Sáb 29.07.2006

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

VOLUNTADES

› Por J. M. Pasquini Durán

La protesta de los ganaderos promovida esta semana por Confederaciones Rurales (Carbap), con el respaldo implícito de la Sociedad Rural, fue contestada por el Gobierno con el anuncio de un plan de fomento para aumentar y mejorar la oferta del sector a fin de abastecer bien las demandas de la exportación y del consumo doméstico. La puja continuará, sin duda, porque la razón última excede la coyuntura ya que se trata, en realidad, de redefinir la relación del Estado con ese núcleo del poder económico. Por tradición y experiencia lo que la izquierda llama “oligarquía vacuna” percibió siempre su propia existencia como una condición del ser nacional con carácter permanente y, en consecuencia, no reconoce en ningún gobierno, administrador pasajero del Estado, autoridad alguna para intervenir en la rentabilidad de sus negocios. Más todavía: considera que la sociedad toda debería estarle agradecida, puesto que gracias a su concurso es posible la reactivación general de la economía, y que las políticas públicas sólo deberían velar por su eterno bienestar. Aunque suenen pomposos o petulantes, esos argumentos no aparecieron esta semana, al calor del debate actual sobre la exportación de carnes, sino que forman parte de una cultura establecida en algunas zonas de privilegio social. Los ganaderos de mayor porte no son los únicos en pensar de esa manera.

Una nota publicada por el conservador Wall Street Journal, divulgada aquí por La Nación en su edición de ayer, asegura que “Kirchner y su gobierno, que integran algunos terroristas de los ’70, han consolidado el poder y fomentado el odio social, al mejor estilo Castro, durante los últimos tres años”. El tema de los derechos humanos es el centro de las críticas: “La Jihad (guerra santa) de Kirchner en contra de los militares por su rol durante la guerra sucia (...) parece inclinarse por revivir el conflicto y la violencia” de aquellos años. “Desde 2003 Kirchner ha estado buscando retribuciones por las heridas sufridas por sus aliados, los amigos de Fidel”, asegura Mary O’Grady, la autora o firmante de las diatribas. Aunque fuera un seudónimo de Cecilia Pando, la difusión en cadena, de Londres a Buenos Aires, indica que hay más intereses en juego que los de un pequeño grupo de jóvenes oficiales extraviados o de retirados resentidos. Es curioso que en días recientes algunas tertulias del progresismo criollo, en el extremo opuesto de O’Grady, también levantaron críticas contra el Presidente en el terreno de los derechos humanos, en este caso porque molestó a Fidel con la reiterada solicitud para que la doctora Hilda Molina y su madre puedan dejar Cuba para visitar a sus nietos argentinos. Tal vez esté llegando el momento de reflexionar sobre la interpretación y alcances de los derechos humanos en la república democrática liberal capitalista, porque además de instrumentos de lucha social o de su validez jurídica, tienen acción y efectos políticos, sociales y culturales.

Una indagación rápida sobre el tema indicará que esos derechos no sólo aplican para casos de persecución tiránica, sino que tienen significados económicos y sociales bastante precisos, tanto como los que contiene la Constitución nacional en las mismas materias. Pues bien: cerca de la mitad de la población nacional carece de los beneficios económico-sociales de esos derechos, pese a lo cual Abuelas y Madres de Plaza de Mayo tuvieron sus razones válidas para acompañar a Kirchner en el palco del 25 de Mayo pasado. Habrá que aceptar, entonces, que también las tienen los que desde la CTA, Apymes, Federación Agraria y otras franjas del movimiento popular están apurando la marcha en nombre de la justicia social, es decir de los derechos humanos con los que tan comprometido se declara el Poder Ejecutivo. Una referencia apropiada es el tema del salario mínimo, vital y móvil, a cuyo reajuste concurren empresarios y sindicatos pero se debe, en realidad, a la voluntad política del Gobierno que los convoca para tales fines. Es una de las vías que concibe la economía oficial para repartir un poco más los ingresos, pero no alcanza a los trabajadores “en negro”, más de un tercio del total, a los jubilados y a los desempleados, por citar las franjas más anchas y retrasadas de la exclusión. Según la CTA, sólo el 14 por ciento de los trabajadores se benefician con los aumentos por convenios colectivos de trabajo. Pese a las mejorías parciales, se mantiene la brecha abierta entre ricos y pobres, que impide la integración social de la comunidad nacional.

