EL PAíS › EXCLUSIVO: LAS NIÑAS QUE SE PROSTITUYEN EN POMPEYA A LA VISTA DE TODOS
En el barrio Zavaleta, al menos seis chicas de entre 12 y 19 años ofrecen sexo a automovilistas y camioneros en plena calle. Su objetivo es conseguir dinero para comprar paco. Los vecinos denunciaron la situación hace meses. Hasta ahora ni la policía ni la Justicia detuvieron a los abusadores.
› Por Cristian Alarcón
Camila* mira el horizonte de la avenida Amancio Alcorta y estudia con los ojos achinados al chofer que viene al volante, un potencial cliente. De costado cuenta, con la voz ronca que le produce una tos seca y rasposa: “A veces –dice– en una hora, hacemos cuatro viejos. Después cruzamos a la villa a drogarnos. Me pierdo allá y cuando no tengo más, vuelvo”. Son las cinco y media de la tarde de un martes y los clientes los primeros días de la semana no suelen ser tantos como los viernes, cuando no paran de pasar lentos con sus autos buscando nenas como ella, que aunque parece de doce bajo esa campera inflable, ya tiene 14, jura. La menor de quince hermanos conoció la calle cuando pedía con su madre. Se quedó y vive junto a otras quince chicas entre las veredas de Pompeya y la esquina donde se prostituye para poder consumir paco. Los vecinos la conocen. Su caso, y el de otras niñas, ha sido motivo de varias denuncias penales. El Consejo de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes ha puesto diversas estrategias en marcha para frenar el drama, pero nada ha podido evitar que siga sentada allí con la mirada puesta en los autos y los camiones, para salir corriendo, si uno se detiene, subirse en un santiamén, cerrar la puerta y perderse por la calle Pepirí, junto a un viejo de los que pagan.
En octubre de 2005 un informe elaborado por operadores del Consejo de Niños, Niñas y Adolescentes de la Ciudad de Buenos Aires detallaba la situación en la que vivían unos 30 chicos en el barrio de Nueva Pompeya, sometidos al trabajo infantil en el caso de los varones, y a la explotación sexual en el caso de al menos seis de las niñas. El caso había motivado a esa altura la denuncia de varios vecinos que llamaron con insistencia al 102, el número publicitado a través de una campaña organizada por el propio organismo para frenar la prostitución infantil en la ciudad.
“Vi a una nena subir al coche de un tipo y bajarse después de un rato con dificultad, visiblemente dañada por haber mantenido sexo con un adulto”, le contó a Página/12 uno de los denunciantes, cansado de ser testigo de escenas similares. “No vivo en el lugar pero por trabajo tengo que ir casi todas las semanas y cada vez es peor. Lo que más me sorprende es que hay mucha gente para la que ya es normal y piensan que no se puede hacer nada”, contó el hombre, dispuesto a declarar si fuera necesario. Tal como lo plantea, lo cierto es que desde la Justicia no se le dio una salida al problema. Pero tampoco desde el Estado, con una situación cuya raíz no es el negocio del sexo en sí mismo, sino la complejidad de la pobreza extrema de niños y niñas: las cifras recientes indican que más de cinco millones de niños menores de 14 son pobres en la Argentina, y de ellos el 20 por ciento (casi dos millones cien mil) son indigentes.
“En esta zona gran cantidad de hombres que conducen camiones, autos particulares, taxis, etcétera, ofrecen dinero a las chicas a cambio de sexo. Algunos las llevan en sus vehículos a sus domicilios, a hoteles, a las vías del ferrocarril, o a las calles que se encuentran detrás de las avenidas. Generalmente pagan entre 3 y 5 pesos. Los clientes ‘usan’ a los niños como intermediarios para que los contacten con alguna de las chicas, a cambio de esto les entregan dinero. Las/os niñas/os utilizan el dinero para poder consumir pasta base o pastillas”, describe el informe que fue mantenido en reserva y forma parte de una de las denuncias penales iniciadas en la Fiscalía de Pompeya. “Hemos mantenido reuniones con la Procuración General, la Oficina de Atención a la Víctima y los fiscales, pero la respuesta es que no se puede constituir prueba de delito por lo cual ha sido imposible imputar a alguien”, le dijo a este diario María Elena Naddeo, la presidenta del Consejo.Tras la presentación de un informe el año pasado, el equipo de Naddeo se presentó en la fiscalía y los operadores que trabajan en la zona de Zavaleta para el Programa Contra la Explotación Sexual y el Trabajo Infantil declararon como testigos. Aportaron números de patentes de clientes habituales de las nenas e incorporaron a la causa una fotografía: en ella se ve la cara sonriente de un hombre al que una chica le está practicando una fellatio. “Es cierto que hay una foto, pero es imposible determinar la identidad de la supuesta víctima a la que no se le ve la cara. Seguimos trabajando en varias causas, pero es muy difícil obtener pruebas si no tenemos los testimonios de las chicas que por razones lógicas y porque lo hacen por supervivencia se niegan a declarar”, explicó el fiscal Marcelo Munilla Lacasa.
