EL PAíS › RATZINGER, BUSH Y EL DIALOGO DE LAS CULTURAS
Bajo la guía de Juan Pablo II, la Iglesia apoyó a Bush por su posición en contra del aborto, la eutanasia, la manipulación genética y el casamiento homosexual. Pero también se opuso a la guerra preventiva y unilateral contra Irak y vaticinó las gravísimas consecuencias que hoy son evidentes. Benedicto XVI mantiene el primer aspecto de esa política pero parece haber abandonado el segundo, para adoptar una visión eurocéntrica coherente con una teología del imperio.
› Por Horacio Verbitsky
La crítica teológica de Benedicto XVI al Islam como una fe incompatible con la razón y que se propaga por la violencia no fue un espejismo originado en una interpretación apresurada de un discurso complejo, pronunciado el 12 de septiembre en la universidad de Ratisbona, de la que fue profesor. Joseph Ratzinger leyó su discurso al día siguiente del quinto aniversario del ataque de Al Qaeda a Washington y Nueva York. Su texto completo muestra que el diálogo entre un emperador bizantino y un interlocutor persa del siglo XIV sobre el cristianismo y el Islam le sirvió para desarrollar un pensamiento sobre fe y razón en el que no hay nada que refute o contradiga las afirmaciones del escándalo, sino todo lo contrario. El papa utilizó esa reflexión para celebrar el encuentro entre la fe bíblica y la cultura griega, que permitió que el cristianismo originado en Oriente adquiriera su “carácter definitivo” en Europa, donde sumó la herencia romana. Quienes no admiten esa síntesis, como el persa que defendió al Islam en aquel diálogo que ocurrió en Ankara en 1391, pueden llegar a concebir “la imagen de un Dios caprichoso, que ni siquiera está ligado a la verdad y la bondad”, sostuvo. Ratzinger reivindicó en su discurso la helenización, como “parte integral de la fe cristiana” y confrontó así en forma implícita con otras visiones no eurocéntricas. Es posible, pero improbable, que Ratzinger no haya medido las consecuencias de sus palabras. El lugar y la fecha en que las pronunció revelan más deliberación que azar. En cualquier caso, implican una toma de posición ante los conflictos globales que lo acercan a las del gobierno de los Estados Unidos y lo alejan de las de Juan Pablo II, quien mantuvo en los últimos años de su vida un delicado equilibrio entre sus roles espiritual y político.
Una teología imperial
Después de los ataques de 2001 contra las Torres Gemelas y el Pentágono, el presidente George W. Bush dijo que se proponía encabezar una “cruzada” contra el terrorismo. Cuando le explicaron que esta cita evocaba las brutales invasiones de los cruzados medievales, Bush dejó de ser tan explícito, comenzó a encomiar al Islam como una religión de paz e incluso invitó a la Casa Blanca a clérigos musulmanes en la festividad del Ramadán. Pero nunca dejó de insistir en que “Dios no es neutral”.
En febrero de 2002, su entonces ministro de Justicia, John Ashcroft explicó que el Islam es una religión “en la que Dios te pide que mandes a tu hijo a morir por él, mientras el cristianismo es una fe en la que Dios manda a su hijo a morir por vos”. Y en agosto de 2004 el general William Boykin, designado por el Pentágono al frente de las operaciones de inteligencia destinadas a capturar o eliminar a Osama Bin Laden, dijo que Dios había llevado a Bush a la Casa Blanca y que el inspirador del terrorismo era Satanás, porque “quiere destruirnos como Ejército cristiano”. Al relatar un enfrentamiento que tuvo en 1993 con un Señor de la Guerra de Somalia, Boykin dijo que “yo sabía que mi Dios era más grande que el suyo, que mi Dios era un Dios real y el suyo era un ídolo”. Veterano de la supersecreta Fuerza Delta, Boykin es feligrés de la Iglesia de los cristianos renacidos, la misma de Bush.
