EL PAíS › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El encadenamiento de sucesos considerados fortuitos o casuales es lo que puede hundir o rescatar del pozo. Lo que se denomina suerte puede alterar el rumbo, para bien o para mal. Como se expone en Match Point, la excelente película dirigida por Woody Allen, la fortuna puede cambiar el destino en un preciso y determinado momento. De todos modos, salvo que se crea que la historia futura ya fue escrita y que sólo se debe esperar resignado a recibir la ficha que ofrezca el bolillero de la vida, la suerte no es todo. Si lo hubiera sido, la Argentina habría emprendido otro rumbo, el de una sociedad desarrollada y no el de una que trata de emerger de sus cenizas. La suerte que supieron tener los conservadores y la mítica generación del ’80, cuando el país alimentaba al mundo, hubiera podido generar una base económica más sustentable que el modelo agroexportador que encontró su límite en la crisis del ’30. La fortuna del primer gobierno de Juan Domingo Perón, cuando el Banco Central desbordaba de oro, hubiera podido avanzar en una sociedad económica y política más sólida de lo que fue y que ingresó en turbulencia en su segundo mandato. La buena estrella de Carlos Menem en la primera mitad de la década del 90, con voluminosos ingresos de capitales e inversiones extranjeras, hubiera podido construir un país en lugar de fracturarlo y dejar una herencia que aún sigue pesando. Estos tres resumidos y esquemáticos ejemplos prueban que la suerte no es todo para determinar un futuro promisorio, más allá de las ilusiones optimistas de coyuntura. Si el azar, que indudablemente es importante, no se lo acompaña con estrategias que apunten a construir un proyecto de país y que vayan más allá del pleno que regaló la ruleta, el destino será el ya conocido por diferentes generaciones. Se sabe que las políticas de desarrollo y progreso no tienen nada de azaroso en un mundo lleno de incertidumbres.
Existe consenso acerca de que el gobierno de Néstor Kirchner ha podido desarrollar su gestión, que ha cumplido tres aniversarios, en un contexto internacional favorable. La crítica más liviana desafía con el inútil análisis contrafáctico diciendo que otra sería la historia de la administración K si los precios internacionales de los commodities no hubieran estado por las nubes. El oficialismo más infantil, por su parte, piensa que todo lo bueno que reflejan las estadísticas de la macroeconomía se debe pura y exclusivamente a la conducción de Kirchner. Cualquier observador desapasionado se da cuenta de que unos y otros pecan de sectarismo y lectura de ojo tuerto sobre la realidad. Lo curioso es que el debate que se ha instalado en medios académicos y de comunicación está dominado por representantes de cada uno de esos bandos de la verdad excluyente. Discusión que sólo dirige a un callejón sin salida y sólo sirve para exacerbar antinomias con absurdos dogmatismos. Esas tensiones reflejan, en realidad, la batalla por la hegemonía del poder, que hoy está en otras manos de las que la cobijó en años pasados.
No es irrelevante esa pelea y resulta interesante abordarla en toda su dimensión para entender los intensos cruces que se producen y no caer en infantilismos morales y en pacatos discursos en tono de gendarme de los buenos modales. Basta con recorrer los pasillos de los organismos públicos para detectar que el actual elenco de funcionarios con poder de decisión es otro bastante distinto al que lo transitó en los últimos años. Diferente, de otro origen, político más que tecnocrático, alejado de las tradicionales instituciones y fundaciones de investigaciones de lobbies de los intereses más concentrados. Ese renovado elenco, con tres o menos años de gestión, es diferente, pero todavía tiene que demostrar que es mejor que los anteriores y habituales moradores del poder.
Esa puja alrededor del poder, en general, distorsiona el análisis del actual proceso económico. Este forma parte de esa batalla, sin duda. Pero en muchas ocasiones se apela a argumentos de confusión tras ese objetivo.
