EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Dos meses sin J.J. López. Peor aún: pese a las exhortaciones presidenciales, a los rastrillajes policiales y a las recompensas ofrecidas no hay, hasta el momento, ningún rastro cierto para que sigan los sabuesos. Tampoco el tiempo transcurrido agrandó la preocupación social o la publicidad multimediática y si no fuera por las esporádicas marchas de puñados de ciudadanos que se interesan en estos temas, ya sería recuerdo para la familia, los amigos y vecinos. Hasta cesó la campaña de amenazas o, por lo menos, ya nadie la comenta como antes. Cuando faltan menos de cuatro semanas para cumplir veintitrés años consecutivos de gobiernos elegidos por las urnas, un anciano humilde que tuvo el coraje para cumplir con los deberes de conciencia y de la ley se hizo humo sin dejar huellas y sin que los especialistas puedan algo más que confesar impotencia. Estremece imaginarse lo que pueda ocurrir cuando la competencia feroz por la obligada sucesión de Felipe Solá alcance su clímax el próximo año, si las dirigencias de toda estirpe, incluidas las que administran el deporte más popular del país, muestran semejante incompetencia, los que gobiernan y los que aspiran al mismo ejercicio, para hacerse cargo de la suerte de los gobernados, sus mandantes constitucionales y reglamentarios.
Al inaugurar ayer la nueva escuela de suboficiales de la Armada, que sustituye a la sórdida ESMA, el presidente Néstor Kirchner ordenó a los jóvenes cadetes a cumplir con sus obligaciones de futuro y a romper con el pasado de ignominia, un mandato válido para las generaciones que llegan a velar por la seguridad colectiva, pero lo cierto es que existen más motivos para el escepticismo que para la esperanza. A diferencia de las generaciones que se conmovieron con los relatos del tambor de Tacuarí, del arrojo del sargento Cabral o ante la visión del ingenuo cromo de las muchachas aguateras de Vilcapugio y Ayohuma, los niños de hoy tienen a la mano las crónicas de terror en los campos de concentración clandestinos de la ESMA, de Automotores Orletti y de medio centenar más de antros semejantes en el país, pero lo mismo si se trata de Guantánamo, Abu Ghraib y de tantos otros que hoy manejan en el mapa mundial los centros de poder de las democracias de Occidente o de los encarnizados bandos enemigos en Oriente. Cuando Israel legalizó la tortura, años atrás, parecía el legado perverso, una especie de exorbitado síndrome de Estocolmo, de sus verdugos nacionalsocialistas, pero hoy en día por la misma ruta viaja el gobierno de la mayor potencia. Por fortuna, la mayoría de los votantes norteamericanos decidió que sus gobernantes habían cruzado el límite y los castigaron en las elecciones intermedias del pasado martes 7. ¿Alguien pagará aquí algún costo político-electoral por J.J. López?
Veinte años después de concluida la guerra, George W. Bush desembarcó en Hanoi, donde destacó la lección que aprendió de aquella derrota: En Irak, dijo, “ganaremos si no abandonamos”. Sigue sin aceptar, como bien explica Noam Chomsky, la estricta inmoralidad de aquella invasión: una guerra de conquista, donde no se defendía ningún interés legítimo. Lo mismo pasa ahora con Irak, donde las tropas de marines están empantanadas, pese a lo cual el fanatismo conservador de la Casa Blanca insiste en permanecer y si no fuera por la votación del 7 de noviembre ya estarían avanzando en otras direcciones, la primera de todas hacia Irán. En este país, como en casi toda la nación árabe, Estado y religión forman una sola coalición de poder, con extremos nacionalistas y de fundamentalismo religioso, que sólo se puede entender, aunque no sirva de justificación, recorriendo la historia desde los tiempos en que gobernaba la tiranía del Sha de Persia, con el apoyo irrestricto de Estados Unidos, cuyos aviones de combate formaban bosques en los aeropuertos iraníes, desde donde despegaba o aterrizaba una nave norteamericana cada minuto y medio durante las veinticuatro horas de los siete días de la semana. Los miles de soldados estadounidenses, en sus días de franco, cometían toda clase de tropelías contra cualquier nativo de Irán, en especial contra sus mujeres, sin que el régimen policial del Sha les impusiera ningún castigo, mientras perseguía, torturaba, asesinaba o exiliaba a los opositores, entre ellos a los máximos sacerdotes islámicos. Las humillaciones pasadas no otorgan virtudes, pero los extremos actuales son, en buena medida, los frutos envenenados de aquellas bárbaras dominaciones, del mismo modo que Al Qaida fue concebida, entrenada y pertrechada por la CIA y el Pentágono como guerrilla antisoviética durante los años de plomo de la “Guerra Fría”. En este contexto, los ataques contra Irán forman parte de las geopolíticas de los gobiernos de Estados Unidos y de Israel, pero no por ello forman causa de Occidente.
