EL PAíS
› OPINION
Cantando el Himno
› Por Mario Wainfeld
La cobertura de la movilización estaba a cargo de varios de mis compañeros. No fui a la Plaza por motivos de trabajo. Fui por ir, para hacer número antes que nada, para sentir que uno forma parte de algo, para ver. Cerca de las siete, de bastante mala gana, decidí volver al diario. Se hacía tarde. Me esperaban el trabajo y otros temas. Retomé Avenida de Mayo hacia el centro, cosa de ver las últimas columnas o la gente suelta que venía detrás o aplaudía a rabiar desde las veredas. Cosa de irme sin irme. Estaba en la esquina de Avenida de Mayo y Florida cuando comenzó a sonar el Himno. Volví corriendo. Era fácil avanzar. Todos estaban parados, como en el colegio. Con más fervor que en el colegio. Escuché y canté el Himno en Bolívar y Plaza de Mayo.
Muchos países eligieron como música nacional una marcha, cortita y rotunda (la de Brasil, la propia Marsellesa). Los argentinos, que nacimos arrogantes y mirando hacia Europa, optamos por identificarnos con una obra más compleja, típica del clasicismo del viejo mundo, con un lindo preludio y todo. Y que termina pum para arriba con eso de “coronados de gloria vivamos/ o juremos con gloria morir”. Es un himno para corear a los gritos, pero hasta hace poco era entre infrecuente e inimaginable que –aun en una Plaza pluriclasista y plurapartidista que albergaba a tres generaciones– hubiera muchas personas cantando a voz en cuello. Todos mirando hacia adelante, algunos haciendo la V, otros tomando las manos del compañero más cercano y elevándolas por encima de las cabezas. Ojos llorosos, fervor en la última estrofa. Los nombres de los chicos masacrados, miles de gargantas gritando presente y luego, sin que nadie hubiera dado la orden, todos se dieron (nos dimos) vuelta y a
salir de allí.
Hace más o menos un siglo que mi familia desembarcó en este país. Es la suya una saga de movilidad social y trabajo. Sufrimos los vaivenes de la cruel historia de este país pero jamás ni mis abuelos, ni mis viejos ni yo mismo creímos que la Argentina fuera inviable. Hoy esa hipótesis abrumadora, la de la disolución nacional, me persigue tanto como la obsesión de ambicionar que mis nietos vivan acá y la fantasía de que, llegado el caso, nacerán en otro suelo. Frente a esos miedos, que temo no son solo míos, encuentro de a ratos la formidable vocación de la sociedad civil de preservar su templanza, su integración, su dignidad. Veo el autocontrol de los humillados y ofendidos que reclaman por todos lados, y los límites a la violencia política de cara a un Estado que confisca y asesina. Ayer, frente al temor de que mi patria empiece a ya no ser, sentí casi físicamente que este pueblo se resiste a su disgregación. Cantando el Himno lo sentí.