Los tradicionales recelos entre cristianos y judíos comenzaron a desvanecerse en el nuevo contexto mundial. Para el profesor de la Universidad de Bologna Tiziano Bonazzi, la afirmación nacional estadounidense incluye la idea de Estados Unidos como un nuevo Israel, cuyo pueblo tiene un pacto con Dios y cumple una misión divina. La alianza de Estados Unidos con Israel se originó en razones geopolíticas y económicas, pero en los últimos años se ha hecho evidente también su componente simbólico. Al mismo tiempo que las posiciones moderadas o progresistas perdían terreno en el gobierno de Israel y las opciones electorales se reducían a la derecha de Ariel Sharon y Ehud Olmert y la ultraderecha de Benjamin Netanyahu, en Estados Unidos ganaban espacio movimientos fundamentalistas, como la Alianza de Judíos y Cristianos de Gary Bauer, o la del pastor texano John Hagee, que se asignan la doble tarea de defender a Israel y los valores tradicionales y profundos del puritanismo norteamericano. Un pueblo elegido por Dios se siente obligado a hacer el bien en cualquier rincón de la tierra pero si se trata de Estados Unidos puede convencerse de que tanto da enviar misioneros que misiles. Según el director de la revista evangélica Sojourners, Jim Wallis, existe una teología imperial que tiende a identificar a Estados Unidos con una inmensa Iglesia.
Fundamentalismos
Nadie entendió más rápido que la Iglesia Católica los riesgos de esta visión. El 12 de setiembre de 2001, el papa Juan Pablo II expresó sus condolencias al pueblo estadounidense pero también imploró que no prevaleciera la espiral del odio y de la violencia. El obispo de Terni, Vincenzo Paglia (fundador de la comunidad de San Egidio, que actúa como una cancillería paralela del Vaticano) sostuvo que “una identificación simplificada entre un cierto Occidente y el cristianismo representa una operación no sólo ilícita, sino también peligrosa. Resultaría en una especie de fundamentalismo cristiano, contrapuesto al islámico”. El anciano y enfermo pontífice polaco condujo con pulso firme una sutil operación política. Por un lado, reconoció el derecho norteamericano a golpear al terrorismo internacional y a sus aliados o protectores, pero al mismo tiempo hizo saber que no bendecía la doctrina de la guerra preventiva, ni el unilateralismo ni el destino manifiesto americano. Con pocos días de diferencia, el secretario de Relaciones Exteriores, cardenal Jean-Louis Tauran advirtió que una intervención armada unilateral, sin mandato de las Naciones Unidas, “sería una guerra de agresión y en consecuencia un crimen contra la humanidad”.
De Massera a Bush
En marzo de 2003, Juan Pablo II hizo el último esfuerzo por impedir ese crimen, con la misión que encomendó a Pío Laghi ante Bush. Luego de su vidrioso desempeño como Nuncio en la Argentina, Laghi fue destinado a Estados Unidos. Su tarea consistió en coordinar con el presidente Ronald Reagan la actividad política y religiosa encaminada a concluir con el gobierno comunista de Polonia y con el sandinismo en Nicaragua. La tarea de Laghi se facilitó por una acumulación inusual de católicos en posiciones prominentes en el establishment de Relaciones Exteriores, Seguridad Nacional e Inteligencia: el secretario de Estado Alexander Haigh, su segundo William Clark, el jefe y subjefe de la CIA, William Casey y Vernon Walters. Walters y Casey pasaron al Vaticano datos de inteligencia basados en conversaciones telefónicas de sacerdotes y obispos de Nicaragua y El Salvador enrolados en la teología de la liberación. El gobierno de los Estados Unidos envió por entonces pagos secretos a los sacerdotes opuestos a esa línea y, por deferencia hacia el Papa, suspendió remesas por millones de dólares para programas de “planificación familiar” en todo el mundo, como surge de los documentos desclasificados y de las entrevistas realizadas por Carl Bernstein y Marco Politi para el libro Su Santidad. Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo.
