EL PAíS › OPINION
› Por Horacio Verbitsky
La imagen del niño gris me asediará mientras viva, como ocurre con una del Holocausto en la que un chico de cinco o seis años, arreado rumbo a la solución final nazi a punta de ametralladora, camina con las manos en la nuca y mira con estupor a la cámara. Es decir a mis ojos.
El niño gris no mira. Sus ojos están cerrados. Un hombre lo lleva en andas, en posición vertical. Sólo unos fluidos que gotean de su nariz y de su boca indican que no se trata de una escultura. Cada partícula de su cuerpo y de sus ropas están cubiertas con el polvo de la mampostería del edificio que se derrumbó sobre él en Qana, acaso la ciudad bíblica en la que Jesús hizo el trueque milagroso de agua en vino durante la celebración de una boda. Pero hoy se celebran funerales y no hay milagro que pueda despertar de un sueño espantoso a esa criatura y a quienes vimos su foto.
El doble mensaje del descargo posterior es un anecdótico agravante: mientras el gobierno israelí niega haber sabido que en ese edificio hubiera civiles refugiados, un videoclip que hacen circular por Internet sus organizaciones de apoyo muestra una toma aérea de un supuesto camión lanzador de cohetes que luego de cumplida su tarea estaciona en el garage de una casa. Con tal inteligencia, sus aviones atacaron un camión frigorífico que cargaba verduras y liquidaron a los campesinos que las habían cultivado. La secuencia fílmica de propaganda israelí es tan confusa como la que Colin Powell presentó en las Naciones Unidas para demostrar que Irak poseía armas prohibidas y que el propio ex Secretario de Estado terminó por reconocer como falsa. Pero letreros en hebreo e inglés explican cada cuadro hasta llegar a la conclusión de que si los agresores se refugian entre civiles es legítimo masacrarlos. No es así. Semejantes medios descalifican cualquier fin. Ninguna meta vale la pena de ser alcanzada a ese precio, ninguna ofensa previa lo justifica, cuando ningún peligro corre hoy la existencia de Israel.
Este horror insoportable fue planificado a lo largo de años. Es parte de una campaña que comenzó en octubre de 2001 con los bombardeos y la invasión estadounidense en Afganistán. Prosiguió en junio de 2002 cuando Bush formuló la doctrina del ataque preventivo y dijo que la única estrategia posible era golpear primero, “enfrentar las peores amenazas antes de que se concreten”. Millones de toneladas de bombas fueron arrojadas preventivamente sobre Irak a partir de marzo de 2003 pese a la evidencia de que no había relación entre su gobierno y la organización saudita que en setiembre de 2001 atacó los símbolos del poder militar y financiero en Washington y Nueva York. Cuando se demostró que en Irak tampoco había armas de destrucción masiva, Estados Unidos cambió de excusa: se trataba de llevar la democracia a ese país y de remodelar el mapa de Medio Oriente.
En abril de 2003 se difundió la denominada “Hoja de ruta” estadounidense. Corolario de la doctrina de la guerra preventiva, ese plan se desentiende de la ocupación israelí de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental y centra sus propuestas en el combate a la violencia palestina, concebida casi como una esencia, un argumento ontológico sin relación con el sufrimiento de un pueblo expulsado hace más de medio siglo de su tierra.
Consecuencia de todo ello fue el desconocimiento de la autoridad ejercida por Yasser Arafat, en procura de establecer un nuevo gobierno palestino “que actúe con decisión contra el terror y tenga voluntad de construir una democracia activa basada en la tolerancia y la libertad”, según la Hoja de Ruta. A ello siguió el sitio y demolición a las oficinas de la Mukata’ah en Ramalah, donde el líder histórico de la causa nacional palestina sobrevivió meses sin luz y con escasos alimentos, y por último su misteriosa muerte debida con alta probabilidad a un deliberado envenenamiento. Lejos de allanar el camino hacia una negociación de paz, la desaparición de Arafat la hizo cada vez menos probable. El creador de Al Fatah y la OLP no sólo había luchado por independizar de Israel a su pueblo. También buscó liberarlo de la tutela de los reaccionarios gobiernos árabes con los que prefería entenderse Israel.
El desprecio y el aislamiento al que Israel sometió a la débil presidencia de Abu Mazen, que sucedió a la de Arafat, condujo en enero de este año a la victoria electoral del partido islámico de la resistencia, Hamas, vinculado con Irán. No se entiende por qué ese resultado causó tanta sorpresa, si la anterior invasión israelí al Líbano provocó el surgimiento del también islámico movimiento Hezbolah, bajo control sirio.
Hamas y Hezbolah son, además, dos organizaciones confesionales, a diferencia del movimiento laico e independiente que lideraba Arafat. Pero las bancas que ambos movimientos ocupan en los gobiernos libanés y de la Autoridad Palestina las ganaron en comicios libres. Desde que asumió el nuevo gabinete palestino, Israel le negó el agua y la sal y en el comienzo de la última ofensiva arrestó a sus ministros y demolió sus sedes, para demostrar que la democracia es un lujo que no se pone al alcance de cualquiera. La Argentina conoció hace medio siglo esa ilustrada concepción de la democracia sólo para los democráticos, que no suelen coincidir con las mayorías, en consecuencia proscriptas y reprimidas hasta la desesperación.
La necedad de la dirigencia judía argentina, que ofreció su tribuna al embajador de Israel para que justificara la brutal violación de su país al derecho internacional humanitario y de los derechos humanos la emparenta con el lobby judío de los Estados Unidos, que ha contribuido a impedir cualquier acuerdo negociado entre los pueblos de Israel y Palestina. Para mayor irrisión ese acto provocativo se realizó a pocos metros de la esquina de Palestina y Estado de Israel, que simboliza la afectuosa convivencia entre las colectividades árabe y judía, sin igual en el mundo. Todos deberíamos cuidarla como el precioso capital que es y que el menemismo malversó como tantos otros bienes sociales. En el aniversario del atentado contra la AMIA, esa misma conducción no tuvo mejor idea que reclamar la ruptura de relaciones con Irán, como si los dos bombazos de la década anterior no le hubieran bastado para aprender la virtud de la prudencia.
Cuesta creer que las maquinarias militares y de inteligencia más sofisticadas del mundo obtengan resultados tan contrarios a los que declaran perseguir. Por torpeza o por cálculo, los misiles estadounidenses e israelíes siembran teocracias que desplazan a gobiernos laicos, ya sean dictactoriales como el de Saddam Hussein o relativamente democráticos como los del Líbano y la Autoridad Palestina. Las réplicas de Hamas o Hezbolah, ya sean bombas humanas o cohetes (mal)guiados, son tan insignificantes en proporción que es ridículo establecer cualquier equivalencia. Pero también recaen sobre los civiles. La guerra pasa a ser un estado permanente y del resto del mundo sólo se reclama que se habitúe al martirio de los niños grises.
Para eso no cuenten conmigo. Detener la mano asesina es un imperativo categórico.
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