EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El auge de los camiones derivó de las políticas conservadoras de la administración menemista que desgüazaron la red ferroviaria nacional contra toda lógica de modernidad. En esos años también se desarticuló la industria, provocando el desempleo de millones de trabajadores que, al mismo tiempo, en nombre de la flexibilización laboral perdieron los derechos que los protegían desde mediados del siglo XX y les cancelaron por desocupados su afiliación a los sindicatos, los que a su vez dejaron de ser la “columna vertebral” del peronismo porque en los años ’90 la política le cedió el mando a la idolatría de mercado, o sea a los grupos empresarios de mayor concentración económico-financiera. La CGT que le hizo una docena de huelgas generales a la administración alfonsinista, asistió sin chistar, salvo excepciones, al vendaval conservador que arrasó con los empleos, la protección legal y las condiciones de vida de enormes porciones de sus bases. Esas transformaciones retrógradas modificaron además la composición de los gremios, porque los de servicios predominaron sobre los industriales, pero cada trabajador temía ser expulsado del empleo si molestaba al patrón. Los principales focos de resistencia en esa época fueron protagonizados por los dependientes del Estado, con los docentes en la avanzada.
Los luchadores tuvieron que crear su propio espacio orgánico, la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) que consolidó su existencia práctica pero nunca, bajo ningún gobierno de la democracia refundada en 1983, obtuvo la personería legal que autorizaba a negociar convenios colectivos de trabajo. Los empresarios preferirían que no existieran sindicatos pero si tienen que elegir optan por las burocracias que prefieren conservar sus particulares privilegios antes que los conflictos de clase. Así quedó establecida una tríada –Estado, empresas y sindicatos– que tiene sus propias contradicciones pero que se articula en los negocios comunes, uno de los cuales consiste en impedir una verdadera renovación, con plena democracia, de la corporación que fundó Perón en sus orígenes para desplazar a las izquierdas y para contener a la emigración de origen rural que venía en busca de mejores horizontes en las fábricas metropolitanas. Para defender posiciones, también para saldar diferencias de territorio con sus pares, las burocracias gremiales crearon fuerzas de choque que sirven para romper huelgas (el Hospital Francés es el último caso), atacar a los rivales o cubrirles las espaldas. Lo más parecido –con vasos comunicantes inclusive– son las “barras bravas” del fútbol que han terminado por apropiarse del espectáculo, “apretar” directores técnicos, jugadores y hasta directivos.
A medida que se consolidaba el transporte de cargas por camiones y el de pasajeros por ómnibus, Hugo Moyano y Juan Manuel Palacios (UTA) consolidaron su propia alianza para apoderarse de los controles de ambas actividades casi monopólicas. En ese trayecto, también tuvieron que apartarse por un tiempo de la CGT, fundando su propia fracción (MTA) que en las elecciones presidenciales de 1983 apoyó a Rodríguez Saá. Cuando tuvieron asegurado el control, renegociaron con los llamados “Gordos” (Barrionuevo, Martínez, Cavalieri y otros) y reunificaron los aparatos, aunque las competencias nunca desaparecieron, como lo podría testificar Susana Rueda (Sanidad) que formó parte de un tríptico con Moyano y Lingeri, que al fin se quedaron con el sello tradicional de la CGT. Desde ahí, el jefe de los camioneros decidió beber de la poción “K”, a cambio de generoso aprovisionamiento de recursos y de influencias, mientras que Luis Barrionuevo, punto alto de la burocracia cegetista, recibió en Catamarca con huevos y tomates a la senadora Cristina Fernández de Kirchner durante la campaña electoral por esa gobernación. De todos modos, la representación obrera está lejos de ser completa, aunque más no sea porque casi la mitad de los trabajadores figura en la economía informal, en “negro”, lo que implica que tampoco aparecen en los padrones de aportistas sindicales.
Sin estos antecedentes, los sucesos del 17 de octubre en la quinta de San Vicente son reducidos a una “conspireta”, denominación usada hace varias décadas para identificar a los que conspiraban para apropiarse del poder sin ninguna posibilidad real de realizar el sueño. Moyano tiene enemigos, como le pasa a todo el que “parte, pero no reparte”, además de los sindicalistas que siguen aspirando a ocupar un tercio de las listas electorales, como antaño, aunque ya no puedan ser la columna vertebral de nadie porque las experiencias le implantaron vértebras de caucho. Néstor Kirchner tiene también una gama de elementos hostiles que van desde los que desplazó en su ascenso al poder hasta las corporaciones, no sólo empresariales, que sienten fastidio por su política de derechos humanos, por su retórica sobre la distribución de ingresos con equidad y por sus alianzas sudamericanas, sobre todo con Chávez y Evo Morales. En un reciente comentario sobre el México poselectoral, el escritor Carlos Fuentes asegura que “una lección fundamental de nuestra historia es que con Washington sólo se negocia de pie y mirándoles a los ojos. La genuflexión sólo merece desprecio y fracaso” (El País, 18/10/06), pero el agudo analista deja de lado que mantenerse de pie también tiene sus costos. De este abanico, a gusto, pueden elegirse a los miembros de la conspireta de San Vicente, pero además la conclusión que cada quien elija debería reconocer que si hubo éxito en exhibir la cara repulsiva de la violencia mafiosa se debió a la incapacidad de los organizadores, restringidos como están a dirimir diferencias por la fuerza, y a la inoperancia de los organismos de seguridad, en primer lugar la SIDE otra vez, que deben velar por la integridad de la investidura presidencial. Al día siguiente, el Presidente habló de soledad, aunque quizá sería más preciso decir que tuvo pésimas compañías, que de tanto en tanto necesita consejeros capaces de contradecirlo y que esté dispuesto a escucharlos.
