Dom 15.10.2006

EL PAíS  › OPINION

La memoria corporizada

› Por Por Helen Zout*

Conocí a Julio López en marzo del año 2000, cuando lo entrevisté en el marco de mi trabajo “Huellas de desaparecidos durante la última dictadura militar”. El fue una de las decenas de personas que fotografié durante seis años, todas víctimas del terrorismo de Estado.

Fue un trabajo de profunda investigación en el que traté de acercarme lo más posible a cada persona. Antes de cada entrevista leía sus testimonios y me encontraba con cada uno las veces que fueran necesarias, no importaban cuántas, hasta llegar a la clave que me permitiera acercarme lo más posible a su experiencia, para poder realizar un retrato que verdaderamente y a mi criterio lo representara lo más fielmente posible.

Comencé mi investigación pensando en cómo podía mostrar las terribles secuelas que dejó en cada una de estas personas el exterminio que se llevó a cabo durante la dictadura. Me di cuenta de cómo cada una de las víctimas que tuvieron la posibilidad de sobrevivir canalizaba su sufrimiento de manera diferente y eso es lo que quise plasmar en mi trabajo. Algunos tenían allanado el camino de la palabra, muchos escribían, algunos transmitían su dolor a través de su mirada, sus silencios... Julio dibujaba y escribía.

Mi percepción fue que a todos les quedó una huella que los va a acompañar a lo largo de sus vidas. Allí recordé que a las víctimas del nazismo les tatuaban marcas en el cuerpo. Aquí la marca fue igual de profunda, pero se llevaría en el alma.

Julio fue secuestrado junto con otras ocho personas que hacían, como él, trabajos en barrios carenciados. Todos fueron brutalmente torturados y asesinados, él fue el único que sobrevivió.

De la experiencia con López rescato su necesidad de cerrar los ojos para recordar el horror, de mirar hacia adentro para poder representar con una exactitud casi científica las atrocidades que les hicieron vivir a él y a sus compañeros. Para ello se ayudaba con escritos y dibujos que realizaba en papeles ocasionales, lo que tuviera a mano: el reverso de una boleta, una servilleta, en fin, no importaba qué superficie de papel utilizara, lo importante era volcar ese recuerdo que lo atormentaba. Y en ese sentido lo comprendo. El medio expresivo es en su caso el dibujo o la escritura, en el mío la fotografía. Estos posibilitan no sólo expresar el dolor vivido, sino compartirlo con los demás y aportar un granito de arena para el “nunca más”. Esa fue su forma de expresarse durante treinta años, hasta que tuvo a su victimario enfrente y cumplió lo prometido con los que no tuvieron más voz.

Cada vez que mostré la foto de Julio y de su testimonio gráfico destaqué el hecho que evidenciaba su trabajo: que para hacer una obra de semejante potencia expresiva no es indispensable haber estudiado arte.

El y toda la gente que han sufrido las consecuencias del terrorismo de Estado son los pocos testigos, más o menos anónimos, que conforman la trágica trama de la reciente historia argentina, que, lamentablemente, algunos pretendieron olvidar, tan sólo con la negación o la indiferencia.

Ellos y sus espacios corporizan la memoria que ha de transmitirse a las nuevas generaciones, memoria que es susceptible de ser fotografiada.

Las fotografías sintetizan el tránsito por las preguntas, la reflexión, las dudas, las respuestas, las incertidumbres, pero por sobre todas las cosas son un camino de búsqueda e indagación.

* Fotógrafa. Su muestra está hasta el 28 en Arcimboldo, Reconquista 761.

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