EL PAíS › QUE DICE EL CASO ALVAREZ SOBRE LA SOCIEDAD
El paso de Juan José Alvarez por la SIDE de la dictadura debería interpelar a una sociedad que no termina de asumir responsabilidades y ajustar cuentas con el tramo más oscuro de su historia. La respuesta general ante la revelación fue trivial y frívola y redundó en una polarización tanto periodística como política, que no da cuenta de las múltiples dimensiones del episodio ni ayuda a cortar los nexos de aquella SIDE con la del presente.
› Por Horacio Verbitsky
La revelación sobre el desempeño del diputado Juan José Alvarez en la SIDE durante la dictadura militar, a la que ingresó por recomendación del general Albano Harguindeguy, redundó en una polarización tanto política como periodística que no da cuenta de las múltiples dimensiones del caso.
La perspectiva del tiempo
La repercusión es comprensible. En Alemania, Günther Grass nunca ocultó sus simpatías juveniles por el nazismo y sin embargo su reciente autobiografía, con la confesión de que a los 17 años formó parte de una unidad de las SS, produjo una conmoción mundial, con consideraciones éticas y políticas que no abandonarán al escritor mientras viva. Alvarez se pregunta con amargura, como acaso lo haga también Grass, si es justo que aquél episodio, reprobable pero no criminal mientras no se demuestre lo contrario, desplace a un segundo plano todo aquello que uno y otro hicieron después. Cerca de Alvarez se señala que el general Carlos Alberto Martínez fue designado por Menem director de la Escuela de Inteligencia sin que a nadie se le moviera un pelo. Martínez era el jefe de la SIDE a quien Harguindeguy escribió su carta de recomendación y antes había sido jefe de inteligencia del Ejército. Son observaciones pertinentes pero sólo destacan la precariedad del conocimiento sobre los hechos y las personas de aquellos años y su reciclaje en democracia. No atenúan la gravedad de otras conductas. No hay forma de minimizar lo que significa haber trabajado en la SIDE durante la dictadura. El haberlo callado es sólo un agravante.
Günther Grass había llegado a encarnar la conciencia crítica de una generación que luego de la guerra guardó silencio por demasiado tiempo. Alvarez en cambio nunca manifestó haber simpatizado con la dictadura militar, aunque tampoco se caracterizó por cuestionarla. Toda su carrera política conocida se realizó después de diciembre de 1983, siempre dentro del partido justicialista. Como secretario de Seguridad durante la fugaz gestión de Adolfo Rodríguez Saá y como ministro de Justicia, Seguridad y Derechos humanos bajo la administración del ex senador Eduardo Duhalde, contribuyó a impedir que el colapso institucional de 2001-2003 derivara en una tragedia irreparable. Unico funcionario político en medio de una dotación policial y militar, permaneció dentro de la Casa Rosada mientras una multitud traspuso todas las vallas y llegó a treparse hasta las ventanas del frente, cuidando que no se disparara un solo tiro en la última semana de 2001. También inauguró la práctica que luego sistematizó y profundizó Kirchner, de que frente a las movilizaciones callejeras no hubiera policías con armas de fuego. Es posible que en uno y otro caso sea necesaria la perspectiva del tiempo, para que nada quede excluido del balance.
