EL PAíS › UNA REFLEXION SOBRE IDEAS CORRIENTES
Tras medio siglo de debate, el populismo sigue siendo un tema de desencuentros. Una reflexión sobre la historia de esta discusión y sobre los lugares desde donde continúa hoy.
Cuando las izquierdas revolucionarias argentinas de los 60 y 70 se desmoronaron o fueron exterminadas por la dictadura (proceso paralelo a la profunda crisis teórica y política del marxismo en Occidente) también murió una biografía crítica al populismo, al peronismo. Crítica dogmática e iluminista sin duda –pero digna de atención– contra las causas que se pensaban guías equivocadas y burguesas de las mayorías populares.
Digna de atención, digo, porque existieron en la larga crónica moderna nacional querellas duras e irreconciliables que remiten a una crítica histórica entre políticas progresistas y populares. Posturas que hablaron desde determinadas cosmovisiones, experiencias, argumentos, teorías y éticas en cuanto a discutir el mundo injusto. A diferencia de lo que hoy expone y esconde el debate sobre el populismo en boca de Bush, Condoleezza Rice, José María Aznar, Mario Vargas Llosa, Silvio Berlusconi, sobre quienes se apoyan los defensores de la década menemista y ahora ciertas voces de una república liberal conservadora perdida, a reponer moralmente frente a un populismo demonizado.
Aquel cuestionamiento de las izquierdas le planteó siempre al peronismo, al caudillismo irredento que lo caracterizó, una lectura de larga prosapia, que dio cuenta de una hermandad fallida entre el clasismo proletario y el movimientismo nacional. Dos maneras distintas, pero a la vez concurrentes, de mirar la injusticia social y cultural como dato casi absoluto, a veces por demás temerario y reductor, desde la política, de importantes cuestiones. Dos maneras de entender a las masas democratizadoras, de tratar involucrarse en su destino. Y de reconocer a los enemigos a superar para modificarlo. Esa había sido la historia sobre todo desde 1945-55, desde aquel desenlace.
Lo preocupante es cómo ciertas posturas que hoy se sienten o se dicen progresistas han perdido todo contacto con ese legado de los desencuentros entre políticas populares que sostuvieron tales debates sobre el populismo, para deslizarse –como muchas otras cosas– hacia el campo ideológico del neoliberalismo y de la cultura conservadora, y seguir tratando la cuestión del peronismo “como si fuese la misma” pero desde las antípodas ideológicas. Desde una actualidad donde vuelve a hacerse presente –perdón por el anacronismo– una lectura distinta y rotunda de clase social.
Hoy se describe el populismo de Néstor Kirchner, Hugo Chávez, Evo Morales, Luiz Inácio Lula da Silva, Andrés Manuel López Obrador, desde un claro hegemonismo argumentativo reaccionario que vuelve bastante patético a cierto progresismo opositor, en cuanto a que borró toda la elaboración que las izquierdas (las más y las menos radicalizadas) habían realizado como comprensión afiatada del fenómeno y significados del populismo latinoamericano, largamente teorizado desde el primer estructural funcionalismo de Gino Germani y Torcuato Di Tella, luego por las teorías de la dependencia, más tarde por los estudios gramscianos, postalthusserianos, y ahora por tesis críticas a formas de la globalización. Esto es, casi medio siglo de debate. Quiebre entonces con este linaje argumentativo, para retrotraerse ahora –como progresía reactiva y antiperonista– a un lejanísimo tiempo de las izquierdas argentinas sorprendidas y desmedidamente ideologizadas por la cultura oligárquica durante los acontecimientos de 1945/46 y las realidades de la segunda posguerra europea.
En el presente se ha instalado –a partir de una supuesta o imaginaria “desaparición” de fuerzas democráticas drásticamente enfrentadas en lo económico y social– una progresía que analfabetiza la política y termina por corroer la memoria sobre la espinosa lucha de un pueblo. Enuncia desde un lugar donde las palabras vuelan por el éter informativo sin necesidadde anclaje alguno en la realidad, y las diatribas contra el populismo flotan en la massmediática magia de la extinción de todo referente. Como cuando Elsa “Tata” Quiroz, secretaria general del ARI, sentenció hace unos días que “siempre nos plantean que López Murphy está a la derecha, pero resolver el problema del hambre no tiene que ver con izquierdas o con derechas”.
Este curioso progresismo conservador argentino, entre otras cosas antipopulista e instalado hoy precisamente en la derecha de una historia político intelectual del país, es hijo de nuestros años ’90, que no solo dieron corruptos peronistas o tarjetas banelco sino algo similar a eso pero también desplegado en el todo cultural. Fenómeno que aparece como síntoma profundo de las pérdidas de ideas sufridas en un largo y reciente período, que no solo angostó categóricamente la participación trabajadora en el producto bruto, sino que de manera concomitante elitizó y a la vez barbarizó la práctica política que hace referencia a lo popular: a la biografía y lucidez política del pueblo llano.
