EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
No es sencillo determinar qué fue lo más importante de la movilización de ayer, lo que induce a puntear, en un orden precario aunque indicativo de la importancia que les preasigna el cronista, los datos más relevantes.
- Un acto peronista como hacía mucho tiempo no se veía en ese escenario.
- Una asistencia altísima. A su interior, hegemonía abrumadora de trabajadores, con el calor humano, la masividad y el tono de clase que sólo pueden lograr las concentraciones peronistas.
- La presencia de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo junto al Presidente, quien las enalteció en su discurso que también evocó a los desaparecidos.
- Un esfuerzo enorme de sindicatos, intendentes, gobernadores y líderes de organizaciones piqueteras, realizado por mandato expreso del Presidente y bajo la supervisión de sus más cercanos armadores y operadores.
“La Plaza es de los trabajadores, de Eva Perón, de las Madres y las Abuelas”, expresó Néstor Kirchner, buscando sintetizar esa alquimia que él convocó, que sólo él puede convocar en esos términos. Más tarde (no se sabe si para paliar un olvido o para corregir un sesgo excesivo) sumó a Juan Domingo Perón a la lista de iconos.
Es obvio que el Presidente logró su cometido. Sería muy arduo definir qué otros actores “ganaron” más con el acto: si los peronistas del territorio, la dirigencia sindical, o los integrantes del movimiento de desocupados y de derechos humanos. El verbo de Kirchner los incluyó a todos, pero cuesta imaginar que varios de esos actores hayan dejado de ser agua y aceite, es obvio que muchos no se perciben como integrando un mismo sujeto colectivo.
- Calor humano. Como era presumible, la mayoría de los manifestantes llegó encuadrada. Los micros y colectivos alteraron la calma del feriado desde la madrugada; los hubo estacionados a más de 30 cuadras de la Plaza histórica. Columnas del interior se acercaron al palco a primera hora de la mañana, esfuerzo en cuyo tributo muchas abandonaron antes la Plaza. Cualquier ponderación a ojo, como la que hizo el cronista durante horas, peca de imperfecta. Esto aceptado, en su percepción fue abrumadoramente mayoritaria la cantidad de integrantes de la sufrida clase trabajadora, en su actual composición que combina desocupados u ocupados en situación de afligente pobreza con laburantes en mejor condición. La diferencia de vestimenta entre las columnas gremiales y las provenientes de algunas ciudades del suburbano es un hecho llamativo, impensable años atrás. Las columnas sindicales, usualmente, fueron monopolizadas por hombres. Las que venían de los barrios o las de piqueteros reiteraban la composición familiar que les es propia desde hace años.
Página/12 no pudo evitar comparar esas columnas con dos referencias del pasado, una reciente, otra remota. Cotejada con la también imponente convocatoria del 24 de marzo, la de ayer tuvo mucha menos presencia de clase media. Comparado con tiempos más viejos, el empobrecimiento de los trabajadores es notable. Sería todo un ejercicio comparar imágenes de ayer con las del Cordobazo, las movilizaciones gremiales de los ’70, las realizadas contra la dictadura, aun las de Saúl Ubaldini.
La calle se hizo peronista en la pertenencia social y tuvo tono de fiesta barrial. El epicentro de la Plaza estaba abigarrado por la tradicional competencia por “estar cerca del palco”, pugna esta vez muy light si se evocan experiencias anteriores. Fuera de ese microclima, la gente trasuntaba una templada alegría y un perceptible afán de pasarlo bien dentro de lo accesible. Circulaba con tranquilidad, se sentaba, tomaba mate o exploraba la aromática propuesta de cientos de vendedores callejeros. Choripanes, patys, choclos, garrapiñadas, gaseosas, contaban con buena clientela y se expendían a precios moderados (tal vez fue el mercado, tal vez la sombra omnipresente del collie Guillermo Moreno). Las columnas albergaban muchos más cebadores de mate que integrantes dispuestos a entonar consignas, un hecho que comprueba que la “base” superaba largamente en número a la militancia. El compromiso predominante, podría traducirse, era la presencia. Bombos y redoblantes hubo para regalar. Voces y coros, pocos. Consignas, casi ninguna.
- El discurso. El mensaje del Presidente no duró un cuarto de hora. Kirchner fue de nuevo un orador desordenado, desmañado, pasional y dotado de gran calidez. La mención a la concertación, anticipada como el gran tópico del día, fue incidental e imprecisa. En cambio, sí se esperaba que Kirchner no dijera nada sobre un eventual segundo mandato, y así fue en abierta contradicción con un marco donde pululaban carteles de “Kirchner 2007” y hasta un globo aerostático con la forma de un pingüino ataviado con la banda presidencial. El orador se mostró sordo al no muy estentóreo “borombombón, borombombón” que instaba su reelección.
