EL PAíS
› OPINION
El fin del único logro del Gobierno
› Por Sergio Moreno
1) Este Gobierno consiguió pacificar el país. 2) La Argentina estaba al borde de la guerra civil cuando Eduardo Duhalde se hizo cargo de la Presidencia. 3) En estos seis meses de gestión no se produjeron muertos ni heridos en medio de una situación de altísima conflictividad social. 4) Este es el logro más importante del Gobierno.
Las cuatro oraciones precedentes, salmodiadas casi en éxtasis por la mayoría de los integrantes de la administración Duhalde cuando evaluaban su propia faena, mutaron ayer en letra muerta. Tan muerta como los dos chicos asesinados en Avellaneda.
La fenecida praxis de evitar muertos en manifestaciones públicas se sostenía en base a la decisión del propio Duhalde y la acción del secretario de Seguridad Interior, Juan José Alvarez, que funge en el cargo desde que fuera nombrado por el ex presidente Adolfo Rodríguez Saá, cuando todavía retumbaban en la Plaza de Mayo los ecos siniestros de la represión desatada el 19 y 20 de diciembre último a instancias del gobierno de Fernando de la Rúa.
Alvarez se había erigido, desde entonces, en el adalid de la tolerancia, tributando a la teoría de que con el laissez-faire de las fuerzas de seguridad, la protesta menguaría con el tiempo. Hasta ayer, así venía ocurriendo. Pasó con los cacerolazos, en los barrios y/o en la Plaza de Mayo; pasó con los piqueteros, que se avenían a negociar cortes, derroteros y duración de las protestas. No se repitieron los saqueos.
Pero la política de tolerancia tuvo, desde siempre, enemigos declarados. Empresarios, banqueros, gobernadores, ministros, legisladores, intendentes y dirigentes políticos de variado pelaje pero similar pensamiento presionaron (y presionan) para cambiar la praxis estatal sobre la protesta. Clamaron (y claman) por endurecer la mano. Ayer se endureció.
Por si algo faltase, las Fuerzas Armadas –repolitizadas desde la gestión de Ricardo López Murphy hasta estos días– retomaron la avanzada para participar en la represión interna. El jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, y su brazo político, el ministro de Defensa Horacio Jaunarena, son los voceros y operadores de esta blitzkrieg de cabotaje.
Jaunarena es –más acá de sus conjuras para restablecer una versión aggiornada de la doctrina de seguridad nacional– un personaje de influencia menor en el gabinete. No así muchos de sus pares, ansiosos por demostrar lo que un ministro dio en llamar “la autoridad del Estado”. Carlos Ruckauf es, además de un canciller con pocas horas de vuelo y menguado interés por las relaciones internacionales, el paradigma de la mano dura. El ex gobernador bonaerense sólo rompió el silencio en los últimos meses para clamar venganza por el asesinato de su custodio en un bar de Barrio Norte. Un viejo hombre de su confianza ocupa la jefatura del Policía Federal, el comisario Roberto Giacomino, el mismo que le informó a sociedad argentina que estaba en “libertad condicional” por la ola de inseguridad.
Alfredo Atanasof es un sindicalista que tributa sin contradicciones al matrimonio Duhalde. Actualmente funge como jefe de Gabinete y, desde hace quince días, de pregonero oficial. La semana pasada y anteayer emitió el mismo bando: que el Gobierno no permitiría que la Capital Federal quedase aislada por los cortes de los puentes de acceso, y que el Estado utilizaría todos los medios a su disposición. Ni siquiera durante la gestión De la Rúa un acto represivo fue anunciado con tanta antelación y descaro.
Alrededor del secretario de Seguridad sostienen que el resto de los integrantes del gabinete, en menor medida que los nombrados anteriormente, tienden a propiciar el fin de la política de tolerancia con la protesta social. “Los que antes estaban de acuerdo, consideran ahora que hay que ponerse más duros, que hasta acá estuvo bien pero que es hora de mostrar más autoridad”, repetían hasta el martes pasado en las oficinas de Gelly y Obes.
El credo renacido durante la jornada de ayer, en Avellaneda, viene siendo abonado por varios hombres de negocios. Los banqueros amalgamados en la Asociación de Bancos de la Argentina (entidad que agrupa a los bancos extranjeros) fueron los pioneros. Y desgranaron sus temores y necesidades de represión a los pobres en cuanta ocasión tuvieron de hacerlo.
Los gobernadores peronistas no fueron en saga. Este diario contó con lujo de detalles las exigencias que, en el encuentro de La Pampa, derramaron sobre Alvarez el salteño Juan Carlos Romero –un halcón experimentado en reprimendas a piqueteros–, el cordobés José Manuel de la Sota, el jujeño Eduardo Fellner y el pampeano Rubén Marín. Anteayer, algo de esa medicina aplicó en su provincia el tucumano Julio Miranda.
Así y todo, y a pesar de la brutalidad de sus palabras en algunos casos, ninguno empardó siquiera a Carlos Menem, quien de gira proselitista por Estados Unidos aventuró que las calles de la Argentina estaban tomadas por el marxismo, frase que podrían haber dicho hace 25 años Guillermo Suárez Mason, Ramón Camps o Emilio Massera, por citar algunos ejemplos.
Los intendentes del conurbano, duhaldistas por extracción, en su gran mayoría son proclives a imaginar conspiraciones, más aún cuando las supuestas conjuras se traman en sus territorios. “Los zurdos” –como llaman con olor a naftalina varios alcaldes a las organizaciones piqueteras, sin diferenciación ni sutilezas– son su enemigo del momento. Felipe Solá y el propio Duhalde escuchan con cierta asiduidad el reclamo de estos condotieri del PJ bonaerense por evitar toda piedad y conmiseración hacia los protestones desocupados.
En el peronismo parlamentario las diferencias internas desaparecen cuando surge el tema. Duhaldistas, menemistas y operadores de los gobernadores convergen en la idea de cerrar el puño en el bastón policial. Es quizá Miguel Angel Toma, fugaz ministro del Interior y ex secretario de Seguridad de Menem, quien encabeza la mesnada antitolerancia. El titular de la Cámara, Eduardo Camaño, duhaldista de paladar negro, va a su grupa en la tarea, salvando la diferencia de que el bonaerense no pretende reemplazar a Alvarez en Seguridad.
Anoche fue el secretario de marras quien, junto a su par bonaerense, Luis Genoud, salió a dar la cara por el ¿manejo? oficial de la represión. Su aparición fue el corolario de un debate que se dio en Olivos sobre el tratamiento que se le daría a la crisis, político o policial. La presencia de ambas autoridades de las fuerzas de seguridad testimoniaron el resultado de la discusión. Las palabras de Alvarez desnudaron los patéticos esfuerzos del Gobierno por evitar asumir la responsabilidad de la represión de Avellaneda que se llevó, hasta ahora, las vidas de Darío Santillán y Maximiliano Costeki.
Alvarez solía decir a los suyos que antes de avalar un endurecimiento de la política de seguridad, renunciaría.
Anoche, varios miembros del gabinete pujaban por eyectarlo de su cargo, a pesar del oscuro triunfo de la doctrina que venían pregonando.
Acostumbrados, quizás, a no medir las consecuencias de sus actos, los pretores de turno han regado nuevamente con sangre la huella de sus días en el poder, huella que llevó a Fernando de la Rúa a huir por los techos de la Casa Rosada.