Desde esta percepción, la autonomía de los terceros países debería guardar estricta equidistancia para que sus propios intereses nacionales no sean entremezclados sin que existan razones contundentes, incontrastables, que justifiquen la toma de partido. Venezuela tiene una alianza denominada estratégica con Irán, pero tampoco esa posición puede ser entendida como un modelo a seguir, ya que el nacionalismo antiimperialista que pregona el presidente Hugo Chávez puede marcar una tendencia, lo que no significa que de eso derive obligación con todos los matices de la política exterior venezolana, atenta con seguridad primero a sus propios intereses nacionales. Después de los repugnantes atentados contra la sede diplomática de Israel y de la AMIA en Buenos Aires, la diplomacia de ese país y los dirigentes de las mayores entidades de la colectividad judía asumieron como propia la versión geopolítica norteamericana-israelí y desde el principio de las investigaciones se descartó cualquier conexión externa que no fuera la pista iraní. Tras doce años perdidos en turbias manipulaciones del expediente judicial, y luego de los dos últimos años de trabajo del juez Canicoba Corral, el veredicto fue el mismo, pero agravado: ahora los terroristas no son sólo de nacionalidad iraní sino que los imputados directos son funcionarios de gobierno, empezando por un ex presidente y otros siete imputados, para los que se requirió captura internacional. Siguiendo el clásico ping-pong internacional, Irán pidió lo mismo para el juez y el fiscal argentinos, tras lo cual la Cancillería nacional presentó la protesta formal, y así seguirán acumulándose papeles y gestualidades. En el análisis político, no jurídico, es posible vincular este pronunciamiento del juez con razones de oportunidad, incluso sin que mediara gestión directa del Poder Ejecutivo, ya que ningún lector de diarios podía ignorar que el poderoso lobby judío-norteamericano había demandado a la senadora Cristina Fernández, delegada del presidente Kirchner para la ocasión, un pronunciamiento sobre el tema enderezado contra el enemigo satanizado.
Hecha esta reflexión y sin aquellas evidencias incontrastables que justifican la ruptura de la autonomía de las relaciones exteriores, la izquierda política y algunos aliados del propio gobierno sintieron la necesidad de advertir contra la tentación de un realineamiento geopolítico injustificado y además inconveniente, después de la experiencia de las “relaciones carnales”, para los intereses argentinos, provocado por la dinámica de las concesiones a un sentido interés de una comunidad tan atendible como la judía, de vigorosa presencia en el país y también en la historia de las izquierdas nacionales, lo mismo que entre las víctimas del terrorismo de Estado. Entre las entidades que proclamaron la advertencia, con argumentos razonables, estuvo la Federación de Tierra y Vivienda (FTV), uno de los mayores movimientos sociales de esa vasta expresión que la prensa generalizó como “piqueteros”, que fue una de las más decididas fracciones del sector que adhirió a la gestión del actual gobierno. Su principal líder, Luis D’Elía, asumió hace nueve meses una subsecretaría en el ministerio de Julio De Vido, condición que debió inhibirlo para participar del pronunciamiento de la FTV sobre un tema de las relaciones exteriores. Los que conocen a D’Elía saben de su temperamento tropical y de la vehemencia de sus convicciones, las mismas características que emplea todavía para defender su adhesión al Presidente, pero que le han valido numerosas críticas, no sólo de los timoratos o bienpensantes de la derecha, sino también de la CTA y de otras organizaciones piqueteras. Esta vez, su protagonismo le costó el cargo oficial y el malhumor en la Casa Rosada, aunque la subsecretaría seguirá en el área de influencia de la FTV. Dado el atractivo mediático del ahora ex funcionario, en este caso pasó lo mismo que con aquella historia apasionante de Miguel Strogoff, el correo secreto del zar: quienes lo hayan leído recordarán algunas de sus vicisitudes pero muy pocos serán capaces de identificar si el mensaje que portaba era oral o escrito y quién era su destinatario. En esta oportunidad, habrá que esperar que apacigüe el barullo alrededor del mensajero, para profundizar en el mensaje que es, en definitiva, lo que importa.
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