Muchos intelectuales alemanes reprocharon a Günther Grass no haber contado mucho antes su rol en el hitlerismo, pero un escritor judío lo defendió: a él, que sólo había sido víctima, también le llevó muchos años animarse a contar su historia. En la misma edición dominical de Página/12 que incluyó el legajo de Alvarez, el sobreviviente del Holocausto Jack Fuchs contó en un reportaje que durante cuarenta años no pudo hablar sobre su vida en el ghetto, los campos de concentración donde lo recluyeron y el exterminio de toda su familia. El lunes, Alvarez entregó el diploma de abogado a su hijo mayor. El muchacho le hizo la misma pregunta que otras personas que lo apreciaban: “¿Por qué yo no lo supe?” Es posible que el propio Alvarez no sepa la respuesta. Su reproche a este diario: no haberlo consultado con anterioridad a la publicación, para que él pudiera hablar antes con su familia. ¿No tuvo tiempo suficiente en los 25 años que mediaron entre su ingreso y la publicación de la historia? Varias veces ex compañeros de la SIDE intentaron extorsionarlo, para obtener beneficios o impedir sanciones. Tal vez su horizonte político se haya acortado pero Alvarez siente de todos modos un inesperado alivio. La cuestión se complejiza cuanto más se la piensa. De haber contado su secreto cuatro décadas antes, Gün-ther Grass no hubiera perdido nada de su reconocimiento literario y de su autoridad moral. ¿Pero alguien se imagina a un justicialista argentino haciendo carrera política luego de comunicar que Harguindeguy lo hizo entrar en la SIDE?
Trivialización
El caso dice más de la sociedad argentina y de su grave incapacidad de ajustar cuentas con un pasado sombrío que de la campaña electoral y los métodos de enmerdamiento del adversario que, como en todo el mundo, los competidores están dispuestos a emplear. Sus efectos en ese sentido están por verse. La campaña de Roberto Lavagna no florecía hasta el domingo pasado ni está en ruinas ahora, a pesar de la demoledora columna que le dedicó Alfredo Leuco en la portada de La Nación (es “un producto político liviano y diluido”, que “aparece atrapado sin salida” y “no logra despegar ni causar fuertes vientos de entusiasmo en la gente”). La decisión popular en octubre próximo no pasará por los antecedentes personales de un integrante de su equipo. Es razonable que para los políticos profesionales nada sea más importante que la pugna electoral y que consideren las pruebas sobre el desempeño de un adversario durante la dictadura apenas como armas arrojadizas cuya virtud se mide por el daño que puedan causar. Pero para un sector muy significativo de la sociedad, el conocimiento de la conducta en aquellos años de quienes ahora la representan o aspiran a hacerlo desde cargos electivos constituye un valor en sí, que no se subordina a ninguna instrumentación.
En la Alemania de posguerra el periodista Norbert Lebert entrevistó a los hijos de Martin Bormann, Hans Frank, Heinrich Himmler, Hermann Goering y otros estrechos colaboradores de Hitler. Cuarenta años después, su hijo, Stephan Lebert, volvió a entrevistarlos. El resultado es un libro estremecedor (Tú llevas mi nombre. La insoportable herencia de los hijos de los jerarcas nazis. Planeta, Barcelona, 2005), que da cuenta del esfuerzo de esa sociedad por comprender y superar su pasado. Ninguna obra similar fue posible en la Argentina, donde la década del 70 permanece como una incrustación calcificada en el cuerpo de la sociedad. Norman Frank, hijo del gobernador general de Polonia y organizador de Auschwitz, llegó a Buenos Aires en 1950. “Los nazis”, dijo, “me buscaban en la Argentina como una especie de santo, simplemente porque me había sentado en las rodillas del señor Hitler”. Volvió a Alemania, convertido en un decidido antifascista. No es seguro que le hubiera ocurrido lo mismo de permanecer en la Argentina, como ilustra la impresionante película de Carlos Echeverría Pacto de Silencio, sobre la condescendencia de la colectividad alemana de Bariloche con el criminal de guerra Erich Priebke.
Un compañero de bancada de Alvarez, Eduardo Camaño, trivializó los hechos, al comparar el caso con las funciones que durante la dictadura desempeñaron Alicia Kirchner en el gobierno de Santa Cruz y Felisa Miceli en el ministerio de Economía de la Nación cuando su titular era José Alfredo Martínez de Hoz. El ex presidente de la Cámara de Diputados pasó por alto que ambos fueron cargos desempeñados en forma pública, en áreas de la especialidad de ambas mujeres, y no en los servicios de informaciones vinculados con la represión abierta o clandestina de disidentes. Miceli consigna ese dato en su currículum oficial, que puede consultarse en la página electrónica del ministerio. La Constitución reformada en 1994 establece la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos de quienes hubieran realizado actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático y de quienes, como consecuencia de estos actos, usurparen funciones previstas para las autoridades de la Constitución nacional o de las provinciales. Aunque su aplicación sólo rige para el futuro, ese artículo 36 sirve como referencia para el pasado. No parece alcanzar a ninguno de los mencionados que, en todos los casos, ocuparon posiciones menores y de tipo técnico.
