EL PAíS › OPINION
› Por Gabriela Farrán y Néstor Abramovich *
El documento base de la Ley de Educación nos convoca a una discusión compleja, porque se basa en lógicas socialmente compartidas. Educación democrática, pensamiento crítico, educación media obligatoria, inclusión, formación permanente: nadie podría ponerlas en duda.
¿Qué debatir entonces? Por un lado, conceptos que no significan lo mismo para todos: familia o identidad nacional, por ejemplo. Por otro, lo que el documento no profundiza; por ejemplo, las formas o los modelos de gestión.
La palabra gestión está cargada de significados. Trabajamos en una escuela de gestión privada, carácter que refiere a sus fuentes de financiamiento; su concepción de la educación está anclada en lo público. Intentamos la formación de jóvenes que se piensen a sí mismos como sujetos de una sociedad, comprometidos con ella y con la producción de un común que nos aloje a todos. Más que futuros ciudadanos –lo que fugaría hacia adelante el problema– pensamos en sujetos que aprendan cada día un modo profundamente ético de estar ahora en el mundo.
¿Cómo gestionar escuelas que se conciben como públicas, sean estatales o privadas? El documento, en algunos párrafos, le asigna al docente un lugar protagónico. El es quien hace aula y lo que sucede o no en la escuela se inscribe esencialmente en las aulas. Los equipos directivos son los que tienen como tarea tomar el pulso de lo que sucede; quienes propician, estimulan, activan, proponen. Constituyen direccionalidad y recurso para los equipos docentes.
Esta visión se diferencia de la idea de homogeneización que expresa el documento y que puede llevar a una encrucijada: responder a la desigualdad con homogeneización, presupone que lo que emana de arriba empareja por idéntica absorción lo de abajo. En cambio, si el Estado se presenta como un recurso y no como un dador absoluto de sentido, se coherentiza el sistema, aportando a cada quien lo que necesita y no a todos lo mismo. Por ello es clave el lugar de la gestión: son los maestros los que saben lo que los chicos requieren y los directivos lo que los docentes y la escuela necesitan. Esto no se contrapone con la propuesta de núcleos de aprendizajes prioritarios, sino con la idea de una gestión resuelta en instancias burocráticas que desconocen cada realidad. Con la buena intención de la igualdad, se pueden asfixiar procesos bajo el papeleo de reglamentaciones homogeneizadoras.
¿Cómo se hace realidad lo que el documento propone? Con una atención creativa sobre lo que pasa con pibes y docentes en cada institución. El Estado, aun el mejor de todos, no puede ver en cada escuela. Sí leer informes o conocer de oídas, pero es cada escuela la que tiene la potencialidad de verse a sí misma y de apelar al Estado como recurso.
Claro que potencialidad no significa certeza. Muchas escuelas devastadas por las crisis, entrampadas en la lógica burocrática o simplemente desmovilizadas, no están en condiciones de gestionarse. Poner en movimiento, crear confianza es una legítima tarea del Estado. Se trata de concebir la formación de manera diferente, de conformar equipos de trabajo que, con la asistencia necesaria, puedan pensar tanto sus prácticas como visiones más amplias de la educación y ser las mejores usinas de proyectos.
* Especialistas en Educación. Directores del Colegio de la Ciudad.
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