EL PAíS › OPINION
› Por Horacio Verbitsky
Desde Nueva York
El Comité para la Protección de Periodistas de Nueva York (CPJ) celebró esta semana su 25º aniversario, lapso en el cual apoyó a colegas perseguidos en todo el mundo por un ejercicio del periodismo molesto para las autoridades políticas o para algún poder superior. Durante la ceremonia en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York fueron honrados con el premio internacional a la libertad de expresión el reportero gráfico colombiano Jesús Abad Colorado; la corresponsal de la cadena Al-Arabiya Atwar Bahjat, asesinada en Irak en febrero; el presidente de la Unión de Prensa de Gambia, Madi Ceesay, y el editor del diario yemenita Al-Wasat, Jamal Amer, especializado en informes sobre corrupción y militancia religiosa. Además se anunció la creación de un fondo para respuestas de emergencia, que llevará el nombre de uno de los fundadores del CPJ, el notable periodista independiente Michael Massing.
El y pocos más prescindimos del smoking para el encuentro anual que también sirve para que las empresas de medios y otras hagan sus donaciones en apoyo de los periodistas hostigados en todo el mundo. También subieron al escenario para ese anuncio ex miembros del CPJ, presentadores en anteriores ceremonias y los premiados en el cuarto de siglo transcurrido desde la creación del CPJ, entre ellos el autor de estas líneas.
Revisitada cinco años después, la sesión ritual del CPJ en el Waldorf permite algunas deprimentes constataciones. Geoff Nyarota, también premiado en 2001, ya no es el director del Daily News de Zimbabwe, porque el gobierno de Robert Mugabe lo forzó al exilio, luego de destruir la imprenta del periódico con un misil y de infiltrar la redacción y la administración hasta producir un insoluble conflicto interno. Nyarota tirita en Minessotta, uno de los estados más fríos de este país, donde se radicó la inmigración escandinava.
Mazen Dana, distinguido ese mismo año, no sigue documentando con su cámara para la AFP la resistencia de sus menesterosos compatriotas palestinos contra las bien pertrechadas tropas israelíes, porque una ráfaga de ametralladora de un soldado norteamericano lo mató en Irak. Ni el hostigamiento del gobierno menemista ni el haber conseguido la derogación del delito de desacato con el que hasta entonces eran perseguidos aquí los periodistas molestos es comparable con lo que Geoff y Mazen padecieron y me hizo sentir un intruso entre auténticos héroes.
Pero algunas otras cosas han cambiado para bien. Aquella vez apenas habían pasado dos meses desde los ataques del 11 de septiembre de 2001, que dejaron a los neoyorquinos en estado de estupefacción. Dediqué el premio al centenar de periodistas que fueron secuestrados, torturados y asesinados bajo el terrorismo de Estado en la Argentina, cuando treinta mil personas fueron hechas desaparecer. Y como el CPJ nos ayudó entonces a llamar la atención del mundo sobre el sufrimiento del pueblo argentino, intenté transmitirles con sinceridad el punto de vista de un periodista extranjero sobre lo que a ellos les estaba ocurriendo. Se percibía la tentación creciente en los Estados Unidos de rebajar sus elevadas normas de libertad de expresión, de restringir sus propias libertades y de ignorar el sufrimiento de otros pueblos. Comenzaban a cuestionarse las reglas del debido proceso y el derecho de defensa y hasta se oían las primeras discusiones sobre el empleo de la tortura. Bush (h.) decía que hay que elegir entre estar “con nosotros o en contra de nosotros”. Peor aún, tal enfoque gozaba de enorme popularidad.
En este contexto la experiencia argentina podía resultarles útil, porque en nuestro país aprendimos que el sacrificio de las libertades civiles y de los derechos humanos en nombre de la seguridad tiene efectos devastadores; que en ninguna circunstancia los valores civilizados pueden ser defendidos por cualquier medio; que nuestro compromiso como periodistas debe ser con la verdad, no con gobierno alguno; que, como enseña la teología, las batallas entre el Bien Absoluto y el Mal Absoluto, conducen al Apocalipsis.
La audiencia se dividió entre quienes aplaudían de pie y quienes permanecían sentados en silencio, con miradas de odio al sudaca que venía a dar consejos que nadie le había pedido. Al fin de cuentas se suponía que estábamos en una fiesta y que desde la intangibilidad de su sistema superior, ellos discernían alientos y reprobaciones al resto de los mortales y nunca a la inversa. Este año, en cambio, la ceremonia se produjo pocas semanas después de la votación en la que el partido del Apocalipsis perdió la mayoría en ambas cámaras. Christiane Amampour hizo una presentación de inusual sobriedad en esta clase de galas, sin esos chistes tontos que se usan para entibiar a la audiencia. Que los periodistas se compadezcan de sus colegas en la línea de fuego no es nada más que una forma de autodefensa. Pero que una estrella de la televisión global diga levantando la voz, en un tono apropiado a la gravedad del tema, que también hay que preocuparse por los sufrimientos del pueblo iraquí y estime en “decenas y tal vez centenares de miles” a sus víctimas inocentes, cuando el gobierno intenta minimizar esas bajas, está hablando de un cambio de escenario. Sobre todo porque esta vez el aplauso fue unánime.
También fue premiado, por su trayectoria de toda la vida, Hodding Carter III, heredero del Delta Democrat-Times de Greenville, Missouri, reportero de televisión, funcionario del Departamento de Estado durante la presidencia de James Carter y esposo de nuestra bien conocida Patricia Derian. Carter reconoció la extraordinaria tarea de los periodistas de todo el mundo cuyo trabajo premia al CPJ, pero prefirió poner el acento en sus colegas estadounidenses y reclamarles que también ellos se decidieran a correr riesgos para desnudar las mentiras del poder que se pagan con sufrimientos de los pueblos.
El sufrimiento del pueblo fue también el eje de las palabras de agradecimiento del reportero gráfico colombiano Jesús Abad Colorado, quien habló sobre las huellas de la guerra en quienes sólo la padecen. Contó de “poblados humeantes y abandonados, comunidades enteras condenadas a dejar sus casas, sus sembrados y animales, familias que preguntan por parientes secuestrados y desaparecidos, otros llorando a sus muertos acompañados por la multitud o rodeados sólo por la selva. También miles de niños que no entienden lo que ocurre y marchan aferrados a perros y gallinas defendiendo el último recuerdo de las parcelas y los hogares que abandonan, muchas veces, para siempre”. La dignidad y la resistencia de los olvidados, agregó, reclaman la solidaridad y el compromiso con la verdad. Cada guerra es una derrota para todos. Tampoco en este caso hubo disidencias entre el público. Ahora resta por ver si este cambio de humor se refleja también en un cambio de la política de los Estados Unidos, cosa que ningún periodista debería dar por sentado.
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