EL PAíS › OPINION
› Por Horacio González *
Para reflexionar sobre las implicaciones de la cuestión intelectual en la Argentina –luego del acto del 25 de mayo– me gustaría seguir uno de los hilos de pensamiento de Arturo Jauretche, gran renovador de la lengua política al promediar el siglo XX, escritor de fuerte sello personal al que el Gobierno no le niega aprecio.
En cierto momento de su juicio sobre los sucesos de 1945, Jauretche lamenta que el peronismo, como en la Revolución Francesa, no hubiese ocupado al mismo tiempo el lugar de los moderados y el de los enérgicos. Si era una revolución, debía contener la totalidad de los papeles. Girondinos y jacobinos. Habitar todo el espacio revolucionario, representar el más amplio antagonismo, con un único nombre. Una misma bisagra con dos postigos que se baten entre sí en la tormenta.
Jauretche sugería que ésos eran los momentos originarios, de fundación. Para fundar había que ser simultáneamente lo mismo y lo otro, absorber todo lo atenuado y todo lo audaz. Se manifestaba entonces una impensada necesidad de tocarlo todo con un mismo nombre. El recomienzo de lo político ocurría bajo las alas simétricamente opuestas de aparatistas y decididos, de “retardatarios” o “apresurados”. Una contraposición en el seno de los mismos himnos y emblemas.
Sin embargo, eso tenía dificultadas. Poco antes del ’55, Jauretche –lo cuenta él mismo– le menciona a Perón que era inconveniente esa política de nombres entendida como un cobertor universal. Tanto de conciencias como de territorios y objetos. “Su nombre es parte del paisaje”, dice que le advierte. Por esa vía, dejaba una preocupación insólita. Es que podría caer el mismo gobierno. ¡Por culpa de ese “hegemonismo” paralizante de los nombres!
Como sea, ¿no se percibe cierta contradicción entre la recomendación de fusionar toda la escisión política de una época en una mismo vértice y decir luego que por culpa de un único abrigo nominal sobrevendría una debilidad insoluble? Jauretche acepta que las dos almas del ser político deben ser cubiertas por el Fundador. Pero no admitirá la dilatación universal del nombre. Del ’73 al ’76 se mostró la oscura potencialidad de este dilema.
Esta dificultad no es fácil de resolver y bajo otra forma volvería ahora. Reaparece especialmente en la frase de Kirchner en el discurso de la plaza, surgida de su entraña sentimental más obstinada –“hace treinta y tres años estaba allá”– que dibuja una circularidad entre el llano y el balcón, lo que supone una arabesco formidable. Una biografía conteniendo una amplia hipótesis sobre una historia orbicular.
Hay políticos aglutinantes que luego desatan secesiones. Al revés, Kirchner es secesionista en ciertos avatares –“el ejército de San Martín, Belgrano, Castelli y Mosconi frente al de Videla y Galtieri”–, para luego buscar coaliciones. La plaza del 25 es la muestra. De un lado los antiguos sindicatos y otros marcos políticos ya prefijados, con su prole encuadrada a la manera tradicional. Del otro, las figuras señeras de los derechos humanos. Pero las escisiones conceptuales buscan futuras acciones asociativas, lo que a su manera compone la realidad de un pensamiento utopista. Improvisadamente formulado corre el riesgo de parecer hegemonista, sin serlo verdaderamente.
Veamos sus instancias superpuestas en el discurso presidencial de la Plaza, en su escenografía y alusiones que la rodearon. Primero se convoca la idea de felicidad social comunitaria. El plano venerable de la comunidad organizada: “la patria somos todos”, un “25 de mayo feliz”. Pero luego aparece otro plano diferente al anterior, con el llamado presidencial a una imaginada mancomunión de empresarios, trabajadores e intelectuales. A pesar de la rapidez de esa mención, ella recuerda el ideal de los años desarrollistas en torno a un Frente policlasista. Por último, otro plano. Luego de invocar al frente nacional y como si repentinamente se hubiera notado una omisión inquietante, Kirchner reiteró un llamado a la Argentina plural.
Tres planos temporales, tres formas incompletas de la memoria social argentina que se sucedieron linealmente, no circularmente, en equivalentes sueños y desilusiones. Tres vislumbres rememorativas que aluden primero al troncal peronismo clásico; después al desarrollismo derrumbado aunque emisor de evocaciones fuertes; y por último al desfallecido alfonsinismo que hizo de la vida plural su sello y su lamento. Tres formas oníricas de la realidad nacional: Perón, Frondizi, Alfonsín. Sobre estas cenizas ¿cómo pasar del sueño de la memoria y los nombres, a un debate argentino real?
O un fundador necesita ser plural para ser decidido, o su energía flotando por encima de todo y de todos puede desdibujar un real movimiento de interrogación. Es que estábamos allí y no estábamos allí. Las corrientes de conciencia sutiles que ondulan implícitamente en el presente momento argentino, captadas espontáneamente por el lenguaje de Kirchner, no pueden dejar de evocar los planos subterráneos de los dramas pasados. Pero, sin sumatorias abstractas, la fundación debe tener mucho de libertaria. Si apela a planos diferentes de la memoria nacional, a veces arriesgará un aglutinamiento sin fisuras, como en la plaza; a veces lanzará una drástica hendidura, como en el discurso en el Colegio Militar. Todo visto y todo nuevo.
Esta es la cuestión intelectual argentina, verdadera y pasmosa. Se trata de formular la lógica, el ritmo, el riesgo de las escisiones ineludibles y de los llamados concertacionistas. La resolución democrática y justa de estos planos movedizos y múltiples encarna la discusión pendiente. Guste o no, es la cuestión intelectual colectiva.
Discursos sin duda rápidos pero fuertemente agonales, la expresan buscando la difícil positividad, a tientas, de una conjugación de diversos mapas simbólicos del pasado nacional. La única aflicción real sería la de no estar a la altura del desafío. Entresacar, entre los filetes incompletos de la historia, una lección que entrañe nuevos nombres que aún sentimos faltantes.
* Profesor en Ciencias Sociales (UBA), director de la Biblioteca Nacional.
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