Dom 17.09.2006

EL PAíS  › UNA ESCENA EN EL APOSTADERO NAVAL DE ENSENADA

“Es un cobarde, un hijo de puta”

Filmando un documental, la hija de desaparecidos Victoria Donda llegó a la vieja sede del Liceo Naval platense, donde estudió su padre. Ahí está detenido por crímenes de lesa humanidad su tío, el oficial de la Armada Adolfo Donda Tigel, que en los años duros “trabajó” en la ESMA. Victoria pidió verlo y el represor la desconoció, pese a que sabe de los análisis genéticos que prueban que es la hija de su hermano.

› Por Martín Piqué

La lancha de madera y vidrio avanza por el medio del río Santiago. El timonel lleva el nuevo uniforme de la Armada y conoce de memoria el camino hasta el apostadero naval Almirante Brown. Aunque el marinero no se guía por los astros, el surco que va dejando el barco –igualito a los que transportan pasajeros en el Tigre– forma un callejón imaginario que divide todo en dos. A la derecha, en el este, las luces anaranjadas de un perfecto amanecer de invierno. A la izquierda, sombras que cubren de un azul brumoso la costa de Ensenada. El trayecto es mínimo. Hay que cruzar el cauce de este afluente del río de la Plata. Son unos cien metros de agua turbia que separan las tres gigantescas grúas del Astillero Río Santiago y la chatarra apilada a su alrededor (las grúas se mueven despacio, hay un buque en reparación. La imagen parece una postal ajada de la Argentina industrial y alguna vez peronista) de la franja verde que ya se vislumbra del otro lado del río. Es la costa de lo que fue el Liceo Naval de La Plata.

Victoria Donda está sentada sobre uno de los bancos de madera vieja barnizada. Apoya la cabeza contra la ventana de babor y parpadea por el brillo que cruza de derecha a izquierda el interior del barco. Un camarógrafo aprovecha el contraluz para filmar desde un bote a motor que navega al costado. Victoria está callada. Quienes la conocen dicen que eso no es muy común. Quizás el silencio tiene que ver con la presencia de los dos camarógrafos, el director, el sonidista, la productora, el periodista y el fotógrafo que la acompañan. Están grabando el documental Familia de sangre, que relata la historia de Victoria. Hija de dos desaparecidos, José María Laureano Donda y María Hilda Pérez, nacida en la ESMA y criada por un represor, su biografía esconde un capítulo terrible que involucra a su familia paterna y parece salido de la telenovela Montecristo. Su tío es el ex jefe de Operaciones de la ESMA, Adolfo Donda Tigel, acusado de 62 delitos de lesa humanidad. Que está preso en el apostadero naval, justo en la isla de enfrente que cada vez se ve más cerca.

“Yo no puedo ver Montecristo. Además me contaron que hay un personaje con mi nombre”, cuenta Victoria. No es mucho lo que dice mientras el barco avanza hacia la costa. Prefiere escuchar. Sus acompañantes hacen de guías, intercalan comentarios nostálgicos sobre las rutinas del secundario. Gustavo Bobbio tiene 52 años, es psicólogo, abogado y profesor de la UBA. Daniel Ortiz tiene 42 y también es abogado; en los últimos años le agregó a su currículum los títulos de actor y escritor. Los dos son ex alumnos del Liceo Naval de La Plata, pero Bobbio además fue compañero de promoción del padre de Victoria. Como José María, terminó el secundario en 1972. Un año agitado. La lancha avanza muy despacio hacia el noreste. Los cineastas están haciendo imágenes. “Si baja más la velocidad pierde capacidad de maniobra”, les advierte el capitán Guillermo Taján, el oficial de la Armada que hace de guía.

A medida que el barco se acerca a destino, Bobbio y Ortiz van compartiendo más recuerdos. Parece que la estuvieran preparando a Victoria para lo que le espera en tierra. Conocerá el colegio en el que estudió su padre –quien estaba en la clandestinidad cuando ella nació en la ESMA y nunca la pudo conocer– pero también pisará la base en la que está detenido su tío. Victoria nunca lo llama así. Se refiere a él como “Donda” o “Donda Tigel”. Nunca lo vio en su vida. Aunque no lo dice, quienes viajan con ella se imaginan que está pensando si quiere verlo o no. “Este era un lugar de contrastes. Tenías una excelente educación y había muy buenos profesores, muchos con espíritu democrático. Del otro lado, la formación militar te enseñaba a obedecer. Era útil para el combate pero afuera eras un inadaptado”, recuerda Bobbio. Victoria lo escucha ensimismada, sin hacer ningún gesto.