Quien tenga interés histórico y sociológico por conocer el alcance de la interacción entre el último gobierno militar y los partidos políticos tradicionales encontrará provecho en un artículo publicado el 25 de marzo de 1979 por el diario La Nación con el título “La participación civil”. Citaba un estudio de 1.697 municipios realizado por los servicios de inteligencia del Estado. La mitad de sus comisionados municipales eran dirigentes partidarios, según este detalle:
En ese sentido está claro que ninguna colectividad partidaria está en condiciones de arrojar piedras sobre los techos ajenos. Los comunistas no tuvieron intendentes pero en 1981 celebraron la designación de Roberto Viola con su foto en uniforme de gala en la tapa de su principal revista. En la misma banalización de hechos graves incurrió la diputada Elisa Carrió, para quien las revelaciones sobre Alvarez constituyen “una campaña sucia que se parece mucho a la que usaban los nazis para exterminar a judíos y opositores” (sic). A su vez el dirigente kirchnerista de Libres del Sur Humberto Tumini acusó a Carrió de haber sido fiscal de Estado en el Chaco durante la dictadura. Tampoco es cierto: allí tuvo su primer empleo, como abogada junior recién recibida, sin ningún vínculo con la represión. También se mencionó como agente de la SIDE al actual jefe de gobierno de la Ciudad autónoma de Buenos Aires, Jorge Telerman. Faltaría decir que eso ocurrió muchos años después de terminada la dictadura y en la embajada argentina en Washington, sobre temas ajenos a la política local. No todo es lo mismo y la diferenciación es una imprescindible práctica democrática.
Leguleyerías
De hecho, mientras hay algo más de dos centenares de detenidos por haber actuado en secuestros, torturas y asesinatos, no ocurre lo mismo con quienes ocuparon cargos vinculados con la administración de los negocios públicos, incluso cuando fueron militares que ocuparon intervenciones federales en las provincias. Del diputado Alvarez sólo se sabe que ocupó un cargo en la SIDE entre 1981 y 1984. Sus declaraciones públicas afirman que apenas fue un empleado administrativo de ínfimo nivel, pero los cursos de inteligencia y contrainteligencia, subversión, contrasubversión y técnicas de trabajo que tomó, y la calificación como excelente analista de sus superiores, no se compadecen con esa imagen autocomplaciente. En diálogos privados, Alvarez dijo que su arma en la SIDE era la tijera de recortar diarios. Cuando le preguntaron por qué no había hecho público ese antecedente, Alvarez dijo que se lo prohibía la ley de inteligencia 25.520/01. Eso es discutible. El secreto y la confidencialidad, tal como los describe su artículo 10, están concebidos para proteger “los intereses fundamentales y objetivos vitales de la Nación”. El artículo 16 dice que el personal y los datos de inteligencia serán preservados “en interés de la seguridad interior, la defensa nacional y las relaciones exteriores de la Nación” y que el acceso a esa información será autorizado por el presidente de la Nación o el funcionario en quien lo delegue. Lo mismo dice el artículo 222 del Código Penal al que remite la ley de inteligencia: reprime la revelación de “secretos políticos o militares concernientes a la seguridad, a los medios de defensa o a las relaciones exteriores de la Nación”. El estatuto del personal de la Secretaría de Inteligencia (decreto 1088/03) incluye entre las faltas graves dar a conocer la condición de agente “sin causa que lo justifique” (artículo 100, inciso 11).
