EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
El próximo mes será el quinto aniversario de aquellas indignadas jornadas populares que desafiaron el estado de sitio para sacar a las calles el estruendo de las cacerolas y la demanda de “que se vayan todos”, la más estridente descalificación del sistema de representación política y de las dirigencias partidarias. El deseo de una indispensable renovación política sigue presente en el ánimo público, ya que esa es una de las lecturas posibles del todavía reciente plebiscito en Misiones. La múltiple fragmentación de las dos mayores fuerzas populares del siglo XX, radicales y peronistas, no podría entenderse sin el contexto de los sucesos ocurridos en diciembre de 2001. También es visible que la sustitución, aunque iniciada aquí y allá con mayor o menor fortuna, está todavía demasiado en barbecho, apenas un borrador en trazo grueso, como para distinguir con precisión lo nuevo de lo viejo. Para los que lo miran por TV, puede parecer que la derecha es la más renovada, pero lo cierto es que en esta materia los conservadores no presentaban batallas democráticas desde antes que en el país comenzara “la hora de la espada”, de manera que es lógico que tengan un relativo predominio de debutantes. Más aún: con frecuencia hoy en día aparecen trenzados la agonía y el alumbramiento, lo que sería natural, puesto que es imposible empezar todo de nuevo y aceptable además, siempre y cuando lo viejo no pretenda imponer su propia cultura a la novedad reclamada a los gritos hace cinco años.
Como el agua, la sociedad busca caminos para alcanzar los propósitos que la animan. Así, en lugar de robustas piezas partidarias, hay miles de representaciones en todo el país y en todos los niveles institucionales posibles (vecinales, municipales, provinciales) que, a su vez, ensayan posibles combinaciones nacionales de modernos alquimistas para convertir el plomo en oro. La cuenta vuelve a ser interminable si se avanza en la lista de las llamadas organizaciones no gubernamentales (ONG) dedicadas desde tareas de solidaridad a la más variada gama de objetivos societarios. Debido a la profunda desazón económico-social que legaron los años 90, emergieron también nuevos movimientos sociales, como los llamados “piqueteros”, que en algunos momentos de este quinquenio pasado llegaron a perfilarse como actores diferentes en el cuadro político, sobre todo en los grandes centros urbanos, donde reside la mayor cantidad de desocupados, pobres y excluidos. Si bien cuatro de los cinco años han sido de una formidable recuperación económica, con sorprendentes índices de reactivación productiva, todavía hay un tercio de la población sumergida en la pobreza y casi la mitad de los empleos pertenece a la llamada economía informal. Hasta las organizaciones sindicales, tanto las tradicionales como las más recientes, sumando sus afiliados apenas alcanzan a más o menos un tercio de la población económicamente activa. El presidente Néstor Kirchner reconoció más de una vez que al final de su mandato, dentro de un año, sería feliz si la nación en su conjunto llegara a las puertas del purgatorio, porque eso significaría que el infierno quedó atrás. Es obvio aclarar que una pequeña porción de habitantes, entre el cinco y el ocho por ciento del total, ya vive en la Argentina de primer mundo y que los sobresaltos que la aquejan no son muy diferentes a los de cualquier lugar de la tierra donde alguien pretenda vivir en una isla de bienestar rodeada de océanos de malestares.
Cuando falta un año para las elecciones presidenciales, es lógico que los políticos profesionales empiecen a pensar en todas las variables que les permitan capturar los votos de la victoria, aunque los votantes en general tengan sus preocupaciones principales puestas en las cuestiones concretas de cada día. En el recuento hay un dato que conviene anotar: pese al número, las ONG y los movimientos sociales no manejan el voto de sus adherentes. En teoría, esa práctica debería ser como la cantera a cielo abierto, de donde puedan ser tallados los dirigentes destinados a renovar los cuadros institucionales, pero hasta el momento las referencias conocidas son casos excepcionales. Esos procesos no son naturales ni espontáneos: cualquier organización partidaria que se proponga expandir su influencia sabe que deberá instalar una escuela de cuadros, donde los futuros candidatos o líderes deben recibir la instrucción necesaria de la propia doctrina y programa, y también los instrumentos de oratoria, comunicación, manejo de medios y otros elementos indispensables para sociedades que, por su espesura y fragmentación, son cada vez más complejas y para tareas, como la legislativa o la ejecutiva, que requieren habilidades técnicas específicas, pensamientos sólidos y compromisos éticos con la misión de servicio público, una noble empresa tantas veces corrompida de muchas malas maneras.
