EL PAíS › PATOTAS MULTIPROPOSITO, AL MEJOR POSTOR Y DE LA PESADA
Con camiseta, actúan en los estadios. Con chaleco sindical o portando carteles, en actos políticos. Una radiografía de la relación entre barra- bravas multiuso, que va del clientelismo clásico a la simple relación de alquiler, con cada vez menos influencia ideológica.
› Por Gustavo Veiga
La radiografía de un barra- brava estándar señala con frecuencia el mismo resultado. Los rayos X permiten ver con nitidez que detrás de un violento que arroja una piedra o dispara un arma hay un puntero político, un cacique sindical y, en ocasiones, hasta un funcionario encumbrado. Decenas de casos lo corroboran y tienen una misma matriz de clientelismo que cruza de modo transversal a partidos mayoritarios, gremios y, por supuesto, a clubes de fútbol donde también se vota. Los hechos de San Vicente probaron que el escenario puede mudarse (la quinta donde se pretendía darle definitiva sepultura a Perón o la avenida Corrientes frente al Teatro San Martín durante un congreso de la CGT en octubre de 1989), pero no tanto los protagonistas: patoteros multipropósito que se subordinan al mejor postor, identificados con la camiseta del equipo favorito, una pechera de las 62 Organizaciones o las gorritas verdes de los camioneros. A ellos les da lo mismo.
Desde la década del ’80 no necesariamente hace falta reclutar a “pesados” entre los changarines del Mercado Central o tentar a matones residuales de sindicatos industriales, como la UOM o el Smata. La patota se mueve mucho más por dinero que por convicciones ideológicas y en ese encuadre las barras bravas jugaron un papel fundacional. Dos menemistas de la primera horneada, Luis Barrionuevo y Juan Carlos Rousselot, fueron precursores en la atención personalizada de estos grupos de choque que operan a cara descubierta.
El dirigente gastronómico pidió a los gritos desde un balcón del Teatro San Martín, en el congreso de 1989, “aprovechen ahora, que la policía separe a la barra”. La barra era de Chacarita, el club que presidiría tiempo después. Y en pleno centro porteño se había enfrentado a piedrazos y palazos con los metalúrgicos de Lorenzo Miguel y los albañiles de la Uocra que respondían a Juan Alejo Farías, quien disputaba el liderazgo de ese gremio con el también menemista Gerardo Martínez. La reseña de Barrionuevo sobre aquel combate (el término más extendido entre los violentos del fútbol para describir sus hazañas) fue: “No estamos eligiendo la cúpula de la Iglesia, así que hubo algunos sopapos”.
El viernes 11 de agosto de 1995, el locutor y ex intendente del municipio de Morón delegó la seguridad del edificio comunal, situado frente a la plaza San Martín, en una curiosa entente cordiale. Lo que la pasión por el fútbol no había logrado –ni conseguiría hasta hoy– sería plasmado por Rousselot: unir a barrabravas del Deportivo Morón y Chacarita. ¿Sus órdenes? No permitir que prosperase una protesta de vecinos contra un plan cloacal que olía a inmundicias, más por el negociado que implicaba que por las características de esa obra.
Allí esperaban, dispuestos a romper cabezas, Máximo Manuel Zurita, alias El Gordo Cadena; Mario “El Pájaro” García y Ramón Toledo, quien respondía al mote de Negro Café. El primero era líder de la barra de Morón y había modelado su reputación violenta a cadenazos en una célebre pelea contra –vaya curiosidad– sus laderos de Chacarita en la intendencia. Ahora ese edificio lo defendían entre todos. ¿De quién? De un millar de inofensivos vecinos. Zurita revistaba en el Municipio con el número de legajo 79.269 en el Area de Servicios Públicos. Su relación con la política había nacido trabajando para Menem en Mar del Plata, durante el verano del ’89. “Ahí empiezo a conocer a los políticos. Un ambiente tentador”, recordaría en El Diario de Morón, el 10 de abril de 2002. Y aunque él lo negó siempre, durante el apogeo de los cacerolazos varias personas denunciaron haberlo visto reprimiendo ese tipo de protestas en el oeste del Gran Buenos Aires.
