EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Desde su nacimiento, el peronismo fue concebido como movimiento, en rechazo a la tradicional organización partidaria, de naturaleza ideológica variopinta, con afluencias nacionalistas, radicales, socialistas y socialcristianas, entre las principales. Aunque se reivindicó policlasista, durante décadas el gremialismo obrero fue reconocido como su columna vertebral, y casi nunca dejó de lado la vocación frentista, multipartidaria, tanto en los años de proscripción como de legalidad. Al final de sus días, de retorno al país y a la presidencia de la Nación, Perón reemplazó la consigna cerrada de los años de resistencia –“para un peronista no hay nada mejor que otro peronista”– por otra abarcadora, propia de los nuevos tiempos, en la que “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. De la sinceridad de la propuesta dio cuenta el líder de la Unión Cívica Radical, Ricardo Balbín, que despidió los restos mortales del General en 1974 con un emotivo mensaje “de un viejo adversario que viene a decirle adiós al amigo”.
Esas diversidades de origen y de trayectoria quizá le dieron al peronismo la formidable capacidad de transformarse a sí mismo en uno y el opuesto, a veces de manera simultánea, de tal modo que bajo su techo encontraron cobijo desde las formaciones especiales al conservadurismo populista de Carlos Menem. Ninguna de esas variantes supo o quiso concebir la manera de realizar aquel último legado de Perón, tal vez porque el sistema político en su conjunto, empezando por el peronismo mismo, aún no estaba agotado en la consideración popular, lo que sucedió recién en las vísperas del ascenso de Néstor Kirchner a la jefatura del Estado, cuando la sociedad reclamó a voz en cuello “que se vayan todos”.
Con la perspectiva del tiempo transcurrido, hoy se podría leer el mensaje plural de Perón como el anuncio temprano de una profunda renovación de su Movimiento. Sin su presencia en el puente de mando, ahora habría que hablar de postperonismo, entendido como una instancia que no lo anula ni lo mejora, lo cambia de sentido. El tiempo dirá si la plaza del 25 no fue el momento que marcó la transición hacia un futuro de ese tipo. Ese postperonismo tuvo el jueves en el palco central a dos emblemas nacionales, las Abuelas y las Madres de la Plaza, con exclusión de cualquier otra presencia que remitiera a viejas imágenes del peronismo que, por cierto, en las tres décadas pasadas nunca tuvo vínculos estables ni sólidos con la defensa de los derechos humanos, a pesar de las víctimas que pueden contarse en sus filas.
En su breve y emocionado mensaje, dicho con apuro antes que se vaciara la plaza de multitud, el presidente Kirchner sumó la presencia de los treinta mil desaparecidos. ¿Sólo estaba rescatando a la militancia de los ’70, de la que formó parte o, a lo mejor, pretendió restablecer la carga de utopía de aquellos jóvenes soñadores como la amalgama de un nuevo movimiento político? ¿No es acaso el debate sobre la dirección en la que debe marchar la América latina uno de los temas de los nuevos gobiernos de Sudamérica, desde el socialismo tropical de Hugo Chávez al socialismo republicano de Michelle Bachelet? Son ideas de época y no implican una caracterización ideológico-partidaria. El cardenal Bergoglio, en su homilía del Tedéum, también aludió a la bienaventuranza de “los jóvenes limpios de corazón que se juegan por sus deseos nobles y altos (...) Felices si se rebelan por cambiar el mundo y dejan de dormir en la inercia ‘del no vale la pena’” (párrafo 17, omitido en las reseñas de prensa de mayor divulgación).
Puede que estas presunciones sean adjudicadas a una visión demasiado intelectual de un acto popular, pero hay algunos hechos ciertos a considerar. Suponer que los “aparatos” del poder pueden movilizar una masa de ciudadanos como la que se congregó el jueves es una explicación simplista o prejuiciosa, porque esa multitud sólo acude si responde a un liderazgo establecido, como el que aparece adjudicado al Presidente en las encuestas de opinión. En la respuesta a ese liderazgo también hay matices, como es el caso de la clase media porteña que no acudió en masa a la convocatoria, influida tal vez por el recuerdo de antiguas violencias entre facciones del peronismo, que esta vez fueron evitadas, o porque todavía no está del todo satisfecha con la propuesta o la gestión gubernamental, tanto en el ámbito nacional como, sin duda, en el distrito. Desde ya, quedan desconsiderados los argumentos que limitan ese poder de convocatoria al tamaño de la dádiva que reciben los manifestantes, porque sólo expresan un racismo social equivalente al que llamó “aluvión zoológico” a los reunidos en la misma plaza el 17 de octubre de 1945.