¿Dónde recibirán esa instrucción cívica los afiliados a partidos pequeños y los muchos ciudadanos sin partido? Algunos movimientos sociales realizan esporádicos esfuerzos, pero les resulta difícil acceder a los recursos indispensables para una labor metódica y consecuente. ¿Cuántos legisladores en todos los niveles llegan a sus bancas sin tener idea o práctica acerca de la elaboración de leyes, por lo que se convierten en engranajes de maquinarias destinadas a aprobar a libro cerrado lo que le ordenan desde sus respectivas cúpulas? Para elevar la calidad democrática de la gobernabilidad, el Estado tendría que hacerse cargo de ofrecer la instrucción básica a los ciudadanos a través de medios formales e informales de educación. El actual gobierno aportó a esa formación hasta por necesidad, dado que la crisis de los partidos obligaba a buscar energías en otras fuentes de la sociedad. Tal vez el año 2004 haya sido el más intenso en ese sentido, sobre todo porque había una conexión metódica y regular con los movimientos sociales, en particular, claro está, con los que se acercaban a las posiciones gubernamentales. Luego, promovió a algunos de esos dirigentes a posiciones en la infraestructura del Ejecutivo o de otros organismos del Estado, pero el grueso de los movimientos quedó con el rol de mano de obra activa para miniemprendimientos productivos o para colmar las tribunas de los mitines políticos.
El pensamiento de la derecha no tolera la actividad autónoma de las bases sociales y las direcciones de los movimientos populares, muchas veces por celos de su propia autoridad, también resienten a los extraños, por muy aliados que sean. En estos últimos días, por ejemplo, hubo una campaña mediática contra el embajador venezolano, debido a su actividad en barrios populares y a los convenios de cooperación recíproca que promovía con movimientos sociales, además de vincularlo con la solidaridad de Luis D’Elía y la FTV con Irán, después del oportuno fallo del juez Canicoba Corral, tan aplaudido por la colectividad judía internacional y los gobiernos de Israel y Estados Unidos. En cambio, ninguna voz crítica analizó la afiebrada agenda del nuevo embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, Earl Anthony Wayne, que en trece días visitó a media docena de ministros, tuvo encuentros reservados con los miembros de la Cámara de Comercio de Estados Unidos en Argentina y con editores de diarios porteños, sin contar las entrevistas que no tienen trascendencia pública. Lo mismo que el venezolano, el norteamericano defiende sus intereses nacionales, de la manera que cada uno sabe o puede. Está claro que las relaciones de poder son decisivas en la política exterior de cualquier nación, pero es visible que Kirchner se ha mantenido distante de la campaña electoral de Chávez, a diferencia de Lula que, sentado sobre los sesenta millones de votos logrados para su reelección, viajó a Caracas para mostrarse solidario con el presidente de ese país que también puja por el segundo mandato y, si lo apuran, hasta por el derecho a la reelección indefinida, justo lo que rechazaron los misioneros.
En la relación de la política con las expresiones sociales básicas, la experiencia de Gualeguaychú está mostrando al mismo tiempo su potencial influyente y su carencia para ver más allá de la chimenea de Botnia. Es comprensible la indignación de esos ciudadanos que habían construido con su esfuerzo y sus ahorros un delicioso rincón turístico, de vida sana y tranquila, golpeado como un vendaval por una inversión industrial en Uruguay que tendrá efectos contaminantes, más o menos atenuados, sobre toda el área. Ninguna duda cabe que la movilización vecinal entrerriana elevó el nivel argentino de conciencia ambiental, aunque hasta ahora, hay que decirlo, hubo más retórica gubernamental que medidas concretas sobre algunas de las muchas zonas depredadas en el país. Tampoco está claro que si los vecinos de Gualeguaychú lo hacían por afán ambientalista o sólo para preservar su propio y particular medio ambiente, pero sean cuales fueran sus motivos lo cierto es que han llegado al punto de la desobediencia civil, cuando el ciudadano se niega a cumplir al mandato legal porque considera que coadyuva a efectos perversos. Está claro que el corte de ruta viola normas legales, pero sobre todo a esta altura parece infructuoso, porque al revés de lo que ocurrió en sus inicios, ahora en lugar de dinamizar la búsqueda de soluciones, cristaliza las posiciones más intransigentes de las dos orillas. Esto no significa bajar los brazos, aunque tal vez cerrar la imaginación para encontrar otras formas de protesta y sentarse a tomar mate en la ruta interrumpida sea lo más parecido a la resignación, aunque a simple vista aparezca tan combativa. La visión mediática es uno de los peores miradores para atisbar el futuro.
A la hora de hacer el balance, todavía es prematuro, habrá que revisar con cuidado las conductas de ambos gobiernos, uruguayo y argentino, para medir hasta qué punto menospreciaron el alcance que tendría el problema. En medio de los forcejeos, a nadie le parece prudente criticar al propio, porque parece que debilita la posición nacional, pero lo menos que se puede decir es que cuesta descubrir los círculos virtuosos de las estrategias seguidas por ambos gobiernos. A la corta, Argentina tuvo más frustraciones y a mediano plazo Uruguay advertirá que el beneficio no merecía semejante gasto. Por encima de este desagradable momento, en algún momento no sólo los dos países sino el Mercosur y la Unión Sudamericana tendrán que advertir que la cuestión del medio ambiente es uno de los terrenos donde se librarán algunas importantes batallas futuras entre las metrópolis que siguen mirando al resto como si fuera el arrabal del mundo, y las naciones en desarrollo que no podrán defender la calidad de vida y los sueños de sus pueblos, como Gualeguaychú, si se maniatan los pies y las manos en nombre de consideraciones tácticas circunstanciales. En el fondo de todo esto, sigue pendiente una reconciliación verdadera entre la política y la sociedad, o viceversa.
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