Dom 30.06.2002

EL PAíS  › LAS VICTIMAS DE LA REPRESION DEL MIERCOLES

Dos vidas

Militaban en la Aníbal Verón, eran muy jóvenes, estaban desocupados y buscaban una vida mejor. Santillán y Kosteki nunca se conocieron, pero murieron juntos en Avellaneda.

› Por Victoria Ginzberg

Darío Santillán y Maximiliano Kosteki coincidieron hace un mes en un acto en Quilmes, donde la Coordinadora Aníbal Verón se había congregado para reclamar subsidios de desempleo. No hablaron. No se conocían. Uno militaba desde hacía dos años en el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de Lanús. Se había encargado de tareas de prensa, participaba en la fabricación de ladrillos huecos, estaba intentando levantar la casa que compartiría con su novia y se capacitaba para ayudar en la formación de sus compañeros. Tenía 21 años. El otro se había incorporado a la militancia el 1º de mayo pasado. Estudiaba dibujo, hacía malabares y trabajaba en la construcción del comedor y la huerta del MTD de Guernica. Este miércoles cumplía 23 años. Sus nombres quedaron unidos el miércoles pasado cuando fueron asesinados por la policía. Eran, ambos, jóvenes que en edad de insertarse en el mercado laboral se encontraron con los restos que (no) había para ellos y salieron a exigir lo que les había sido negado.
Darío militaba desde el secundario. Ahí formaba parte de una agrupación llamada 1º de Julio (“por el primer día que se juntaron, en homenaje a ellos mismos”, cuenta Pablo Solana, del MTD de Lanús). Graciela Monje, que fue su profesora de instrucción cívica en cuarto año, lo recuerda como un chico con actitudes “atípicas para la generación posmoderna”. Cuando supo de su muerte, vino a su mente la imagen de Darío leyendo durante el recreo, sólo o debatiendo con otros compañeros. O colgando de la cartelera un papel que llamaba a recolectar alimento y ropa para los inundados. “Si vos puteás porque llueven dos gotas y te mojás, pensá lo que deben sentir los de las provincias del norte, que se les inundan las casas y están cagados de hambre y frío”, describió gráficamente el joven para sensibilizar a otros alumnos del colegio de enseñanza media número 2 de Solano. “Sentía la injusticia ajena como si fuera dirigida a él”, cuenta la mujer de 35 años.
Monje le enseñó a Darío la existencia del artículo 14 bis que indica que “el trabajo en sus diversas formas gozará de la protección de las leyes, las que asegurarán al trabajador condiciones dignas y equitativas de labor; jornada limitada; descanso y vacaciones pagados; retribución justa y protección contra el despido arbitrario”, entre otras cosas. La profesora les dijo a sus alumnos que eran derechos que se habían conseguido con la lucha del movimiento obrero en todo el mundo y en Argentina con el peronismo. Lo decía con cierta carga subjetiva. Y Darío se reía y le tiraba alguna “chicanita”. “Pienso que ese peronismo que le intentaba vender... ahora pasó lo que pasó bajo un gobierno peronista”, dice Monje y se anima a sentirse culpable aunque sabe que este peronismo no es aquél y que de cualquier manera no era fácil convencer a Darío. “Era un encantador de serpientes, si estabas seguro de algo mejor no cruzártelo porque te persuadía de lo contrario. Tenía mucho ascendiente sobre los demás, además de sus ganas de vivir y un sentido de la justicia muy importante”, narró.
Alberto es el papá de Darío y de sus tres hermanos. Es enfermero, como lo era su ex mujer, que murió hace un año y medio. Los Santillán son parte de la clase media baja que terminó de descender la cuesta en la última década. Viven en los monoblocks de Don Orione que de departamentos modestos para trabajadores se convirtieron en villas de cemento, donde hay gas pero usan garrafas y tienen líneas de teléfono pero inutilizadas por falta de pago. Cuando terminó el secundario Darío se sumó al más que numeroso ejército de reserva de la Argentina posflexibilización laboral. Su condición y su fervor militante lo llevaron a unirse al MTD. “Darío no se callaba. Hablaba cuando tenía que hacerlo. La única manera de hacerlo callar, es cómo pasó”, dice Alberto.
Maximiliano, en cambio, era más introvertido. Se expresaba con actitudes como entregar su tanque de cerámica para convertirlo en un horno mixto para hacer pan y, sobre todo, con sus dibujos, que lo acompañaron en su velatorio. Estaba en segundo año de la escuela media con orientación artística de Lanús y se había incorporado al MTD de Guernica formalmente el 1º de mayo. En la Plaza de Mayo hizo una ilustración de “un ángel extraño”, que tenía media cara tapada por el pelo y estaba acompañado por una serpiente enrollada en un palo. Así la describe su compañera Elizabet Delboy, conocida por todos dentro del movimiento como Victoria. “No tenía ni para una hoja pero dibujaba en cualquier pedazo de cartón, con lo que encontraba”, cuenta la mujer. Ese mismo día del trabajador Maximiliano había anunciado su interés por participar activamente en las tareas de construcción del comedor y en la huerta comunitaria.