Pasadas dos décadas e iniciada una carrera política, la información pública sobre aquel antecedente hubiera tenido una causa bien justificada, cualquier presidente al que se le hubiera pedido autorización la habría concedido y no se ve en qué puede afectar esa información la seguridad, la defensa, las relaciones exteriores o los intereses fundamentales y objetivos vitales de la Nación. Distinto fue el caso en Estados Unidos, donde la identidad de la agente Valerie Plame fue divulgada en 2003 por funcionarios del gobierno, en represalia contra el embajador Joseph Wilson (quien investigó que no era cierto que Saddam Hussein estuviera tratando de adquirir materiales nucleares en Nigeria como sostenía el gobierno).
Quién y por qué
Alvarez y en general todos los grupos opositores dan por sentado que la difusión fue un acto del gobierno. Es obvio que se trata del principal sospechoso. Sin embargo, fuentes oficiales sugieren que los secretarios de inteligencia de los anteriores gobiernos se llevaron copia de muchos legajos, como forma de autodefensa. También dicen que durante la gestión de Fernando de Santibañes se privatizó la informatización de esos legajos, lo cual podría ser el origen de la filtración. Otra alternativa que se insinúa desde despachos oficiales es la de una venganza de cuadros policiales, de la bonaerense o la Federal, que tienen acceso a los legajos. Una buena historia de detectives requeriría también una motivación, que a este caso le falta: ¿Qué razones tendrían Juan Bautista Yofre, Hugo Anzorreguy, De Santibañes, Carlos Becerra o Miguel Toma, para salpicar a Alvarez, si todos ellos ven en la coalición que trata de armar Lavagna la única esperanza de librarse del abominado Kirchner? La hipótesis de la represalia policial parece de una baja probabilidad.
Quienes atribuyen al gobierno haber filtrado el legajo consideran que la violación del secreto es un delito. Incluso se abrió una causa judicial para investigarlo, tal como ocurrió en Estados Unidos con el caso de Valerie Plame, aunque allí se trata de una agente actual que realiza tareas valoradas dentro de un marco constitucional y Alvarez lo fue hace un cuarto de siglo, durante un gobierno que atropelló todo marco normativo. Hasta ahora sólo el CELS intentó una mirada más abarcativa, que no se quedara en el caso individual. Como Alvarez no es el único caso, que una sociedad virtuosa deba apresurarse a lapidar, el organismo reclamó que el gobierno informara sobre los agentes ingresados durante la dictadura y que garantizara una evaluación seria de los legajos de aquellos que siguen en actividad. En las dos décadas largas transcurridas desde la finalización de la dictadura, la sospecha de vinculación con hechos criminales ha seguido a la Secretaría: la rotura de las vidrieras de Modart en el acto de la CGT de 1988, el encubrimiento del atentado a la mutual judía de Buenos Aires en 1994, los asesinatos en la estación Avellaneda en junio de 2002, las intercepciones de teléfonos y correos electrónicos de periodistas, políticos y funcionarios de los tres poderes, la filmación de funcionarios en prostíbulos, el pago de sobresueldos a jueces y ministros, el armado de presuntas operaciones de captura de embarques de cocaína, la compra de votos en el Senado para la sanción de la ley de precarización laboral.
El libro publicado este año por el periodista Gerardo Young, SIDE. La Argentina secreta, contiene algunos datos inquietantes sobre la continuidad en el organismo de agentes que fueron personas de confianza de los generales Carlos Martínez y Otto Paladino, y cuyos legajos habrían sido depurados en 1984. Según Young no tienen cargos menores: Horacio Antonio Stiuso, alias Aldo Stiles o Jaime, sería el actual director general de Operaciones, tercero en la línea de mando debajo del jefe de la SIDE y del subsecretario de Inteligencia; Horacio Germán García, alias Garnica, director de Contrainteligencia y Roberto Saller, alias Gordo Miguel o Roberto Silo o Cilo, agente operativo de contrainteligencia, a cargo de investigaciones sobre secuestros extorsivos.
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