EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El acto de los presidentes de Argentina y Bolivia para rubricar el acuerdo de provisión de gas por veinte años fue realizado, con premeditación, en Hurlingham, uno de los epicentros de lo que fue territorio duhaldista. Reducir la ceremonia a este dato, emblemático para los que cuentan porotos en las internas partidarias, es demasiado mezquino para medir la dimensión de su significado. Aunque llamativa, tampoco importa la asistencia de algunos núcleos de la izquierda tradicional, comunista y trotskista, críticos de Néstor Kirchner, que acudieron a la cita para expresar solidaridad con Evo Morales. El acuerdo binacional importa, ante todo, porque resuelve la necesidad argentina de un insumo imprescindible para el proyecto de desarrollo, y si bien hay un ajuste importante del costo, que sería cubierto con ingresos fiscales sin afectar las tarifas de consumo, el plazo fijado y las previsiones de futuros aumentos de la demanda otorgan previsibilidad de mediano plazo para la planificación de inversiones, obras de infraestructura y producción industrial. Importa, además, porque acerca a Bolivia al megaproyecto del gran Gasoducto Sudamericano, una red de tamaño sobresaliente en el mundo y que afianzaría la autodeterminación regional en una de las áreas sensibles para los mayores poderes contemporáneos. Los conflictos, incluso bélicos, que se avizoran en el siglo actual tienen como razón última la apropiación de los recursos naturales y la puja ambiental entre la depredación o el cuidado del hábitat humano.
El acuerdo argentino-boliviano, lo mismo que el viaje de Kirchner a Venezuela, del lunes al miércoles de la próxima semana, le otorgan sentido pleno a la reivindicación de los dos gobiernos, de Morales y Hugo Chávez, durante la estadía oficial en Madrid del matrimonio Kirchner. En su inminente visita a Caracas, uno de los actos iniciará el ingreso formal del Estado venezolano al Mercosur, cuya plenitud societaria será completada en el plenario de presidentes que tendrá lugar este mes en Córdoba. Es que, pese a sus limitaciones, el acuerdo austral es, hoy por hoy, el referente principal de cualquier proyecto asociativo en Sudamérica. Incluso México con Fox en el gobierno, firme aliado de la Casa Blanca, inició el acercamiento que, a lo mejor, después de los comicios de mañana en ese país, podría concretarse, sobre todo si vence Andrés López Obrador, del PRD, escindido del añoso PRI, pese a la influencia determinante en ese país de Estados Unidos.
En la perspectiva general, la alianza con Brasil adquiere una proporción singular y la permanencia de Lula en la presidencia otorga mayores garantías que un relevo a fin de año, ya que en el tema es válido el viejo refrán que vale más pájaro en mano... De ahí que ya esta semana, el presidente argentino hizo alusión directa a su interés en la reelección del amigo que tiene en Brasilia, pese a los periódicos desarreglos bilaterales por asuntos comerciales y hasta personales entre ambos, por rivalidades de influencias, que, por lo demás, también sucederían con cualquier otro morador temporal del Palacio de Planalto en Brasilia. Los competidores de Lula por la presidencia brasileña son, por derecha, Geraldo Alckmin, del Partido de la Social Democracia (PSDB) y, por izquierda, Cristovam Buarque, del Partido Democrático del Trabajo (PDT), desprendidos candidato y partido del gobierno y el PT del actual presidente. Desde la derecha dicen que “Lula debería reclamar y quejarse menos y hacer más”. Desde la izquierda temen a la reelección porque podría “sucumbir al autoritarismo” y gobernar a través de “plebiscitos populares”. Las voces opositoras lo llaman “padrino de los banqueros”, que obtuvieron un beneficio total conjunto de alrededor de 8000 millones de dólares en el último año, cuatro veces más de lo que el gobierno gastó en el programa “Hambre Zero” que administra la “Bolsa de Familia” en ocho millones de hogares. Los oficialistas aseguran, en cambio: “La historia recordará a Lula como el creador del mejor gobierno en el campo social”.
Por donde se mire en la región, algunos procesos pueden parecer idénticos pero, en realidad, son únicos y múltiples. En la diversidad, sin embargo, hay intereses comunes, tan importantes para cada país y para la región que hasta los más diferentes podrían dialogar y encontrar agendas compartidas. De todas ellas, la batalla cultural para definir los paradigmas de una nueva época, que reemplacen a los que ya se agotaron en la experiencia histórica del siglo XX, tal vez sea, como suele decirse, la madre de todas las batallas. Esto aparece con más nitidez cuando el examen abarca a los partidos políticos y otras formas tradicionales de representación popular, puesto que son los instrumentos para ejercer el poder en la democracia republicana. Hasta la jerga periodística suele referirse a “elementos residuales” de tal o cual partido o tendencia, lo cual puede ser una descripción cierta, pero aún el sentido más común sabe que los residuos, sean domiciliarios o históricos, sólo pueden volver a utilizarse, y no todos, después de reciclarlos. Lo mejor, por supuesto, es contar con elementos nuevos.