Sobre el césped pardo del boulevard de Amancio Alcorta, frente a la embotelladora de Coca-Cola, las chicas suelen juntarse con los operadores del Consejo o de la Dirección de Niñez de la ciudad a tomar la merienda. La tarde que este cronista pasó en el lugar hace cinco meses, Camila daba vueltas por la cuadra en la búsqueda de los pesos que cuesta comprarse suficiente paco como darle varias pitadas a la pipa. De vez en cuando desaparecía. Sobre el pasto, Vanesa, de 17 en aquel momento, se doblaba en dos agarrándose la panza. Lloraba en una letanía que iba de la queja al grito. Tosía, escupía con sangre y vomitaba. Tenía fiebre. Sobre la piel y en la cabeza, chancros. Casi no se podía comprender lo que decía. No había manera de convencerla de que debía ir al médico. Los operadores de los organismos presentes en el lugar no acordaban qué hacer con ella.
¿Llamar al SAME? ¿Subirla a un taxi por la fuerza y acercarla a un hospital? Excepto el abrazo de una operadora, nada parecía ser viable. La historia de Vanesa, embarazada en aquel entonces, derivó en varios intentos fallidos de rescatarla de la prostitución y del paco. “El Estado no alcanza a estar listo para reaccionar ante este nivel de exclusión. Todo complotó para dejarla sin salida. Por fin hace dos meses logramos internarla, enferma de los pulmones, con sífilis, embarazada de siete meses. Se curó. Tuvo su bebé y ahora asiste a un centro de recuperación de adicciones”, le contó una fuente del Consejo a este cronista (ver aparte).
Camila se viste como puede, con la ropa que le toca cuando va al Centro de Día Niños de Belén, un par de veces a la semana. En el lugar hay juegos y recreación, la merienda, duchas y ropa, que pueden cambiar cada vez que van. La que llevan puesta la dejan para lavar y la recuperan al tiempo. A veces pasan semanas sin llegar hasta Monteagudo al 800, donde las salas conviven con la vieja iglesia de Nuestra Señora del Carmen. De un lado la villa 21, del otro ese incesante paso de camiones: el transporte es el gremio masivo del barrio. Eso y los nuevos personajes que se han ido volviendo habituales para los que pasan: los “fisuras” o “muertos en vida” como gusta llamarles a los pocos foráneos taxistas que se animan a esa frontera sur de la ciudad. En la pared de la sala de juegos ha quedado un papel afiche con una sopa de letras. Las palabras que se leen no tiene doble lectura: paco, base, pipa. Por allá, “México”, la nacionalidad de uno de los seminaristas voluntarios. Camila se peina y mira cómo uno de sus hermanos y otro pibe juegan. Miguel Angel Sorbello, el coordinador del espacio, cuenta la historia que ve hace dos años en la zona y que lo llena de ira. “Al verlas subir y bajar de los autos te dan ganas de matar a alguien. Si un tipo se curte a una nena como Celina –otra de las chicas del grupo– que tiene 13, es porque le gusta hacerlo con una nenita. Si no hay clientes no hay prostitución”, dice.
Camila bien lo sabe. Cuando habla del tema no lo rodea, no lo esquiva, apenas lo menciona, rápido, con las palabras que aunque no haya estado presa suenan con acento de tumba. “DecatánvenimodePontevedra. Mi mamámishermanosomoquince.”
–¿Por qué comenzaron?
–Para tener plata. Pero empezaron otras, a mí no me gustaba.
–¿Por qué?
–Tenía miedo. De los viejos. Que te peguen. Que te maten. Algunos son como vos, otros son más viejos.
–¿Cuánto cobran?
–Cinco pesos.
–¿Para qué usan la plata?
–Nos metemos en Zavaleta a fumar. Allá nos quedamos todo lo que podemos, hasta que perdés la cuenta de lo que fumaste.
–Tus amigos también fuman paco.
–No tengo amigos, tengo hermanos y primos, amigos hay cuando tenés droga y plata.
–¿Tus hermanos dónde están?
–Están por ahí... Mi mamá en la casa. Pero nunca vamos. Un día al año, ponele. Dormimos en la calle, con cartones y frazadas.
–¿Cómo es un día tuyo?
–Cuando me levanto desayuno, pido comida, si tengo plata me voy a Zavaleta. Puedo pasarme una semana fumando.
–¿Cómo consiguen la plata?
–Es siempre igual. Antes yo no quería. Me parecía que estaba mal. Pero después no me di cuenta y empecé. Pasan muchos autos. Nos llevan arriba y hacés lo que los viejos quieren. Hacés eso y tardás un poco, depende de cuánto tarde el viejo.
–¿Antes qué hacías?
–Vendíamos medias y guantes con mi mamá. En el tren. Ganaba plata. Ella la guardaba y las cosas eran para mi casa.
Camila es tía de Vanesa, la nena que se recupera lentamente en el Hogar Eva Pueblo y en un centro de día para tratar su adicción. Camila habló con ella por teléfono, dice. La nota mejor. Y le parece bien que se haya internado. “Yo no le deseo el mal a nadie.” Aunque a ella no le gusta pensar que también podría dejar la calle para buscar otro destino. No hay futuro, cree. Los operadores que la conocen consideran que podría ser necesario internarla pronto: su salud se deteriora con prisa. La tos es el inequívoco sonido de sus pulmones dañados. Ya perdió un bebé, hace pocos meses, en la calle, sin recibir asistencia médica. Es demasiado fuerte en su vulnerabilidad extrema. Tanto que para los profesionales que la siguen es demasiado peligroso ese ánimo siempre altivo, ese orgullo con el que habla de su vida aunque describa lo siniestro sin quebrarse, riéndose de a ratos de sus días de piba en jaque. “A mí dejame así, que me pongo a fumar seis o siete días, y listo, no jodo a nadie.”
* Los nombres de las niñas han sido cambiados.
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