El daño ya está hecho y, después de tragar el sapo, ahora hay que reparar las brechas abiertas, sobre todo frente a la sociedad. En lugar de presentarse como víctimas, papel que no les queda a Kirchner ni a Moyano, corresponde una ofensiva política que lleve tranquilidad a la población y ponga en caja a los promotores del bochorno, además de llevar a la cárcel al mayor número posible de revoltosos, con penas ejemplarizadoras. Esta es una oportunidad para que truene el escarmiento, según la conocida sentencia de Perón, y es seguro, si hay voluntad de castigo, que no van a faltar testigos de cargo. De paso, sería una buena oportunidad para disolver a la SIDE y organizar un servicio inteligente con propósitos vinculados a la democracia, mientras George W. Bush auspicia la legalización de la tortura. La ocasión serviría, además, para promover la democratización sindical, otorgando la personería legal a la CTA para empezar, en lugar de condenarse, una vez más, a elegir al más domesticado, por codicia, entre los peores. No hay duda que tarde o temprano llegará la batalla, cuando los intereses económicos que sostienen a la mayor parte de la añosa burocracia sindical decidan que Kirchner tiene que ser disciplinado para que no se exceda en sus concesiones “populistas”. Lo más probable es que ningún cambio ocurra, porque la dirigencia política que debería acompañar esta transformación continúa ensimismada en sus tejes y manejes, dimes y diretes, para conservar la poltrona que ocupan o ganarse una. El compromiso principista de la militancia es una virtud escasa en estos tiempos.
La oposición volvió a perder la oportunidad de sacar provecho de la situación en beneficio de la democracia. La derecha, por supuesto, aprovecha cada ocasión para elevar la demanda de amnistía completa para los criminales del Proceso, mientras continúa el flujo de intimidaciones en el país y, lo que es peor, J. J. López, Tito para su familia, sigue sin aparecer y, de a poco, la demanda por su vida va quedando en manos de los organismos de derechos humanos y de partidos de izquierda. La oposición, aparte de algunas declaraciones, tampoco moviliza a nadie. En esta ocasión, los reflejos apenas les alcanzaron para culpar al Presidente, a ver si de ese modo le hacen perder votos, pero se olvidaron de los caciques sindicales, de los servicios de seguridad y de toda otra política que mejore a las instituciones de la democracia y garantice la seguridad de las personas. ¿Pueden creer acaso que disminuyen la incertidumbre ciudadana presentando a Kirchner como un foco de violencia? ¿Piensan de verdad que cualquiera de ellos merece más confianza de los votantes si lo único que buscan es deteriorar al Presidente, conservando todo lo demás como está? Roberto Lavagna, la gran esperanza blanca de muchos empresarios y de algunos vectores de clase media, también descendió a esa opinión fácil: “Si las mafias entraron en la Casa Rosada, es porque alguien les abrió la puerta”, declaró. Lástima que no avisó nada durante los treinta meses que fue ministro de Economía, período durante el cual su relación con el mundo obrero consistió en oponerse a los aumentos de salarios y jubilaciones porque serían, a su juicio, factores de inflación. Ahora, en calidad de candidato vocacional a la presidencia, presentó un programa en la Sociedad Rural cuya enumeración dice educación, justicia social, distribución de la riqueza, trabajo, seguridad, instituciones. Con semejantes capítulos, si aquello fue todo lo que tiene para decir de lo que emergió en San Vicente debe ser porque tiene los títulos pero aún no escribió el libro. En un mundo “donde sólo el veinte por ciento de la población mundial recibe el ochenta por ciento del ingreso mundial y tres mil millones de seres humanos –la mitad de la población de la tierra– vive en grados diversos de pobreza” (C. Fuentes, op. cit.), hace falta mucho más que retóricas redentoras o riñas de gallos. Según Bill Clinton, con el 0,5 por ciento anual del producto bruto de los países más ricos, en un par de décadas no quedarían pobres en el mundo. Más modestos, si aquí, en el extremo austral de Occidente, el sector del trabajo recibe la mitad de la riqueza que produce el país, con empleos dignos, buenas escuelas y hospitales, no habrá mausoleo en llamas que pueda ventilar espectros del pasado.
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