Una antigua historia
De remontar la cronología sobre este tópico político puede llegarse hasta Karl Marx y su discusión crítica contra el populismo ruso. Intelectuales mesiánicos a los que su propia obra había alimentado, por caminos que sólo enigmáticas y apasionadas traducciones de las militancias hacen posible. Movimiento campesino populista eslavo sobre el cual Marx sin embargo reconoció, en 1881, que tal vez podía llegar a ser el punto de partida para un posterior comunismo siempre que lo acompañase una revolución proletaria en Occidente, tal cual lo afirmó en el prefacio a la edición rusa del Manifiesto.
El recelo a esas ideas nacionalistas “míticas” sobre un pueblo homogéneo y compacto amenazado por enemigos internos y externos, siempre crispó los nervios del marxismo, para el que todo populismo fue política burguesa que excluía la lucha de clases, conciliaba el conflicto social, retrasaba la autonomía y el internacionalismo obrero y carecía de base teórica materialista que lo emparentase con la verdadera revolución en la historia.
Más tarde el marxismo leninismo fue todavía más descreído que el propio Marx en cuanto a esa configuración popular. Lenin, que lo había sido cuando joven y conocía los latidos del populismo, lo acusó de “romanticismo económico” y de “utopía conservadora pequeño burguesa” en su lucha ideológica sin cuartel a fines del XIX contra las llamadas falsas revoluciones. Aunque en un momento reconoció en Contenido económico del populismo que dentro de ese conglomerado “había que distinguir sus aspectos reaccionarios de los progresistas”.
Esta línea se prolongó como un clásico de las polémicas del siglo XX hasta los ’70, donde, por ejemplo, en un documento de esos años bajo rúbrica extremista de Mario Roberto Santucho puede leerse la necesidad de “luchar contra el populismo y el reformismo, políticas ligadas a los intereses imperialistas”, para acotar seguidamente: “Montoneros es una corriente popular infectada por la enfermedad populista y su confianza en el peronismo burgués”. La discusión se había modernizado, sin perder virulencia. El populismo hablaba por entonces de revolución socialista.
Sucedía que para esos años hacía décadas que las experiencias populistas habían fondeado decididamente en América latina desde el APRA peruano, para convertirse en políticas genuinas plagadas de presencia popular contestataria, grandes contradicciones internas y dificultades para una definición precisa de la criatura en cuestión. El significado del populismo latinoamericano dejó atrás una vetusta dependencia conceptual que se tenía con Europa. Rompió con argumentos provenientes de Europa y desu poco envidiable época nazi-fascista. Por cierto, desde el viejo continente desembarcaron en nuestros lares y perduraron hasta fines de los ’50 en el credo liberal, una idea de populismo que ya no fue sinónimo de mujik ruso ni de farmer de EE.UU., sino del ardito del fascismo, el volkisch del nacionalsocialismo y de guardia de hierro rumana.
Sin embargo, en el nuevo marco político intelectual latinoamericano que se gestó en los ’60 con el triunfo del castrismo y las heterodoxias populistas del Movimiento 26 de Julio, las divergencias y polémicas entre reformismo y revolución, entre socialismo y nacionalismo, entre clase y movimiento, entre lo rural y las ciudades, entre burguesía e imperialismo, entre marxismo y peronismo, replantearon la comprensión histórica de los populismos de Lázaro Cárdenas, Haya de la Torre, Perón, Getulio Vargas o los adecos venezolanos. En este largo proceso político y teórico se desgranaron las diferentes lecturas de una de las problemáticas más fecundas y propias que expuso el continente americano en el siglo de las masas.
Figura latinoamericana
De tal bagaje de discrepancias y coincidencias entre políticas de izquierda que concibieron los cursos de las clases subalternas, olvidadas y explotadas, se puede componer una figura del populismo latinoamericano. Movimiento que diamantizó la noción de pueblo unido, a pesar de las fuertes contradicciones sociales que lo atraviesan. Constitución política alentadora de un tiempo de fuerte movilización popular de sesgo antimperialista a partir de un liderazgo o figura carismática –el caudillo– que reúne planteos objetivos junto con categóricos emocionalismos de masas. Emergencia populista en paralelo a encrucijadas nacionales de excepción (industrialización o crisis societales agudas) que desarticulan la inoperancia de un tiempo político anterior y democratizan categóricamente las fronteras históricamente establecidas de participación ciudadana en lo político. Recuperación de formas de la cultura popular, de mitos patrióticos vencidos, de tradiciones colectivas, de formas arraigadas de identidad nacional. Remoción de mundos simbólicos culturalmente instituidos y promoción de nuevos relatos críticos explicativos de la biografía del país. Política que se va construyendo con respaldo popular recién a partir de una previa ocupación del poder gestionante, y en una compleja y arbitraria dialéctica de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Carencia de programas específicos, suplantados por condena de sectores hegemónicos enemigos (ideología del “antipueblo”) de viejo y nuevo cúneo, internos y externos a la nación. Ocupación casi plena de un Estado fuerte, ultradecisionista, que pasa a estar en “manos impropias” según los sectores dominantes tradicionales de corte liberal, conservador o socialdemócrata. Privilegio de interpretaciones de sesgo socioeconómico, juntamente con una precarización de la construcción de lo político institucional.
