EL PAíS › OPINION
› Por Eduardo Aliverti
Al columnista le parece que ninguna noticia, de los últimos días, tiene altura como para elevarse por encima del informe oficial sobre la cantidad (no la calidad, cuidado) de argentinos pobres. Ni la campanita que tocó Kirchner en Wall Street, ni la comunicación de una de las pasteras en Uruguay acerca de que se va de Fray Bentos, ni el debate estallado en la comunidad judía institucionalizada, ni el resto de lo titulado en portadas gráficas o audiovisuales, alcanza la dimensión de aquellas cifras (al momento de escribirse estas líneas continúa siendo incierto el paradero de Jorge Julio López, quien testificó contra el ex comisario Miguel Etchecolatz en el juicio que arrancó la primera condena por “genocidio” respecto del terrorismo de Estado; naturalmente, si su caso tuviera implicancias políticas estaríamos ante un hecho espeluznante y de consecuencias quizás impredecibles).
Aunque bajo la convicción general de que no alcanza ni de lejos para tirar manteca al techo, nos dicen que la pobreza en Argentina bajó muy fuerte. “Sólo” quedan, señala el Indec, algo más de 30 por ciento de pobres e indigentes. Unos 12 millones y pico de personas, respecto de las cuales la sensación es, siempre, que no se toman como tales, sino como meros números que se comparan con, en este caso, el estallido explícito de 2001/2002. Doce millones y pico. Doce millones cien mil, para ser más precisos. Ubiquémonos: los argentinos pobres e indigentes son casi 173 canchas de River llenas por completo. Y vayamos al superávit fiscal. Es decir, lo que ahorra el Gobierno. Más de 2200 millones de pesos en agosto, y unos 7500 millones proyectados para cuando termina el año. Una cifra, caramba. ¿Para qué se usa, siendo que hay la urgencia de casi 200 Monumentales que están llenos de pobres e indigentes?
A este tipo de señalamientos suele cargársele la cruz de ser una simplificación barata de la realidad, en tanto la lectura ejecutiva de los números es y debe ser mucho más enroscada, porque una cosa es gobernar y otra ser un simple comentarista. Sacar de un lado y poner en otro es algo infinitamente más complicado que escribirlo o decirlo desde la comodidad analítica de cuentas que se hacen rápido. Es cierto, pero también lo es que bajo ese lícito razonamiento algunos intentan complejizar esas mismas cosas, esos mismos números, hasta llevarlos al extremo de que el análisis quede reducido a un grupejo de “especialistas” interesados en que (la interpretación de) las cosas y los números no se muevan de donde están.
Las cifras oficiales acaban de admitir que, a pesar de los índices chinos de crecimiento de la economía, uno de cada tres argentinos continúa viviendo en un hogar pobre. Eso es en tanto se establezcan promedios, porque si se trata de Resistencia, Salta, Posadas, Corrientes o Formosa, estamos hablando de que es pobre uno de cada dos habitantes. Más lo siguiente, que es un escándalo omitido a la hora de hablar de pobres y que revela hasta qué punto los sectores más lúcidos de la sociedad, inclusive, toman a los números de manera secamente estadística: la baja de la pobreza anunciada por el Gobierno se refiere al nivel de ingresos, tomando como límite la cantidad de gente que no llega a cubrir la canasta básica de bienes y servicios. Esa canasta, en agosto pasado, era de 862 pesos para un matrimonio con dos hijos. De manera que unos pesos por encima de ese ingreso lo transforman a uno de pobre en clase media-baja o media, mire qué milagro de las estadísticas. Aun cuando se dejara de lado la obviedad de semejante observación; y aun cuando se apartara también que la pobreza no es una cuestión de ingresos que fluctúan mes a mes algo para arriba o algo para abajo, sino una razón estructural relacionada con la calidad de vida en términos de servicios a los que se accede y perspectivas de mejoramiento (si no tengo cloaca, ni forma de comprarme algo de ropa, ni de esparcimiento mínimamente consumista, pero una changa me permitió arrimar en forma temporaria 100 pesos más a lo que gano, ¿dejo de ser pobre?), aun así las cifras divulgadas y aceptadas son escalofriantes a presente y a futuro.
El colega Sebastián Campanario, de Clarín, lo precisó, dándoles sentido a los números, en una columna del jueves último. Incluso bajo el más benévolo de los escenarios, con crecimiento del PBI a tasas altas y una disminución acelerada del desempleo hasta llegar al 5 por ciento, un cuarto de la población argentina seguirá por debajo de la línea de pobreza. En ese “mejor de los mundos”, de los 40 millones de argentinos, 10 millones serán pobres y 4 millones indigentes. Y de continuar el actual patrón distributivo, dentro de 3 años será pobre un tercio de los menores de 15 años. Y un millón y medio de esos menores será indigente. Campanario cita al sociólogo Artemio López y su hipótesis de la “pobreza perpetua”, según la cual las perspectivas de mejora de estos índices “son discretas y deben ser previstas”. ¿Cuánto de legítimo tiene el reclamo de “seguridad” frente a un horizonte así, por ejemplo? ¿Cuánto no es casi una frivolidad referirse a casi cualquier otro tema mientras se siga en medio de este panorama, que asegura la permanencia del delito, de la improbabilidad de instruirse con chances importantes de ser mano de obra calificada, de que se consolide la “violencia en las canchas”, de que el destino de una masa formidable de argentinos siga anclado en pasta base, cultura del fierita, en todo da lo mismo?
Se repite: la simplicidad de los números no va en perjuicio de que modificarlos es una tarea titánica, pero tampoco va en contra de la necesidad de asumirlos como un hecho grave. Los títulos de los medios trataron las cifras oficiales de pobreza desde una mirada poco menos que exclusivamente optimista, y nadie niega que por lo menos no se está peor de un cierto tiempo a esta parte. Pero quedarse allí es de un cortoplacismo irresponsable, tilinguesco, amateur.
Alguien tiene que preguntarse si la hipótesis de la pobreza perpetua puede ser cierta. Pero antes que ésa hay otra pregunta: ¿al resto de la sociedad le preocupa quedar rodeada de pobreza perpetua y que el tema deba considerarse prioridad nacional? ¿O hay el cinismo de decirnos que pobres hubo siempre?
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