¿Podría cerrarse esa brecha de una manera eficaz y en un plazo menos lejano? Cada vez que se intenta una respuesta, aparece el inquietante asunto de la reforma tributaria. Apuntan con buenos motivos algunos voceros de las pequeñas y medianas empresas que no existen argumentos, excepto los conservadores, que puedan defender la eximición de tributos a la renta financiera. Los productores del campo que no forman parte de la Sociedad Rural o la Carbap preguntan, asimismo, si no es hora de abrir el debate sobre la renta agraria. En términos políticos, voluntad no es igual a voluntarismo, un vocablo que no aparece en el diccionario de la Real Academia, pero que significa en lengua coloquial la combinación de voluntad y sueños. El exceso de voluntarismo es lo que la lengua oficial llama voluntariedad, o sea “la determinación de la propia voluntad por mero antojo y sin otra razón para lo que se resuelve”. Sobre la reforma tributaria, la opinión predominante en el oficialismo es que se trata de un atajo de la voluntariedad, no porque le falte razón sino porque no dan las relaciones de fuerza entre los que podrían apoyar y los que seguro se van a oponer. No siempre, por supuesto, la opinión oficial sigue el paso de la experiencia social.

Acaba de reconocerlo el ministro del Interior, Aníbal Fernández, que había apresurado un juicio sobre el estado de inseguridad pública que los hechos probaron que se trataba de un prejuicio. Ante las quejas por una creciente ola de actos delictivos, el ministro había asegurado que se trataba de un “shock mediático”, pero tuvo que desandar sus propias palabras con un contundente: “Me equivoqué”. Así es: tanto las autoridades nacionales como las bonaerenses, ciudad y provincia deberían tomar el toro por las astas, antes que la derecha se monte en un rebrote bloomberg. Es cierto que la seguridad no es de trámite sencillo ni rápido: no hay ciudad importante en América latina, la región de mayor injusticia social, donde el problema no sea de palpitante dolor. Por supuesto que la comunidad afectada es impaciente y espera soluciones milagrosas, pero es verdad asimismo que la mayoría de la sociedad estaría dispuesta a reconocer los esfuerzos para encarar el problema cuando las autoridades se los muestren. Por el momento, a la vista de cualquier observador hay menos esfuerzos, o tienen muy pocos resultados, que para limpiar el Riachuelo, aunque en este caso hubo una disposición perentoria de la Corte Suprema.

A lo mejor, en lugar de deliberar tanto entre expertos y a puertas cerradas, habría que promover encuentros con los vecinos de cada barrio (la seguridad no tiene soluciones únicas, a veces basta con mejorar el alumbrado de algunas calles) y escuchar las quejas, las opiniones y las propuestas. Dicho en criollo: que las autoridades políticas responsables den un paso al frente, pongan la cara y tiendan la mano hacia todos los que, con motivo o sólo por temor, se sienten desvalidos. No es un tema menor, aunque es posible que no tenga el impacto real que transmiten algunos medios de información, pero la vida cotidiana en los mayores conglomerados urbanos hoy en día presenta tantas dificultades como otras cuestiones que figuran al tope de las agendas políticas y gubernamentales. Roberto Lavagna, en una entrevista concedida el martes pasado a El País de España, ubicó un punto de partida para el análisis: “Creo que el grueso de la sociedad argentina es de centro (pero) la palabra centro produce ciertaanomia y se la puede hacer virar hacia la derecha o hacia el progresismo”. Tal vez, el ex ministro quiera justificar por anticipado sus próximas alianzas electorales, pero no es el único que piensa de esa manera. En todo caso, como se ha visto bien en Estados Unidos o ahora en Israel, el miedo puede ser un poderoso instrumento ideológico para justificar las peores conductas, hasta el asesinato masivo, con la misma crueldad que un terrorista fanatizado. Es hora de que los gobernantes tomen en cuenta que hay temores en la población que están expandiéndose como una mancha de aceite en el agua. No vaya a ser que la contaminación ambiental aparezca justo por donde nadie mira.

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