Por derecha (o del neoliberalismo), se cuestiona al Gobierno cuando los tradicionales postulados de la ortodoxia que expresan sus voceros de la city (superávits fiscal y comercial y prudencia monetaria) son cumplidos como ningún otro de las últimas décadas. Por izquierda (o del progresismo), se lo castiga cuando interviene en la economía con audacia como era su insistente reclamo (obra pública, revisión de concesiones de privatizadas y regulación de mercados oligopólicos). Y por el oficialismo se defiende su inacción en reformas estructurales imprescindibles, como la tributaria y la previsional, con la convicción conservadora de que todavía no es el momento, al tiempo que se insiste con que la mejora de la distribución del ingreso es el norte cuando con esas dos iniciativas se avanzaría en esa dirección.
La cuestión económica es compleja y matizada, que en términos futboleros se puede definir –influenciado por el actual clima mundialista– con la máxima expresada por el maestro del periodismo deportivo Dante Panzeri, refiriéndose al juego con la pelota: dinámica de lo impensado. Esta consistiría, básicamente, en que las reglas son conocidas e iguales para todos pero lo que distingue un equipo de otro es la creatividad para ganar el partido, a veces por virtudes propias y otras beneficiado por un acontecimiento fortuito. En ese escenario es donde se juega el actual proceso económico. Entonces tiene menos importancia una medida coyuntural, como sería la prohibición temporaria de las exportaciones de carne o la regulación en las de trigo, que una estructural, como fue la restricción al movimiento de capitales especulativos. La primera viene a resolver un problema de oferta circunstancial, que sólo la histeria de un campo con ganancias que en la convertibilidad nunca soñaron tener puede generar semejante conflicto. Ayer se reveló que esa medida era provisoria con el anuncio del levantamiento parcial de la veda exportadora. En cambio, la barrera al dinero especulativo puede no tener relevancia en el momento de instalarse, pero adquiere su importancia cuando estallan turbulencias en los mercados internacionales, como los vividos en las dos últimas semanas.
El cambio de humor en las principales plazas financieras del mundo por el temor a un escenario de tasas de interés creciente, ante mayores presiones inflacionarias en Estados Unidos, encuentra a la economía argentina con más defensas. Esas vallas no implican necesariamente que no vaya a sufrir sacudones, pero no estará a la intemperie como en años pasados. Hoy no existe stress por el sube y baja de las acciones o de los títulos públicos. Basta recordar cómo la cotización diaria del dólar afectaba las expectativas y castigaba al gobierno de Raúl Alfonsín, o el ida y vuelta del índice MerVal al de Carlos Menem o, el más próximo, indicador del riesgo país martirizaba la gestión de Fernando de la Rúa. La economía está ahora con inmunidad a esas referencias caprichosas del mundo financiero. El límite al movimiento de capitales, la acumulación de reservas y la reestructuración de la deuda con extensión de plazos actúan de pararrayos de las tormentas eléctricas del dinero caliente. Esas son medidas que evitarán que la plaza local se mueva como barquito de papel en medio de un mar embravecido. En caso de tempestades, pronóstico de los gurúes más pesimistas, seguramente se moverá pero con menos riesgos de naufragio.
La experiencia de los noventa dejó como enseñanza que la globalización financiera conspira contra la estabilidad necesaria para el desarrollo. Cuántas más defensas se sumen en esa batalla desigual, menos daños se sufrirán. En ese sentido, la investigación Hazards and Precautions: Tales of International Finance, de Gary Clyde Hufbauer y Erica Wada, del Institute for International Economics, ofrece un relevamiento estadístico impactante de las consecuencias de la globalización financiera: entre 1970 y 1998 se produjeron 64 crisis bancarias, 79 crisis cambiarias y 35 programas de ayuda del FMI en los países denominados emergentes, que terminaron sumergidos.
La suerte juega a favor para esas economías cuando la tasa de interés es baja y existe abundancia de fondos disponibles para ser invertidos en activos de riesgos, lo que genera un agradable estado de bonanza en esos mercados. Esa fortuna juega en contra cuando esas variables se dan vuelta, como bien se conoce en la plaza local, con derrumbe de las cotizaciones y fuga de capitales.
Como en la vida, a la buenaventura se la ayuda paso a paso generando bases para una estructura sólida y no solamente pensadas para las próximas elecciones. Así se evitará que la edificación de un proyecto de país quede inconclusa por un golpe de (mala) suerte.
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