La ropa sucia

Ortiz no tiene el estereotipo del abogado. Lleva el pelo largo y un anillo de estilo roquero –que bien podría usar un cantante de glam metal californiano– en el dedo mayor de su mano derecha. “Nosotros somos ex liceanos, no ex liceístas”, aclara con la suficiencia del iniciado. El detalle los diferencia de los ex alumnos del Liceo Militar. Cuando el contorno de la cocina y el comedor del Liceo Naval aparece a unos metros, suelta un comentario que genera un prolongado silencio. “Apenas ingresábamos al colegio, los de primer año pasábamos tres días de reclutamiento con quince alumnos de quinto. Una de las primeras actividades era formar a la noche en la plaza de armas y gritar fuerte una consigna: ‘La ropa sucia se lava en casa’. Lo debíamos repetir varias veces”, recuerda. Nadie dice nada. Aunque se cruzan algunas miradas.

El guía de la Armada está atento a todo. En un momento, cuando desde la ventana de babor se ve una postal magnífica del Astillero Río Santiago que empieza a brillar bajo el sol, hace un gesto con la cara. “Ahí estaba el Santísima Trinidad cuando le pusieron la bomba”, comenta sin inocencia. No dice a quiénes se refiere pero tampoco hace falta. En 1975 Montoneros puso una carga explosiva en el casco del buque misilístico ARA Santísima Trinidad. El atentado produjo daños y demoró su terminación. La lancha llega a la orilla del apostadero naval. Pasa al costado de una garita de guardia, que está en una saliente de la base, y se detiene en un pequeño muelle ubicado detrás de lo que era la cocina del Liceo Naval. “Es una ciudad fantasma”, comenta Victoria. El deterioro del edificio es evidente: vidrios rotos, techos con maderas que se caen o están dobladas por la humedad. Tras la mudanza del colegio a la Capital, en 2002, la mayor parte de las instalaciones quedaron desocupadas.

Los pasajeros bajan a tierra. Victoria es saludada con mucha cortesía, la tratan con caballerosidad. “Se nota que a mi papá le gustaba el agua”, comenta. Victoria se separa por un instante de los demás; está reconociendo el lugar. Quizás está pensando en dónde estará detenido su tío. Eso debe pensar Bobbio, quien aprovecha que ella no escucha para opinar sobre Adolfo Donda Tigel. “El peor monstruo que te podés imaginar”, lo define, cuando alguien menciona el apellido del ex jefe de Operaciones de la ESMA. Los acompañantes de Victoria están tratando de adivinar en qué edificio estará detenido.

Victoria comienza a recorrer los edificios del Liceo. La siguen los dos camarógrafos, el sonidista y el director. Entra en el comedor y se entera de que allí se jugaba mucho al tute cabrero. Camina por los pasillos y observa las dimensiones del patio techado, donde se hacía ejercicio cuando había mal clima. Se detiene un rato largo en el patio de armas, ubicado a la derecha de los edificios. Tiene un mástil con una bandera y una batería antiaérea de la Segunda Guerra. Son metros y metros de una capa asfáltica bastante áspera que solía usarse para jugar al básquet. “¿Sabés lo que era hacer cuerpo a tierra en este piso, con charcos y piedras?”, cuenta Ortiz. La caminata sigue hasta la garita de observación, en la parte más saliente de la isla. Al lado del puesto hay una bita, un pilar de cemento que sirve para amarrar los botes. “Acá veníamos a fumar y a hablar con uno o dos amigos. Los que eran religiosos se quedaban donde estaba la Virgen (al fondo del patio hay una imagen de Stella Maris, patrona de los marineros), pero tu padre no era creyente. Y le gustaba mucho fumar, así que venía acá. Aunque estaba prohibido, los oficiales hacían la vista gorda”, recuerda Bobbio. “¿Hacía deportes?” interrumpe Victoria, mirando al río. Está pasando un barco rojo de competición con dos remeros, esos que aparecen en las competencias entre Oxford y Cambridge en el río Támesis. “No mucho –se ríe el compañero de su padre–. Su único deporte era fumar.”