Laghi cultivó con el vicepresidente George Bush una relación al estilo de la que mantuvo aquí con el ex almirante Emilio Massera. Un día antes de la llegada de Laghi la asesora de seguridad nacional Condoleeza Rice se reunió con cuatro cardenales estadounidenses a quienes les transmitió su perplejidad con una pregunta: “¿A qué viene Laghi?”. Luego de algunas zalamerías diplomáticas los cardenales advirtieron sobre los peligrosos escenarios de posguerra. Según la transcripción del periodista italiano Massimo Franco en su libro publicado este año Imperi paralleli. Vaticano e Stati Uniti, due secoli di alleanza e conflitto, los cardenales enumeraron las posibles devastadoras consecuencias no buscadas: una explosión de todo el Medio Oriente, un incendio en el mundo musulmán capaz de agravar la situación en Tierra Santa y provocar represalias islámicas contra los cristianos en todo el mundo. El 5 de marzo Laghi encontró la misma intransigencia en Rice y en el propio W. Bush, quienes insistieron en que Saddam era un cáncer y que lo extirparían antes de que diera metástasis. Laghi respondió que el conflicto árabe-israelí ya era la metástasis. Estados Unidos debería dedicar todos sus esfuerzos a ese conflicto, en vez de poner en tensión a todo el mundo musulmán con el envío de sus tropas al desierto iraquí. Como Estados Unidos y Gran Bretaña eran percibidos como países cristianos, el ataque rompería los puentes con los musulmanes, dijo. “Los reconstruiremos más fuertes y sólidos”, replicó Bush. Laghi trató de explicar que cualquier acción militar sería interpretada como una operación neocolonial o, aún peor, una nueva cruzada, esta vez no para liberar el Santo Sepulcro sino por intereses geopolíticos y económicos. El temor del Vaticano era que en vez de reforzar sus posiciones, Estados Unidos e Israel se estuvieran autodestruyendo con su política en la región y que sin proponérselo ni darse cuenta, estuvieran por arrastrar a todo Occidente a una guerra con el mundo árabe-musulmán. Para Juan Pablo la irresuelta cuestión israelí-palestina era “la madre de toda las crisis en Medio Oriente” y la comunidad internacional debería ayudar a las partes a retomar la negociación y el diálogo.
Bush y Laghi se interrumpieron recíprocamente con irritación varias veces. Cuando el presidente explicaba las razones de la guerra, el cardenal le dijo que no había venido sólo para escuchar. Pero cuando Laghi planteó las objeciones morales del Vaticano a la guerra preventiva y trató de describir el pavoroso escenario posible en toda la región después del ataque fue Bush quien no lo dejó continuar. Bush explicó que Saddam daba entrenamiento a los terroristas de Al Qaeda y que poseía armas de destrucción masiva y se proponía usarlas.
–¿Está seguro, tiene pruebas? preguntó Laghi. Bush no tenía dudas, porque decía que Dios estaba con él y para probarlo recitaba versículos de la Biblia, narró luego Laghi en un seminario organizado por la revista Il Regno. Bush “se comportaba como si siguiera la inspiración divina y de verdad parecía pensar en una guerra del bien contra el mal”. Cuando Laghi se iba de la Casa Blanca, lo acompañó hasta la calle el entonces subjefe del Estado Mayor Conjunto, el general ítaloamericano Peter Pace:
–Eminencia no se preocupe. Lo haremos todo rápido –le dijo, sin hacer honor a su nombre.
Pocos días después, durante un encuentro con el Episcopado de Indonesia (el país con mayor población musulmana del mundo) el papa Wojtyla instó a impedir que “una tragedia humana resulte en una catástrofe religiosa” y a que no se permitiera que la guerra dividiera a las religiones del mundo.
El panorama que temía el Vaticano estaba explicado en un artículo del jesuita egipcio Samir Khalil Samir, uno de los mayores expertos en teología cristiana y musulmana, publicado en La Civiltá Cattolica. Las comunidades cristianas en el mundo árabe no dejaban de reducirse y desde la creación de Israel habían comenzado a pensar que no tendrían otro camino que el exilio, como ya había ocurrido con las minorías judías en esos países. Los cristianos siempre actuaron como mediadores culturales entre el mundo árabe y Occidente, lo cual implicaba convivencia, contaminación positiva e intercambios. Si todo ello volara por los aires y la Iglesia católica fuera confundida con aquellos que buscaban exportar la democracia la situación se agravaría. Las posiciones entre el Vaticano y la Casa Blanca eran inconciliables. Mientras el cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia Episcopal italiana, sostenía que estaban tocando a su fin dos siglos de predominio incontestable de Occidente y que era posible orientar la evolución posterior hacia la coexistencia y la colaboración, “acompañar el fin de la hegemonía occidental, de modo que lo mejor de nuestra civilización sea aceptado y hecho propio por los no occidentales”, el predicador evangelista Franklin Graham, amigo personal de Bush, inició una cruzada de conversiones en Irak tras la huella de los blindados militares. Para Graham, el cristianismo y el Islam eran tan distintos como la luz y las tinieblas. Su fundación La Bolsa del Samaritano recibió aportes del gobierno estadounidense. El arzobispo de Bagdad Juean Sleiman se quejó. Los evangelistas distribuían ayuda en nombre del binomio democracia-religión cristiana. “Piensan convertir a los musulmanes, cosa que los cristianos no han podido hacer en 2000 años”.