Durante los dos meses que estuvo en el MTD, se ganó el cariño de los más pequeños. Manuel, de 14 años, lo invitó al cine a ver Harry Potter. “Hablábamos de películas, de música ¿de chicas? Pocas veces. A él le gustaban grupos extraños de otros lugares, a mí Los Redondos. Me ayudó con una tarea de plástica, tenía paciencia. Me acerqué a él porque no tenía a su viejo –se había ido– y yo tampoco”, cuenta, de a poco, el chico. Su mamá es una de las organizadoras de los piqueteros en Guernica.
“El era un pibe tranquilo, no le gustaba la violencia. Su objetivo era ser un gran artista y, en realidad, lo era”, dice con voz apagada Mara, cansada de ver en los diarios la foto de su hermano desangrado en la estación de Avellaneda. Su mamá, Mabel, crió prácticamente sola a sus cinco hijos después de su separación. Se las arreglaba, aunque sin lujos, hasta que con la privatización de los ferrocarriles llegó también su despido. Tuvo que dejar su oficina en Constitución, donde era jefa de personal y con el subsidio de desempleo armó una biblioteca para dar clases particulares de inglés. Como no había terminado el secundario –ahora retomó los estudios– no podía ejercer en colegios. Mabel tiene una profunda fe en la que se refugia luego del asesinato de su hijo, al que había convertido en monaguillo cuando era chico. Su religiosidad no es resignación, no le impide exigir justicia. “Estoy completamente segura de que la bala que mató a mi hijo vino de la policía. Esa sonrisa que tenía el policía mientras miraba el cuerpo de mi hijo se la va a comer bien comida”, aseguró por radio la mujer, que enseña catecismo en Claypole, en referencia a una de las fotos que demuestran la responsabilidad material de los uniformados de la Bonaerense en el homicidio de los dos jóvenes.
Maximiliano no consiguió nunca un trabajo fijo. Cuando podía, hacía changas, como cuidar perros o pintar carteles. Pero éstas no son épocas de bonanza, así que se anotó para cobrar el subsidio de 150 pesos proveniente del Plan para Jefes y Jefas de Hogar del gobierno nacional. En estos días debía recibir la primera cuota.
El martes pasado el MTD de Guernica hizo la primera tirada de pan para vender con el horno que había entregado Maxi. El miércoles la llevaron al corte del Puente Pueyrredón. El pan se perdió. Quedó desparramado en algún lado cuando los piqueteros intentaban escapar del gas y las balas. La plata recolectada iba a ser para terminar el contrapiso de comedor. “El no iba a dar la vida, iba a juntar fondos para comprar cemento”, asegura Victoria.
Maxi era alto y delgado, aunque a veces, su cuerpo no se percibía del todo porque usaba ropa grande y se ataba los pantalones a la cintura. Era “su look”, dicen sus compañeras del MTD, que lo ven parecido al Che Guevara. Darío era morocho y robusto. Aparentaba mucho más de sus 21 años y sus ojos penetrantes deslumbraban a las mujeres. Pero su mirada estaba acaparada por Claudia, de unos 26 años y tres hijos. Estaban juntos desde hacía nueve meses y hacía cuatro habían conquistado un terrenito para levantar su casa. Darío todavía no se había consagrado de lleno a la tarea de construir su vivienda. “Discutíamos porque la dedicación casi full time al movimiento le sacaba tiempo para sus propias necesidades. Es que tener secundario completo era todo un título profesional. Era casi el único que sabía usar la computadora que habíamos conseguido para la biblioteca. Era un cabeza dura y tenía la tremenda virtud de siempre querer superarse. En los últimos meses había empezado a trabajar en educación popular para ayudar a otros compañeros. Se había puesto a leer a Paulo Freire”, narra su amigo Solana.
Victoria, 51 años, nueve hijos y diez nietos, estaba convencida el miércoles a las tres de la tarde de que Maximiliano era uno de los muertos. “Me enteré por un compañero de que habían visto por última vez a Maxi mientras era asistido por Darío. Fui a la comisaría buscando a Darío porque por los relatos era el último que había visto a Maxi”. La mujer no localizó a Darío en la comisaría. Intuía lo peor pero quería estar segura. Consiguió la autorización de la Justicia y entró a la morgue con los abogados de la Correpi (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional). Allí encontró a Maximiliano y a Darío. Darío fue fusilado en la estación de Avellaneda, mientras trataba de ayudar a Maximiliano, que había sido baleado en la calle.

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