Dom 10.12.2006

EL PAíS

Norita

› Por Sandra Russo

En las fotos, ella estaba en una reunión con su marido, en otra con sus amigas. Pero nadie la vio ni con su marido ni con sus amigas. Esa sonrisa amplia y divertida que Norita repite en las fotos, para el espectador promedio, es la sonrisa de una señora fiestera, esas que los buenos unitarios de televisión ya bancan y las hacen responder a emociones nobles, pero que epa, oops, voilà: existen en la vida real y mueren, en el imaginario colectivo, en medio de un orgasmo malhabido. Pocos ejemplos más claros y contundentes de la sanción disciplinadora de la opinión pública que cumplen los medios de comunicación, y de cómo cierto morbo indispensable para hacer periodismo es completamente funcional al disciplinamiento social en materias privadísimas.

El nombre de un juego sexual desconocido para la mayoría de la gente de pronto es pronunciado en todas partes. De pronto alguien recuerda: el front man de INXS murió en una práctica masturbatoria de un modo similar; El imperio de los sentidos mostró una escena en la que ella, durante el coito, le clavaba los dedos en el cuello a él y lo mataba, antes de enloquecer y cortarle el pene, para salir corriendo por la calle agitando lo que por fin tenía. ¿Qué hay atrás de esos excesos, de esos juegos extremos de los que algunos parecen obtener algún tipo de clímax cuya naturaleza desconocemos por completo? El sexo es misterioso y hay misterios que no se soportan. Sobre todo para quienes están empeñados en administrarlo, encuadrarlo y castrarlo.

El caso de Río Cuarto tiene todos los ingredientes del policial subyugante, pero epa, oops, voilà: nótese que lo que subyuga incluye el yugo, el debilitamiento del subyugado. La atención colectiva recibe detalles. Y otros, los más, los imaginan. La muerte de Norita permite el acceso a esas imágenes que, siempre imaginándolo, condujeron a su muerte. Permite, además, que las zonas interdictas de millones de mentes parpadeen, enciendan sus balizas. Y la atracción desviada, degenerada, pretexta interesarse en un crimen cuando el interés es otro: ¿a qué juegan los demás? ¿Cómo gozan? ¿Qué dicen mientras lo hacen? ¿Se ríen? ¿Y los que lloran? ¿Y qué obscenidades inventan para hundirse en ese otro mundo en el que todo se suspende y el yo se desdibuja? ¿Cómo se lo bancan? ¿Cómo pueden estar tan interesados en el sexo, cuando todos hemos aprendido a ponerle bozal, baja graduación y frecuencia regular? ¿Y eso le hemos dado a nuestra sexualidad? ¿Frecuencia regular? ¿Será para eso que nos ha sido dado un cuerpo y una mente que se conectan con la de otro u otra, que cuando lo hacen emprenden un viaje hacia el futuro y el pasado simultáneamente, y que después de haberlo hecho no saben ni por qué ni cómo ni hasta cuándo ese contacto perdurará o hacia dónde girará?

Una mujer madura y bella, operada, con mucho gimnasio encima, con dinero, con tiempo libre, goza sexualmente no sólo con su marido. Un hombre fiestero, salvo algunas insalvables excepciones, siempre será para la muchachada un hito masculino admirable. Una mujer fiestera es simpática mientras dura la fiesta y sólo para los que participan en ella o aspiran a hacerlo. Después o si no, se la desprecia. Hasta se la puede matar. Como a María Soledad: ¿cuántos años hubo una opinión pública que después de condenar el crimen agregaba un “pero la piba no era ninguna santita”? Es que en algún extraño lugar de una aspiración cultural, las mujeres debemos ser santitas para estar a salvo y para no merecer que nos pase nada terrible.

Norita, esa mujer que conocía, a juzgar por el imaginario que despertó su crimen, no sólo un lecho conyugal con un solo hombre para toda la vida, sino también a otros, como si los hombres fueran como gustos de helado que es bueno probar, vive en un barrio cerrado en el que ¡se juega el juego de las llaves! ¿Y qué es el juego de las llaves, ese del que habla todo el mundo como si fuera el dominó? Se enteraron de eso hace dos días, pero te explican con soltura que es como un cóctel del alcobas, un todos con todos pero de a dos.

Las fantasías más primarias afloran brutalmente, a expensas de Norita. Quizá fueron dos. Quizá hubo doble penetración. Quizá era ella la que pedía más. Gente que del sexo probablemente ha degustado lo elemental o que nunca admitiría su interés por la pornografía más hard se enfebrece comentando las últimas novedades. Y lo hace sin la menor conciencia, como si de verdad estuviera comentando un homicidio, cuando a todas luces lo que comenta es lo que hacen algunas personas, lo que les gusta a algunas personas, lo que se permiten algunas personas, y lo mal que pueden terminar algunas personas.

El interés en el crimen de Río Cuarto es tan visiblemente moral, y tan infantilmente revelador de “ese trozo de noche que cada uno lleva en sí”, al decir de Michel Foucault, que impresiona. Porque no nos habla apenas de lo previsible, de esa noche que palpitaba en la vida de Norita, sino de otra noche, una más profunda, menos estrellada; una noche interna e incrustada en lo más inhóspito de millones de personas; una noche perenne y peligrosa, porque está hecha de la oscuridad sembrada en nuestras percepciones por un poder –social, religioso, idiosincrático– que nos pretende así, tal como estamos: ávidos de saber más sobre la vida sexual de Norita, esa mujer que fue ahorcada después de gozar como no corresponde.

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