Sudacas no
Aunque Ratzinger acompañó la oposición de Wojtyla al ataque unilateral contra Irak, en setiembre de 2004 fundamentó su oposición al ingreso de Turquía a la Unión Europea, porque “histórica y culturalmente tiene pocas cosas en común con Europa”. En noviembre Juan Pablo II y Ratzinger apoyaron la reelección de Bush, con quien compartían los mismos valores morales en contra del aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la eutanasia, la manipulación genética o la investigación con células madre. La delegación estadounidense que asistió a los funerales de Wojtyla fue impactante. La integraron tres presidentes (Clinton y los Bush, padre e hijo) que además de despedir al rey muerto se interesaron por el rey puesto en su lugar. El jesuita californiano Thomas Reese, consignó en el periódico America los rumores según los cuales el gobierno de Bush no quería que fuera elegido un sudamericano. Los candidatos mencionados entonces eran dos brasileños, un mexicano, un hondureño y el argentino Jorge Bergoglio, que cubrían todo el espectro ideológico. El temor estadounidense era que un Papa latinoamericano resultase crítico de las multinacionales y del capitalismo globalizado. “Por lo menos con Ratzinger este peligro fue evitado”, dijo el analista del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales Edward Luttwak. A su coronación asistió el hermano presidencial Jeb Bush, convertido al catolicismo. Para Luttwak, el fenómeno de Juan Pablo II es irrepetible y con Ratzinger comenzó el “retorno a la realidad”. El Vaticano seguirá coincidiendo con Bush en la cuestión de los valores, pero dejará de oponerse a sus iniciativas estratégicas.
La viga en el ojo
En junio de 2005 el Foro Islámico para el Diálogo Interreligioso sostuvo que el nuevo Papa se inclinaba demasiado en favor de Israel. Oriana Fallaci, que atravesaba los últimos tramos de su enfermedad poseída de un ánimo beligerante, escribió que desde la designación de Ratzinger se sentía menos sola, porque no lo sentía tan “débil” como Wojtyla en relación con el mundo islámico. Hace un año, cuando ocurrieron los atentados en los transportes de Londres, el primer borrador del telegrama papal de condolencias los definía como “anticristianos”, imprudencia que fue eliminada en la versión definitiva, según informó Pierluiggi Battista en el Corriere della Sera. El presbítero Eduardo de la Serna, coordinador del movimiento argentino Carlos Mugica, de sacerdotes en opción por los pobres, no cree “o no quiero creer”, aclara, que el Papa haya querido agraviar al Islam, pero opina que en su conferencia se coló “el des-precio o menos-precio de los alemanes por los albañiles y barrenderos turcos, o el de los europeos por los musulmanes”. De la Serna también se pregunta si “la acertada cercanía vaticana con el judaísmo, iniciada por Juan Pablo II y continuada por Benedicto XVI, es motivada por el diálogo, el respeto, el dolor por las responsabilidades del pasado, la comprensión de todo lo que ‘tenemos en común’ o es una estrategia política frente a un ‘enemigo común’”. A su juicio si el Papa quiso cuestionar que a veces se utilizara la religión para la violencia, “¿no era más lógico empezar preguntándose por ejemplos cristianos, y no recurrir a un diálogo del 1300? ¿No es Bush un buen ejemplo de violencia en nombre de Dios, y desde una mirada cristiana? ¿No es bueno mirar primero la viga en el ojo propio antes que la paja en el ojo ajeno?” Lo que se espera de un Papa, dice De la Serna, no es que dé conferencias sino que sea pastor, que no sea europeo sino universal, es decir católico y por lo tanto “de Occidente y de Oriente y de América Latina”. Si han de matar a cristianos por los dichos del Papa, concluye, “¿no sería preferible que los asesinos sean los genocidas, los nuevos emperadores del mundo y no las víctimas de la intolerancia y la explotación?”.
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