Sáb 16.09.2006

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

CONSTRUCCIONES

› Por J. M. Pasquini Durán

“En los 681 años transcurridos desde la fundación del imperio azteca (1325 D.C.) hasta nuestros días, México ha vivido 196 bajo una teocracia indígena, 289 bajo la monarquía absoluta de España, 106 bajo dictaduras personales o de partido, 68 años sumido en guerras civiles o revoluciones y sólo 22 años en democracia”, escribió el intelectual mexicano Enrique Krauze, discípulo de Octavio Paz y enemigo jurado de Andrés Manuel López Obrador, jefe de los campamentos cívicos que obstruyen el tránsito en algunas vías centrales del multitudinario Distrito Federal (DF) en protesta porque consideran que hubo fraude en las elecciones presidenciales del último 2 de julio, aunque hasta el momento las denuncias no prosperaron en las instituciones oficiales de control. Vale recordar que el proclamado vencedor Felipe Calderón, del oficialista PAN, obtuvo una diferencia de 240 mil votos sobre más de 42 millones emitidos, por lo que esa enorme nación, construida por la historia que describió Krauze, vive hoy una situación inédita, impredecible, que la mantiene en vilo, mientras que el jueves el Senado norteamericano aprobó la erección de una valla fronteriza de 2100 kilómetros de extensión. Desde allí, hacia el Sur, quedarán México y el resto de América latina.

En casi toda la región, incluida la Argentina, hoy se viven las tensiones de los climas electorales. Además de la situación mexicana, en octubre Brasil deberá decidir sobre la reelección presidencial de Lula da Silva, y en diciembre será el turno de Hugo Chávez en Venezuela, sin mencionar que en octubre también se renuevan los turnos legislativos en Estados Unidos y no son pocos los que vaticinan, o auguran, que Bush perderá la mayoría en las dos cámaras, justo cuando está pidiendo una modificación de la Ley Patriótica antiterrorista, por la cual los interrogadores y torturadores de presuntos enemigos quedarán eximidos de los procedimientos humanitarios de la Convención de Ginebra, violada ya en las cárceles clandestinas que desparramó Washington por el mundo y también desconocida por todas las dictaduras que devastaron los países de América latina a lo largo del siglo XX. El recuento histórico mexicano no es singular ni exclusivo en la región: la democracia estuvo ausente por mucho tiempo en esta zona y su construcción en la actualidad es una de las tareas más intensas y difíciles, de una densidad tal que por momentos más parece una ciénaga.

Las oligarquías dominantes son principales responsables de estas intermitentes pero prolongadas ausencias democráticas y en la actualidad sus herederos siguen tratando de voltear las precarias construcciones que se intentan en el área. Durante décadas las campañas anticomunistas sirvieron de estandarte para atacar los regímenes democráticos que no eran fieles a los privilegios de las elites, pero desde la implosión del campo liderado por la Unión Soviética, el argumento descalificador es el populismo, combinado con la amenaza terrorista que agita la Casa Blanca. Esto es visible a diario en Bolivia y en Venezuela, pese a que ambos gobiernos son el producto indiscutible de las respectivas mayorías ciudadanas. La experiencia moderna prueba que el instrumento desestabilizador más corrosivo, desaparecida la posibilidad de golpes de Estado militares, es la megacorrupción: el patético relato de lo sucedido con el PT en Brasil es la muestra de los resultados de semejantes prácticas. Vaciado el Estado de sus principios y recursos como moderador de la equidad y promotor de la justicia social, la pobreza se extiende en la sociedad como una charca fangosa en la que se hunden las mejores expectativas de las mayorías en la democracia. Los gobiernos elegidos en las urnas, debilitados por los ataques de sus enemigos y quebrados por los vicios de sus integrantes, recurren a la demagogia, al clientelismo y a otras prácticas, que incluyen a veces la represión directa, para calmar las ansiedades populares y controlar a los sectores más combativos.

En el precoloquio Cuyo de IDEA, una de las tribunas más conservadoras del empresariado, el director ejecutivo del Consejo Empresario Argentino para el Desarrollo Sostenible presentó una proyección para el año 2050 sobre la condición económico-social de la población a partir de los datos de la actualidad. Sobre 100 personas, 44 no tendrían acceso a facilidades sanitarias adecuadas, 22 vivirían con menos de un dólar por día, 20 sufrirían de malnutrición, 23 mayores de 12 años no sabrían leer ni escribir y sólo dos personas habrían alcanzado educación universitaria. Este tipo de proyecciones supone que las democracias habrían fracasado en modificar la realidad y que serán las empresas, o sea el capital, las que tendrán que hacerse cargo de semejantes sociedades. Nadie duda que existe una responsabilidad social empresaria, pero la tarea central debe ser guiada por el Estado democrático y, por ende, hace falta la política y quien la lleve adelante. De lo contrario, hay dos variables alternativas: o la sociedad subordinada a las leyes del mercado o la revolución social. Dado que las experiencias de ambas opciones, por distintos motivos, por ahora no seducen a la voluntad social, en esta etapa todos los datos indican que la mayor parte de ciudadanos en la región, en especial en la Argentina, prefiere la república democrática. Si es así, las calidades del Estado y de la política son determinantes para satisfacer esa elección.

