la zona amazónica a preservar, estas objeciones son otras consideraciones que se agregan a las dificultades normales de un emprendimiento semejante.
Desde que se anunció en mayo del año pasado se acumulan papeles de expertos de todo tipo que hacen múltiples vaticinios sobre la suerte del GGS, desde su construcción en un plazo mínimo de seis años, a marcha forzada, hasta los que prefieren llamarlo con simpatía una ensoñación tropical. Está por verse todavía de dónde se obtendrán los recursos financieros, pero ya hay en Europa quienes estiman el producto del precio final. Ahora mismo Argentina paga 3,18 dólares por btu (medida convencional que indica la cantidad teórica de calor para elevar un grado Farenheit 400 gramos de agua) y Brasil 3,23 dólares a Bolivia. Según fuentes venezolanas, venderán el fluido por el GGS a precio de costo (1,60 dólar por btu), pero el transporte vía gasoducto, según casi todas las experiencias conocidas, cuesta medio dólar por cada mil kilómetros de recorrido. Si las cifras fueran correctas, Brasil pagaría cinco dólares por btu y Argentina seis. Esos costos, después del bicentenario, ¿serán factibles? ¿Estarán bien hechas las cuentas?
Tal vez para muchos el tema sea árido, pero mientras tres presidentes, dos de los cuales están ya en franca campaña para la reelección (Venezuela y Brasil), mantengan el tema en agenda, su proporción compromete en Argentina a por lo menos dos períodos presidenciales sucesivos, tiempo suficiente para suponer que los partidos de oposición que se proponen competir deberían estar considerando el proyecto para apoyarlo, corregirlo o descartarlo. No hay a la vista ninguna señal que indique que algunos de esos líderes o partidos tenga opinión para ofrecer, como no sea alguna denuncia mediática sobre posibles negocios realizados por el ministro de Planificación, Julio De Vido, en las tareas públicas y privadas que pasan por sus manos. Si eso es todo lo que tienen para decir, caben dos suposiciones: o no lo toman en serio al GGS o siguen dejando al Gobierno todo el espacio de la iniciativa política, así fuera fingida o alucinada. Si los que deben tomarse en serio los negocios públicos no lo hacen, aparte del Gobierno, nadie puede esperar que se tomen en serio los problemas de cada uno de los ciudadanos. Entonces, ¿para qué están?
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