EL PAíS › OPINION
› Por Roberto Gargarella y
Maristella Svampa
El 3 de octubre pasado comenzó el juicio oral contra los acusados de provocar daños en la Legislatura de la ciudad mientras se discutía una reforma al Código Contravencional. Recordemos que la reforma incluía la penalización de la venta ambulante y la oferta de sexo en ciertas áreas de la ciudad, a la vez que establecía nuevas restricciones frente a las protestas callejeras. La propuesta generó inmediatas resistencias en diferentes organizaciones sociales (vendedores ambulantes, agrupaciones piqueteras, organizaciones de travestis y meretrices, partidos de izquierda, en parte nucleadas en la Coordinadora contra el Código Contravencional), tanto por su carácter represivo como por la ausencia de canales participativos en su elaboración y tratamiento parlamentario.
Al momento en que comenzaban los debates sobre el Código, y luego de que se cerraran las puertas de acceso a la Legislatura, se desencadenaron agresiones físicas contra el edificio, que la policía no previno ni se ocupó de impedir a tiempo. Varias horas después, una veintena de personas fueron detenidas, en algunos casos, por personal de civil y sin identificación, siendo la única prueba contra la mayoría el mero testimonio policial. Los detenidos resultaron imputados por la jueza Silvia Remond por los delitos de “daños calificados”, “coacción agravada”, y “privación ilegítima de la libertad” (sic). Como resultado de tales cargos –cargos que el fiscal Alagia, al disponer la libertad de los imputados, consideró obviamente “desproporcionados”–quince personas sufrieron prisión por más de catorce meses.
El carácter “desproporcionado” de las figuras penales (y su claro objetivo aleccionador) no puede deslindarse del momento político que se vivía entonces. La intensa campaña desarrollada por ciertos sectores de poder apuntaba a deslegitimar los reclamos de las organizaciones de desocupados, al tiempo que denunciaba la supuesta “inacción” del gobierno frente a la protesta social y exigía una intervención represiva. Asimismo, la “desproporción” tampoco puede ser disociada de la centralidad que adquirió la problemática de la inseguridad urbana, a partir de las masivas marchas convocadas por Juan Carlos Blumberg, desde abril de 2004, que desembocaron en una cuestionable y apresurada reforma del Código Penal. Así, los hechos de la Legislatura marcaron una doble inflexión, visible en la sistemática judicialización y agravamiento de las figuras penales impuestas a los detenidos, a fin de impedir la excarcelación (lo que luego se aplicaría en otras movilizaciones, en diversos puntos del país). Por otro lado, los hechos provocaron el alejamiento del ministro de Justicia, Gustavo Beliz y del entonces secretario de Seguridad Interior, Norberto Quantín. El Ministerio de Justicia fue ocupado por un conocido jurista, Horacio Rosatti, cuya primera declaración fue afirmar que “la protesta social no es delito”. Sin embargo, lo cierto es que, a partir del 20 de agosto de 2004, la Subsecretaría de Seguridad Interior, hasta ese momento en manos del Ministerio de Justicia, pasó a la órbita del Ministerio del Interior, bajo la conducción de Aníbal Fernández, hecho que implicó una redefinición de la política gubernamental respecto de las protestas sociales, a las que ahora se enfrenta con el “Código Penal en la mano”.
Por lo dicho, el proceso oral hoy abierto no sólo servirá para resolver la cuestión sobre la culpabilidad de los imputados. Son muchas otras las preguntas que, con su decisión, responderá la Justicia. Por ejemplo: ¿qué postura están dispuestas a asumir las autoridades públicas frente a quienes tienen graves quejas sobre las reglas con las que se quiere regular nuestra convivencia? ¿Cómo se va a reaccionar frente al hecho gravísimo de que algunas personas hayan estado largamente detenidas, a partir de simples sospechas? ¿Cómo se va a reparar la situación de quienes fueron privados de su libertad durante más de un año, cuando toda la evidencia indicaba que no habían tenido participación alguna en los hechos que se les imputaba? ¿Cómo se evalúa la probable participación de grupos de choque externos, y su vinculación con acciones de inteligencia, en el armado de tales incidentes? ¿Cómo se va a reaccionar frente a magistrados que discriminaron y abusaron seriamente de su poder, en su negativa a discernir entre casos diferentes? ¿Qué reproche se les va a hacer a jueces que se animaron a usar la figura del “secuestro” para describir una manifestación pública frente al Legislativo de la ciudad, y la de “coacción agravada” para pensar una protesta que desembocó en daños al mismo? ¿Qué postura se pretende asumir frente a los que disienten desde posiciones económicamente desventajadas? ¿Qué mensaje se le quiere transmitir a los sectores más vulnerables que, en el futuro, quieran alzar su voz contra el poder político?
En esta excepcional situación, las autoridades judiciales tienen frente a sí la posibilidad de dejar en claro que su principal misión es la de proteger a las minorías que cuentan con menos recursos para hacerse oír. Se trata de que siempre (¡y muy especialmente cuando se discuten las reglas de juego que apuntan a organizar nuestra vida en común!), esas voces críticas cuenten con la mayor protección posible. Se trata de que nadie tenga miedo, nunca, de acercarse a los cuerpos deliberativos para escuchar o expresar sus desacuerdos, especialmente cuando los miembros de los órganos políticos han conseguido aislarse del contacto y la disputa social cotidianos. Esta actitud, por supuesto, no le impide a la Justicia distinguir entre quejas –aun las presentadas a través de exigencias políticas enardecidas– y daños materiales. Las primeras acciones son claramente permisibles y de ningún modo asimilables a la coacción. Las segundas pueden merecer reproches (i.e., una sanción económica) pero no requieren del último castigo imaginable en nuestra sociedad: la privación de la libertad. La Justicia se encuentra, entonces, frente a la oportunidad histórica de hacerle saber al poder político que no se lo va a proteger ante la crítica, y de advertirle al Poder Judicial que no puede seguir jugando con la libertad de los que no tienen poder alguno.
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