Morales y Chávez son emergentes de esa búsqueda de lo nuevo. Lo extraño no es su aparición, sino que hayan demorado tanto, ya que sin duda cada cual a su modo expresan importantes espacios sociales que habían sido ignorados por mucho tiempo. Lula en Brasil o Tabaré Vázquez en Uruguay son otras expresiones de esa emergencia indispensable, lo que no quiere decir que ninguno de ellos, tampoco la actualidad argentina, sea la versión definitiva de la nueva era. La renovación, por más justificada que sea, no es automática ni está predestinada a ganar, porque tiene que vencer a todo lo que se mantiene de las épocas exhaustas, pero cuyos personeros conservan bastiones de poder que aún están en pie con sus cuotas de poder intactas. El escollo mayor, sin embargo, no está allí, sino en los paradigmas vencidos que siguen adheridos, como la hiedra al muro, en la conciencia social, en los hábitos y creencias populares, incluso en las tradiciones familiares.
Es aquí donde sólo con llegar al gobierno no alcanza. Sólo a modo de referencia: en las últimas sesiones el Congreso debatió sobre la responsabilidad estatal en brindar asistencia médica a las personas que necesitan neutralizar su capacidad de procreación. Como ocurre siempre que se abordan los temas de la procreación responsable, brotan voces contradictorias, a favor o en contra de maneras absolutas, que suelen trastocar los asuntos de fondo. Algunos insisten en calificar de perversa o satánica la idea de hacer del sexo en la pareja humana una relación de placer sin fines de procreación. Otros invocan la tragedia de las madres de prole numerosa para las que un embarazo más implica un drama que puede terminar en muerte. Desde la ciencia a la religión, las bibliotecas quedaron agotadas. Pocas fueron las voces que argumentaron en nombre de la libertad: para creer o para no creer, ese atributo innegociable que hace de cada ser humano el propietario único de sus propias decisiones. Menos han sido los que recordaron que la pobreza y la exclusión recortan la libertad con la insensible crueldad del verdugo. Preservar la vida y ejercer la libertad no pueden ser términos incompatibles, puesto que elegir entre los dos valores sería lo mismo que decidir cuál de las piernas, de los brazos, de los ojos o de los riñones es más importante que el otro. La humanidad merece y necesita la vida y la libertad. Obtener esa plenitud debería estar al tope de cualquier debate de este porte.
Otras referencias: las pujas que se vivieron en la Universidad de Buenos Aires y cuyos reflejos aún no terminaron. Mucho se habló de remoción de normas y prácticas que han sido superadas por el tiempo y la experiencia, pero al final lo que quedó a la vista fue una especie de intoxicación de políticas partidarias disputando espacios de poder que, una vezconseguidos, parecen olvidar las legítimas demandas de una renovación cultural que para el progreso nacional es insustituible. Está pendiente la recuperación de la Universidad para un proyecto nacional de justicia y libertad que le devuelvan a esos claustros el prestigio y la influencia que tuvieron en otros tiempos. De lo contrario, pronto se escuchará hablar allí también de “elementos residuales”. En estos días, alumnos y padres del Colegio Nacional de Buenos Aires están protagonizando un conflicto por diversas reivindicaciones, una de ellas la creación de un “Consejo Resolutivo de Convivencia” integrado por alumnos, profesores, personal de orientación, un regente y el vicerrector de turno. Desde que lo fundó el socialista francés Amadeo Jacques, ese Colegio ganó merecida fama de excelencia, una suerte de “cuna de líderes”, y es precisamente en nombre de esa tradición y antecedentes que hoy debería ser un espejo de futuro en lugar de conformarse con reflejar el pasado, por muy glorioso que sea. En ese futuro, la participación democrática de la comunidad es un deber y un derecho, un ejercicio de maduración para que si de allí surgen nuevos líderes de todo tipo, hayan aprendido a respetar al otro, a convivir en la diversidad y a consagrar la autoridad por vía del consentimiento y el consenso. De acuerdo con las crónicas, las autoridades del Colegio se han negado reiteradas veces al diálogo y cada vez que estalla un conflicto suspenden las clases y cierran las puertas. Es posible que haya padres y alumnos que prefieran la disciplina cerrada antes que el compromiso del debate en libertad, pero en ese caso deberían transportar ese criterio al gobierno de la Nación o de la ciudad e imaginar a qué tipo de autoridad tendrían que someterse.
Una más de las tantas batallas culturales pendientes: la que provoca la controversia alrededor de las reformas de la legislación laboral para que los trabajadores recuperen la dignidad de sus tareas en los términos que ya habían alcanzado a mitad del siglo pasado y que luego perdieron en el torbellino del terrorismo de Estado y de la dictadura del mercado en los años ’90. Cuando en Buenos Aires, sobre las barrancas del Retiro, a fines del siglo XIX, los artesanos de aquellos tiempos demandaban la jornada de 48 horas semanales, igual trato para todos los trabajadores y la abolición de la servidumbre para los niños, jamás hubieran imaginado que, con algunas variantes modernas, más de un siglo después las demandas del derecho laboral serían equivalentes. Todas son anécdotas, episodios más o menos pasajeros, noticias fugaces en las primeras planas de los informativos, pero cada una en su área y todas sumadas vienen a probar que la batalla cultural, en efecto, está en la raíz misma de la identidad del país, si se lo quiere más libre, más justo, más digno, más honesto y verdadero. Así, es posible comprender que no se trata de sumarse al proyecto de gobierno, sino de asumir el compromiso propio, en el territorio que cada uno elija, para participar de la formidable empresa de abrir un nuevo tiempo.
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