Tampoco parecen debidos los adjetivos que calificaron al mitin multitudinario como del “Sí”, “de la esperanza” y otros similares, tratando de mimetizarlo con imágenes del pasado. No hubo euforias ni pesares, mucho menos competencia de consignas o emblemas antagónicos y ni siquiera la “Marcha Peronista” entonada por un sector de los sindicatos consiguió el concurso mayoritario, a lo mejor porque muchos de los presentes ya olvidaron la letra. Lo mismo pasa en algunos mitines de la izquierda cuando alguien arranca con “La Internacional”. Esta vez fue una demostración de presencia, con el potencial que eso implica, en beneficio de la autoridad presidencial. Por lo tanto, es una plaza distinta a otras del pasado y, es probable, a las que sucedan en el futuro. Fue la desembocadura lógica de una construcción de poder planificada con rigor y ejecutada con mucha energía por quien, como él mismo lo recordó en su mensaje, fue el Presidente que accedió al cargo con menos votos. De aquí en más, habrá que distinguir, en el trajín diario, cómo utiliza ese torrente de apoyo popular. No son pocas ni fáciles las tareas que le esperan si se dispone a saldar las deudas sociales pendientes, la redistribución de la riqueza con justicia en primer lugar de la lista.
En las especulaciones previas algunos esperaban alguna señal propicia a la reelección de Kirchner o el “clamor” popular en busca del consentimiento. Esas expectativas quedaron sin respuesta y, al igual que otros análisis rápidos, no es factible imaginar que la presencia obtenida obligue al Presidente a seguir un camino que no esté en su propia voluntad. Por el contrario, tiene el poder suficiente, y una lamentable ausencia de alternativas, que lo autorizará llegado el momento para indicar la preferencia que las circunstancias le permitan. Las habladurías anteriores al 25 se ocuparon, además, de imaginar una cita para la “concertación” a la chilena, esto es un acuerdo interpartidario, para no decir alianza que es de triste memoria, a través de la cual dirigentes de una oposición mediocre o políticos disgregados en busca de destino hubieran querido ver un lugar bajo el sol. El Presidente habló de respetar y hasta de auspiciar la pluralidad, aunque la interpretación del concepto merece algunas salvedades.
En la tradición del liberalismo político, del cual la derecha hizo abuso en más de una oportunidad, el pluralismo tiene límites precisos y algunos presupuestos que no son idénticos en cualquier caso. Hay quienes entienden por pluralidad dejarle las manos libres al “mercado” y a sus apóstoles. Para decirlo más claro: el control de precios y tarifas no es pluralidad. El permiso para la flexibilidad laboral que despoja de derechos al trabajador y le resta dignidad al trabajo es entendida por algunos empresarios como una señal de pluralidad por parte del Gobierno. Pues bien: ese tipo de interpretación de la pluralidad no es la del peronismo, pre o post, ni la de los jóvenes de los ’70, y tal vez ni siquiera de “los jóvenes limpios de corazón” que desean un mundo diferente al que les toca vivir. Si hay que elegir una acepción, mejor sería pensar que la pluralidad a la que hace referencia el Presidente es la de la integración social y cultural, antes que a los arreglos interpartidarios entre partidos que no han salido de su crisis de fatiga terminal.
En resumen: las interpretaciones lineales, mecánicas o basada en paradigmas añejos no alcanzan para entender a cabalidad las novedades que se acumulan a diario en el país y en el mundo. Lo mismo vale para recibir el mensaje del cardenal Bergoglio, que elaboró sus conceptos con la fina astucia que suele adjudicarse a los jesuitas y la serena arrogancia de quien se cree poseedor de una autoridad moral indiscutible sobre toda la sociedad y por encima de los poderes mundanos. Despojada de sus velos, la palabra cruda de un jefe eclesiástico que estuvo segundo en la votación de sus pares del mundo para elegir Papa no es para echar en saco roto. Es verdad que su particular lectura de las bienaventuranzas evangélicas no estaban dirigidas sólo al Gobierno, pero sería errado suponer que estaba hablando generalidades para quien quiera ponerse ese sayo. El arzobispo de Buenos Aires y jefe de la Conferencia Episcopal argentina tiene cuentas pendientes con el Gobierno de variado porte y contenido, pero, igual que otros, le tocará reflexionar en serenidad sobre las derivaciones de la pluralidad multitudinaria que le puso contexto a las ceremonias del 25 de Mayo.
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