Estos componentes del populismo forman parte de la historia campesina, obrera y de capas medias más conflictiva, participativa y rica de América latina, a la vez que más inacabadas en cuanto a sus muchas promesas incumplidas. El sectarismo de las izquierdas clasistas, la religión del marxismo con sus abstractos textos canónicos, apuntó generalmente al mundo de expectativas que el populismo despertaba al principio, para polarizarse luego en reyertas intestinas donde finalmente el pueblo no tiene voz ni voto y todo concluye en una disolución de las esperanzas y una más adecuada y demagógica “gobernabilidad burguesa” del capitalismo.
No obstante ciertas cuotas de verdad de tales críticas de las izquierdas marxistas, y aquí una de las claves de los fenómenos populistas y su arraigo en las masas, lo cierto es que esos movimientos o partidos nacionales fueron y son experiencias políticas que hicieron y hacen la historia de una conciencia popular latinoamericana ya inegociable. Esto es, el populismo como un sello del continente, como un piso propio de memoria de los avasallados, donde una humanidad castigada y mayoritaria encontró en muchas ocasiones la forma de su contradictoria rebeldía, movilización y participación, más allá de las limitaciones, instrumentaciones y pujas internas de intereses que compusieron ese armado. Y éste es el punto decisivo a destacar de la operatoria populista: la capacidad de desarrollar en los hechos la escena concreta del conflicto, y de accionar ahí tumultuosamente proyectos sociales enfrentados en lo político, en lo cultural y en lo intelectual.
En un continente de históricos poderes tanto hegemónicos como puntuales implacables en tanto dominios liberales, conservadores, militares, racistas, del gran empresariado –elencos que compusieron “las modernizaciones capitalistas”– el populismo siempre supo, y pudo, recrear formas democratizantes de presencia de bases sociales a contrapelo de esa realidad abusiva. Siempre logró hacer política de masas intervinientes. Alcanzó a perforar la crónica política establecida, repensando formas emancipatorias y creando otras mitologías nacionales a las provenientes. Posibilitó inscribir de manera bastante indeleble y desde un Estado imperativo, las hasta entonces silenciosas interpelaciones populares contra fuerzas adversarias.
El populismo consiguió politizar a aquellos inmensos contingentes sociales despolitizados por la política: por el selecto artefacto institucional de las repúblicas liberales latinoamericanas. Es decir, reunir míticamente en la atribulada marcha de la historia “un todo” contra una Historia Mala. Desde las dicotómicas banderas populistas perdieron su naturalidad aquellas supremacías de leyes y reglas constitucionales, y las “calidades” democráticas socialmente marginadoras. Esa “naturaleza originaria” de una política de clase dominante pasó a ser conflicto explícito a ojos vista, también poder opresor. Conciencia de que en América latina dolorosamente la política por lo general libera o sojuzga, sin términos medios. No solo económica sino sobre todo ideológica y culturalmente.
El nuevo libreto “post ’90”
Todo indica que fenecieron estas antiguas reyertas políticas y lecturas teóricas que por largos años tuvieron lugar en el campo de las izquierdas reformistas, comunistas, socialistas y radicalizadas con respecto al populismo peronista. Hoy el barómetro que lo juzga ha pasado claramente a una sintonía de derecha. Hoy no se lo acusa como “ismo” burgués escasamente perturbador a un orden dominante dado. Sino por populismo “izquierdista de los 70”, estatista, buscador de enemigos, desprolijo y pendenciero frente al mercado mundial, desconciliador social, que incomoda a las fuerzas armadas, a la iglesia y a los grandes ganaderos. Lo que obliga a repensar qué se dice, quién dice qué cosa, qué se ataca en apariencias y qué se ataca en realidad, desde dónde se critica y qué visión ideológica y política sobre las cosas comanda esta disputa a la orden del día a día en el presente.
