EL PAíS
El eterno retorno
› Por James Neilson
El que a esta altura sea posible prever que el país va directo hacia un duelo entre Carlos Menem y Elisa Carrió es francamente ridículo. Sin embargo, a menos que en los meses próximos comience a formarse un movimiento un tanto mejor que los representados por el exponente más desenfadado de la astucia osmanlí por un lado y la inocencia militante hecha carne por el otro, la Argentina podría verse condenada a elegir entre estos dos extremos delirantes. En ambos casos, se desataría un desastre aún más espectacular que el actual: de triunfar la chaqueña con su séquito de soñadores y oportunistas, el nuevo gobierno se dedicaría a disparar proclamas altisonantes, denunciar lo perverso que es el planeta y organizar procesiones a todos los santuarios disponibles; si le toca al riojano alzarse con el premio, los únicos límites al saqueo resultante serían los fijados por la miseria generalizada. Claro, es posible que Lilita opte por la “abstención revolucionaria”, o sea, por dejar que todo se pudra para que el país termine enfrentándose con sus esencias, pero si bien no cabe duda de que el experimento químico así supuesto resultaría muy pero muy interesante para los deseosos de saber qué le esperaría a una sociedad que repudie la política por principio, no sería demasiado agradable para los ingredientes mismos.
¿A qué se debe esta situación realmente insólita? Acaso a que tanto los “dirigentes” como los que se suponen dirigidos, se hayan habituado a la idea de que en última instancia la Argentina sea un juguete en manos de fuerzas a un tiempo todopoderosas e insensatas. Por cierto, es ésta la teoría del incalificable Eduardo Duhalde, político cuya estrategia consiste exclusivamente en esperar a que el mundo exterior –léase, Estados Unidos–, se apiade del país, de suerte que, como aquellos mendigos hindúes que mutilan a sus hijos para que logren más en el oficio que heredarán, le conviene que el país siga su viaje hacia abajo. Será por creer que lo que se haga puertas adentro no servirá para nada que los favoritos para suceder al bonaerense en la Casa Rosada se parecen más a personajes imaginados por un novelista satírico de mentalidad llamativamente truculenta que a protagonistas de la vida real. Pero, mal que nos pese, lo que hagan los dirigentes locales aún importa mucho más que las vicisitudes del mundo exterior, por globalizado que éste sea, razón por la que la incapacidad al parecer congénita del país para dotarse de un gobierno que por lo menos sea medianamente apropiado hace suponer que lo visto hasta ahora no es nada en comparación con lo que vendrá después.