El Gobierno actual está acusado de autoritarismo con una campaña similar, que los radicales deberían recordar muy bien, a la que denostaba por la razón contraria, extrema debilidad, a la administración de Arturo Illia. En ambos casos, los argumentos hostiles fueron abonados por una mezcla de malicia y de conductas oficiales, y si bien con diferente sentido estaba de por medio la actitud hacia el peronismo. En el caso de Illia, la proscripción del justicialismo no sólo ubicaba a este movimiento en la vereda opuesta a la del gobierno sino también debilitaba la calidad de la representación democrática, ya que la mayoría del electorado quedaba excluida. Si bien Néstor Kirchner surgió de una fracción del peronismo, en porcentajes originales tan débiles como los de Illia pero sin proscriptos, debido a los éxitos económicos y su propia voluntad de construcción política, a la mitad de su mandato había superado esa mengua inicial hasta el punto de que hoy en día son pocos los que se atreverían a dudar de la posibilidad de su reelección a fines del próximo año. Pese a que su programa reformista trató de alejarse de la simbología tradicional del peronismo (la Marcha, el escudo, las constantes invocaciones a Perón y Evita, etc.), su personal concepción del poder está abonada por la cultura política peronista y tiende a formar un movimiento gregario con una conducción verticalizada, pero en las condiciones del siglo XXI, o sea cuando las fuerzas políticas procuran coaligarse en bloques multipartidarios (“concertación plural”), cuya distinción principal las separa entre conservadores y progresistas antes que por sus emblemas parciales.

La derecha conservadora no está acostumbrada a la competencia electoral ni a las prácticas partidarias, porque durante casi todo el siglo XX apeló a los llamados “factores de poder” para deshacerse de los contrarios. Las Fuerzas Armadas en bloque y algunas férreas alianzas episcopales le alcanzaban para hacer política, pero esos instrumentos ya no prestan la misma utilidad. Los militares perdieron prestigio social por su adhesión al terrorismo de Estado y por el fracaso guerrero en el Atlántico Sur, y la propia Iglesia, aunque no es aliada del Gobierno, está preocupada por temas de este siglo. El reciente estudio de cuatro comisiones episcopales sobre la injusta concentración de la propiedad de la tierra y el agua y su extranjerización, preocupación que parecía un exabrupto del secretario del Hábitat, Luis D’Elía, demuestra que existen espacios en la democracia, como la defensa de los recursos naturales y el derecho campesino y aborigen, que ponen distancias con la opinión más conservadora. Al mismo tiempo, los intentos de organizarse como fuerza político-electoral no pasan todavía de relativos avances distritales, sobre todo entre los porteños, pero sin un peso específico unificado en el ámbito nacional.

Obligada a determinar nuevos cursos de acción, la derecha está ensayando dos vías paralelas: una incentiva los sentimientos de inseguridad urbana en la población de los mayores centros poblacionales y otra trata de hacer pie en los grupos económicos sembrando miedo a la “inflación reprimida”, a la “crisis energética”, a los desbordes del ministro de Planificación Julio De Vido, a la brusca desaceleración del crecimiento económico, al “abuso” de los derechos laborales, al malhumor del Fondo Monetario Internacional (FMI) con la economía nacional y a las represalias gubernamentales, entre otras posibilidades inquietantes. Tragedias como la de Blumberg o la aparición de consignas antisemitas que no son novedad, todo es aprovechado para espesar los temores. En la reciente reunión de IDEA, el diputado Francisco De Narváez afirmó que “el miedo al Gobierno se apoderó de la dirigencia empresarial”, aunque no es el único en divulgar la sentencia. El razonamiento es circular y típico del rumor: Como hay miedo, nadie habla y por lo tanto no se pueden presentar evidencias ni testigos que confirmen el juicio lapidario. En IDEA lo negó el titular de Impsa, Enrique Pescarmona, pero otra vez: lo niega por miedo o quizá por codicia personal. La estrategia de la tensión es un clásico de la derecha extrema: George W. Bush aseguró ayer, en rueda de prensa, que si el Congreso no autoriza a los carceleros a violar las normas de la Convención de Ginebra sobre respeto a prisioneros políticos, Estados Unidos quedará expuesto al riesgo de nuevos atentados terroristas. Son falsas las oposiciones gobierno vs. orden o gobierno vs. caos, que en la más benigna de las interpretaciones son argucias electoralistas. Hoy en día, como siempre, el ciudadano sigue parado frente a las opciones verdaderas: libertad y justicia, que son la materia prima con la que se construyen futuros de bienestar general.

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