En principio la embestida constante viene de las políticas liberales más reaccionarias que gobiernan económicamente occidente, que han detectado una interferencia importante en los cursos de la globalización bajo plena dirección del mercado mundial y sus asimetrías: una suerte de actualidad imprevista y contraproducente, que no son por ahora las multitudes antiestatales y neotecnologizadas de Tony Negri, sino los viejos Estados de base popular que redemocratizan intereses desde otros códigos.
Tal vez el calificador más claro y conciso fue el español José María Aznar al reclamar “que se debe detener el peligro de la marea populista y volvera las ideas de centroderecha”. O el presidente del ejecutivo de la Unión Europea, el portugués Durao Barroso decididamente convencido frente e Evo Morales de que “el populismo es una amenaza a nuestros valores”. Parecido a Bush dos meses atrás: “El populismo es el peor adversario del libre mercado y nuestras democracias”. También fue preciso el intelectual mexicano Enrique Krause frente al candidato López Obrador, en cuanto a que resulta evidente “que muy pocos abogan hoy por un régimen comunista, pero el populismo es el nuevo objetivo, desgraciadamente algo mucho más difícil de combatir”.
Se trata entonces de situar la matriz de este embate contra formas populistas, que cotidianamente supura el liberalismo argentino con sus matices para radiografiar lo interno y externo que afecta el presente del país.
Auroleado nuevamente por un poderoso discurso extranjero a estas latitudes, la crítica o nueva caracterización del populismo perdió las connotaciones latinoamericanas y de las neoizquierdas que signaron su comprensión en décadas anteriores. Vuelve a ser, como en los años ’40, un peligro potencial de intenciones “comunista” o “fascista” (da lo mismo) mirado desde un autista primer mundo y desde las sempiternas traducciones locales de tal mirada distante, para la cual muchas mayorías políticas latinoamericanas pasaron a ser poco menos que un cualunquismo sin alma.
Este deslizamiento de óptica lo acusa ahora de autoritarismo de Estado fuerte. De aprovechamiento indebido y hegemonista del Estado democrático. De asistencialismo vertical clientelista madre de todas las corrupciones y lealtades espurias. De cultivar relaciones paternalistas concesivas ante cualquier protesta. De búsqueda demagógica de enemigos sociales, de alimentador de discordias entre intereses diferentes necesarios de conciliar.
Sin duda el punto nodal de esta crítica alarmista, vuelve a una antigua narrativa enunciada por una democracia patrimonialista a cargo de pensadores liberales selectos que perciben la polis amenazada, en tanto el populismo lesiona la calidad política de la república, genera rencores sociales que se pensaban hoy superados con el fin de las ideologías, y remite a una innata o psicológica vocación o eros de permanencia en el poder que borra las explicaciones sociopolíticas de los litigios.
Efectivamente el populismo es una experiencia política democratizadora, pero además y a la vez deficitaria en lo democrático institucional. Que muy difícilmente encontró una armonía positiva entre el contenido de sus políticas y la construcción de lo político democrático; entre su irrupción concreta en una época y el despliegue de un pensamiento político e intelectual abierto, plural, acorde a la magnitud de lo que se propone, como de manera tan eficaz lo logró siempre el liberalismo en el marco de las batallas culturales de largo aliento.
Pero hoy, además, se acusa al populismo de pasar por encima de una imprescindible intervención equilibrada de todas las fuerzas políticas opinantes, de izquierda a derecha. También de no plantear su actuación desde un consenso democrático que represente a todos los intereses del país. De instituir el negativo criterio de fuerzas adversarias a los objetivos calculados como populares y nacionales. O de manejarse en términos partidarios de manera monolítica donde diputados, senadores, ministros y secretarios deben responder a una política, y no operar de manera individual, autónoma y hasta opositora.
Esto es: desde la crítica impera más bien la idea de una política como juego formal de equivalencias. O la permanente estancia en un grado cero inmodificador. O una administración decorativa a los intereses económicos, a los lobbies enquistados en el mercado y en el Estado y al statu quo cultural. Una suerte de ideológico simulacro de autonomía de la política y de noción de cambios.
Desde esta nueva perspectiva crítica sobre el populismo –producto de un particular presente ideológico mundial en muchos sentidos regresivo para las aspiraciones populares– el debate abierto es sobre qué democracia institucional se está actuando, se quiere actuar y se pretende discutir, en relación con imprescindibles y auténticos cambios de situaciones sociales, y frente a actualizadas formas salvajes de poderes económicos y políticos que hoy dominan la lógica de la historia planteándola como única. En el debate sobre populismo que se da en esta difusa edad posperonista, lo que se va poniendo en evidencia con dicho concepto, es que –democráticamente– hay proyectos sociales y políticos muy distintos y claramente encontrados.
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