En aquella custodia del municipio había participado también una barra brava más pequeña, la del club Ituzaingó. Superada la década del ’90, este grupo se afianzaría en el distrito homónimo gracias a la influencia del presidente del Concejo Deliberante, Juan Carlos Roumieux. Primero él y luego uno de sus hijos habían liderado la barra.
Más hacia el sudoeste, en La Matanza, se encuentra el popular Almirante Brown, cuya barra brava está dividida en dos sectores hace varios años. Desde el ex presidente de la Cámara de Diputados, Alberto Pierri, hasta el ex senador provincial Hugo Fernández supieron disciplinar a sus integrantes para dirimir internas políticas dentro del aparato del PJ. El periodista Hernán López Echagüe, atacado en dos oportunidades por la patota debido a sus investigaciones, había constatado que un tal Raúl Gómez, hombre de confianza de Pierri, oficiaba de nexo con los pesados de aquel club.
Este formato de clientelismo se desparrama casi calcado por la mayoría de los distritos del Gran Buenos Aires. Y en sus clubes de fútbol suele haber voluntades dispuestas a todo. La del Gordo Cadena, quien participó de una movilización violenta contra la Municipalidad de Morón que ahora gobierna Martín Sabbatella, es una de ellas. Pretendía que lo reincorporaran, pero no tuvo éxito.
La zona sur del conurbano bonaerense y la ciudad de La Plata también son territorios fértiles para el accionar de la patota. En casi todas las estaciones del ex ferrocarril Roca hay un club y por consiguiente barrabravas de cuerpos torneados o barrigones dispuestos a molerse a palos a cambio de una prebenda. En los núcleos de grandes hinchadas como las de Independiente, Racing, Estudiantes y Gimnasia resulta sencillo verificar hasta dónde llega la influencia del gobierno de turno o de una filial de determinado sindicato nacional o municipal.
El caso de cómo influyen los camioneros Hugo y Pablo Moyano en el Rojo de Avellaneda se trata aparte, pero La Guardia Imperial de la Academia tiene llegada al gobierno nacional a través de un diputado provincial que hizo el primer contacto en la inauguración de un puente sobre la calle De la Serna. Sobre uno de los actuales líderes de este grupo, un tal Charly, pesaba una acusación de coacción por haber apretado al plantel el 28 de septiembre de 2004 a la salida de una práctica en la quinta que Fernando Marín, el ex gerenciador del club, posee en Escobar. La causa quedó archivada en la UFI 2 de Zárate-Campana.
Quienes conducen ahora a la barra desplazaron a los involucrados en la muerte de Gustavo Rivero, un hincha de Independiente asesinado el 17 de febrero de 2002. Héctor Fabián Heredia, alias Jaimito, el Diente y el Paraguayo, están procesados por ese crimen y no pueden ingresar al estadio de Racing porque se les aplica hasta hoy el derecho de admisión.
Más allá de la época de que se trate, las barras bravas de Estudiantes y Gimnasia siempre revelaron un elevado grado de peligrosidad. Involucradas en la batalla de San Vicente y encolumnadas según quién lo denuncie detrás de la filial de la Uocra platense que lidera el duhaldista Juan Pablo “Pata” Medina, han protagonizado hechos de sangre en distintos escenarios. La banda de los horneros que participó en el crimen de José Luis Cabezas se nutrió de barrabravas de segunda línea de Estudiantes, como Héctor Miguel Retana, ya fallecido. El 2 de abril de 1997, en su quinta de San Vicente, lo recibía el por entonces gobernador bonaerense, Eduardo Duhalde. Compartieron un asado, vieron un partido entre las selecciones de la Argentina y Bolivia y Retana le contó lo que sabía sobre el asesinato del reportero gráfico. El martes pasado, en la vecina quinta de Perón y ante las cámaras de televisión, los violentos de Estudiantes reclutados por Medina, en medio de los disparos y los proyectiles que volaban, se permitieron un gesto futbolero. Con siete dedos señalaban la cantidad de goles que su equipo le había propinado a Gimnasia el domingo pasado en el clásico de la ciudad.
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