Cero anuncios, nulo ida y vuelta con la gente, lo más destacado de la breve (que no parca) alocución fueron algunas definiciones. La primera fue el vocativo inicial, que es siempre un engorro. Kirchner lo resolvió combinando el “hermanos y hermanas” del que se valía Menem, con el “compañeros y compañeras” propio de las tenidas justicialistas, rematando con el ecuménico “argentinos y argentinas”. Luego celebró que “volvimos a la Plaza”, un guiño evidente a la tradición de la JP setentista. La enumeración de Evita y los 30 mil desaparecidos integran el mismo imaginario. Un ratito después, casi como una posdata, llegó la referencia a que “el balcón es de Perón”. Fue un sorpresivo regreso del General, no muy mentado en los relatos del setentismo y francamente desechado por Cristina Fernández en su campaña bonaerense.
Son interpelaciones mestizas, a las que Kirchner puede apelar sin mayor contradicción con sus actos, pero que cuesta concebir en una eficaz síntesis política actual.
- ¿Cuántos? El regateo sobre la concurrencia es un clásico tras las movilizaciones. El enfervorizado relator del palco aseguró, dos horas antes del cierre, que ya había 350 mil personas, clavada la cifra decidida por el Gobierno unos días antes. Es peliagudo hacer la cuenta, máxime porque a eso de las tres de la tarde unas cuantas columnas pegaron la vuelta. Página/12 puede atestiguar que cuando Kirchner empezó a hablar la asistencia colmaba la Plaza y derramaba pocas cuadras por las dos diagonales y Avenida de Mayo. No llegaban más allá de Chacabuco, o sea a menos de 200 metros, en forma ya raleada. Ponderando los que ya se habían ido, es dudoso que los concurrentes llegaran a la mitad de lo que anunció el oficialismo. Esto dicho, es igual muchísima gente, básicamente compuesta por la tenaz base social del peronismo.
En la Rosada competían con movidas pasadas, diciendo que fue el acto más grande después de los cierres de campaña de 1983. Habría que repasar testimonios y datos de Semana Santa, o de las más formidables marchas por derechos humanos. Como fuera, una movilización ratificatoria de un gobierno que ya lleva tres años es un hecho impactante. Kirchner casi duplicó los votos del 2003 al 2005 y sigue creciendo, la oposición se fragmenta y su popularidad va de menor a mayor, a diferencia de Menem y Alfonsín que tuvieron sus cuartos de hora, pero que arrancaron sus mandatos bien arriba de las preferencias populares.
- Suma algebraica. Los convocantes, los dirigentes que resultaron beneficiarios de la jornada, amén de Kirchner, revistan en el peronismo más tradicional. Casi ninguno hubiera desentonado en un acto de Menem o de Duhalde.
El palco y el discurso pusieron en escena ante una muchedumbre una reivindicación potente de las víctimas del terrorismo de Estado y de los luchadores contra la impunidad.
La tensión es innegable; la síntesis, improbable. Las lecturas posibles, muchas. Quizás haya sido didáctica en ese sentido una confesión de Hugo Moyano a los movileros, bajando del palco: “El acto fue espectacular, del discurso no escuché nada”.
“Claro que la mayoría de los manifestantes vinieron con el aparato, pero desde el palco nadie reivindicó al aparato”, explicaba al ocaso un ministro, buscando tornar cartesianas esas contradicciones. Es verdad, tanto como que fue “el palco” el que incitó a la flor y nata de la dirigencia peronista a “garantizar” el acto cuyo rédito político compartirán, como socios minoritarios. En el palco se cantó el Himno, con Mercedes Sosa a la cabeza, Víctor Heredia, Teresa Parodi. La Plaza acompañó con fervor. Luego, desde abajo, se entonó la Marcha. Despacito, con la cultura cívica y el respeto que primaron en las calles de la city, la concurrencia se desconcentró.
No fue un acto peronista más: fue bastante curioso por los motivos ya reseñados. Y por uno más, que apenas se enunciará.
Los actos peronistas suelen tener una dramaticidad notable, un mensaje ineludible: el 17 de octubre, el renunciamiento de Evita, las dos Ezeiza, el choque entre Perón y los imberbes. El de ayer careció del tono épico, crispado y confrontativo que son usuales en el justicialismo y, ya que estamos, en el Presidente. No hubo bronca, no hubo drama, apenas una formidable demostración de fuerza de un oficialismo satisfecho.
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