El diálogo continúa cuando el director del documental, Adrián Jaime, pregunta por el clima político que se vivía en 1972, cuando Bobbio y el padre de Victoria estaban en el último año del Liceo. Es una pregunta inducida para que el abogado y docente de la UBA hable de los fusilamientos de Trelew. Sin embargo, Bobbio mira a Victoria y sorprende con otra anécdota: “En octubre de 1972 hubo una revuelta general de la promoción. Durante dos días no hubo clases y fue un escándalo. Todo comenzó una noche, cuando a tu padre y a otros dos los cascan de una manera cobarde. Los golpean por ser peronistas. Al día siguiente tenían la cara llena de moretones, pero no quisieron decir quiénes habían sido. No quisimos entrar a clase y exigimos que se aclarara qué había pasado. Nos sometieron al Comité de Disciplina y bajo amenaza de echarnos del colegio nos hicieron un interrogatorio. La pregunta era ‘¿considera usted que en el Liceo tiene compañeros subversivos?’ Nuestros padres se quejaron.”

Lazos de sangre

El paseo por el apostadero naval está cerca de terminar. Faltan pocas imágenes, los camarógrafos están concentrados en los planos fijos. Todo comenzó a las siete de la mañana y ya son las 11.30. Hace tres horas, Victoria le transmitió al capitán Taján que quería ver a su tío. “Quiero preguntarle qué sabe de mi padre y de mi madre”, explicó en ese momento a Página/12. El oficial de la Armada se excusó en los procedimientos. “Para recibir visitas, Donda tiene que recibir primero un pedido formal por escrito. Y después tiene que dar su aceptación. Así lo determina el juez”, contestó a la hija de Pato y Cori, los dos militantes de la JP desaparecidos en 1976 y 1977. Pero Victoria no se da por vencida. Cuando falta poco para que la filmación se complete, y con ella la recorrida por la base naval, pide permiso para ir al baño. Los sanitarios están cerca de la casa del director del apostadero, una vivienda de dos plantas que tiene antena satelital de Direct TV y un jardín muy cuidado con arbustos, bancos de cemento y una estatua.

En la imaginación de todos, en esa casa vive Donda Tigel. Cuando está yendo para el baño, Victoria encara directo hacia el capitán Juan Martín Poggi, un hombre de unos cincuenta años, vestido de traje y corbata, que ha seguido con indisimulable atención los movimientos de los visitantes. En una ocasión, mientras hablaba por el celular, debió bajar la voz porque otro camarada de la Armada le advirtió con una seña que los acompañantes de Victoria podían escuchar. A él se dirige Victoria y en sus movimientos se le nota una convicción difícil de contradecir. “Dígale a Donda que es la última vez que vengo a este lugar. Y que quiero hablar con él, necesito hablar con él”, dice. Poggi acepta transmitir el pedido. Y pide tiempo para ir a hablar con el preso.

Aunque se disimula con las últimas tareas del rodaje, los acompañantes de Victoria están pensando si el ex jefe de Inteligencia de la ESMA aceptará o no hablar por primera vez con su sobrina, la segunda hija de su hermano José María. Para hacer catarsis o contener la tensión, los visitantes hacen apuestas. Se habla de un asado. La mayoría coincide en que Donda no querrá conocer a la joven que según el Banco Nacional de Datos Genéticos tiene un 99,9999 por ciento de compatibilidad genética con las familias Donda-Pérez. Poggi regresa menos de una hora después. Se muestra muy cortés y amable. Pide a Victoria que se acerque para hablar a solas. “Hablé con Adolfo (sic) y me dijo que vos no sos pariente de él. Que a él nadie le certificó que vos sos familiar suyo”, le dice sin disimular su nerviosismo. Victoria se quiebra. “¿Cómo? ¿No sabe que en el expediente está probado que tengo un 99,9999 por ciento de compatibilidad con su sangre? Todavía no me explicó qué pasó con mis padres”, contesta a los gritos. “Es un cobarde, un hijo de puta.”

Antes de dejar el apostadero, el capitán de navío le promete a Victoria que intentará mediar ante su tío para que se puedan encontrar en otro lugar, en otras circunstancias. Un detalle menor: en la condena por 62 delitos de lesa humanidad, la Justicia le concedió a Donda Tigel –como a otros represores– el beneficio de no estar preso en una cárcel común. Pero se supone que no puede salir de su lugar de detención.

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