EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
Es razonable la sensación, frente al impacto mediático provocado por lo ocurrido en Córdoba, de que otra vez circulan por carriles diferentes el interés popular masivo y (algunas de) las noticias principales que despliega la prensa. Noticias que a veces no coinciden con lo que uno imagina debería ser el interés público, pero a veces sí.
Esa sensación dice que la mayoría de la sociedad se sintió ajena a la cumbre ampliada del Mercosur. Que por fuera de la atracción ya mitológica despertada por la figura de Fidel, hacia izquierda y derecha, le importa más bien a nadie lo que pudo haberse cocinado –o no– entre medio de esas sierras. Que esa reunión fue y es situada lejos, muy lejos, de influir en lo que les pasa a los argentinos en su vida cotidiana. Que lo único que realmente atrae es la marcha coyuntural de la economía, en sus formas de poder adquisitivo y calidad de empleo o trabajo, más eso que se llama “la inseguridad”. Y que, al margen de eso, todo es percibido como seigual. El paro de un sector del campo; el cruce de Kirchner con miembros que se suponen representativos de la colectividad judía; la concesión a la CGT para rediscutir el salario mínimo en un Consejo que –tampoco– “nadie” conoce ni le interesa conocer; el conflicto con Chile por el precio del gas que se le vende; la novela interminable de la UBA. Y hasta las pasteras uruguayas, con la exclusiva excepción de los habitantes de Gualeguaychú. Seigual. Ninguna de esas cuestiones, dice la sensación, llega siquiera cerca de cómo y dónde se vive, de cuánto se gana y de que “están asaltando y matando por todos lados”. Y tan es así, tan que todo calienta tan poco al margen de ese tríptico del cómo me va, que la ausencia de toda opción a la vista permite asegurar el triunfo aplastante del oficialismo en todo gran desafío electoral que se le presente.
La ecuación vendría a ser: ¿en qué me cambia la vida que haga huelga la oligarquía agropecuaria, las andanzas de Hugo Moyano, las quejas de la DAIA, el espectáculo de la elección del rector en la Universidad de Buenos Aires, la contaminación del río Uruguay o el enfrentamiento oficial con un par de emporios periodísticos? Y por la misma ruta, ¿de qué me sirve que venga Fidel o que Chávez se asiente como el nuevo líder del patio trasero? Todas esas preguntas, o ese tipo de preguntas, remiten al eterno y permanente choque entre los intereses y las necesidades de las grandes masas populares. Y en la medida en que las segundas no encajen con los primeros, la historia seguirá su curso a favor de las clases dominantes.
Salvo por el descomedido espacio dado al caso de Hilda Molina, la cumbre de Córdoba parece haberse tratado de unos tipos que se juntaron a hacer discursos, igual que cuando se reúnen, como en estos mismos días en San Petersburgo, los mandatarios de los países más ricos del mundo. Igual que cuando discuten en la ONU o en la OEA. Ningún Juan Pérez siente que algo de eso le queda cerca. Como si el mundo no se moviese.
Y sin embargo se mueve. Como señaló Chávez, hasta hace unos pocos años y con la única salvedad de Cuba no había voz alguna, en toda América, que se opusiese siquiera discursivamente a la lógica del capitalismo imperial. Era impensable que tan poco tiempo después pudiera haber un registro como el de Córdoba, y antes como el de Mar del Plata, donde más allá de todas las diferencias y enconos pudo mostrarse no una unidad, pero sí una unión del bloque regional que no debería pasar inadvertida como expresión de una conciencia mejorada. Ahicito nomás se estaba hablando sólo del ALCA como consolidación acuerdista entre el zorro y las gallinas, en versión burdamente remixada de América para los norteamericanos. Hoy eso ya no existe y fue reemplazado por la búsqueda yanqui de acuerdos bilaterales, elogiados por los conservadores con la misma fruición con que critican a los que establecen los países del Sur. Y objetivamente, fuera de toda carga ideológica, nadie puede sostener con seriedad que no cambió nada entre cumbres anodinas donde sólo se trataba de suscribir el Consenso deWashington y una –o ya unas– en la que los protagonistas se llaman Fidel Castro, Hugo Chávez y Evo Morales; a más de líneas de política exterior de Kirchner y Lula, que desde una perspectiva de integración regional no pueden ser denostadas sino con una importante carga de mala leche.
No deja de ser sorprendente, o más bien paradójico, que la mayoría de la gente del común se desinterese de lo que en encuentros como éstos, u otros, se adelanta o retrocede nada menos que acerca de tópicos como la política energética, la administración de recursos naturales, el intercambio comercial. Estamos hablando de qué pasa y pasará con la luz, el agua, el gas, la nafta, las vacas, los granos. ¿Tan difícil es advertirlo?
En eso de que los intereses de las masas se junten con sus necesidades, es imprescindible que, además de mirarse el ombligo del cómo nos va cada día, les echemos una mirada a hechos o intentos como el de Córdoba. E interpretar como seguro que del avance o no de la unidad latinoamericana depende, justamente, nuestra vida diaria.
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