EL PAíS › OPINION
Una reseña sobre la historia reciente “del campo”, de la ruina al éxtasis, del sótano al paro. La sordera de cierta dirigencia y, aun así, sus razones relativas. Las contiendas, las victorias y las deudas del Gobierno. La acción directa, desclasada.
› Por Mario Wainfeld
Si el observador repara en que está por cumplirse un lustro de las jornadas de diciembre de 2001, no le cabe más que asombrarse por lo que ha cambiado la agenda pública desde ese –no tan remoto– entonces. Un paro “del campo” reclamando al Gobierno una mejor discusión acerca de cómo se captura, se reparte y sustenta en el largo plazo el mayor crecimiento del sector en décadas era, sin ir más lejos, una hipótesis inimaginable, descabellada. El cambio copernicano se nos cayó encima. Ocurrió al estilo local: precipitadamente, sin premeditación, a impromptus de inspiración y de ambición, con actores veloces, dotados de una astucia animal para surfear los cambios de época aun sin comprenderlos.
Tres gobiernos nacionales variopintos cayeron en poco más de dos años, carcomidos por una ingobernabilidad galopante. El efímero Adolfo Rodríguez Saá anunció el default, Eduardo el fin de la convertibilidad. Explotó un sistema ingenioso, artificial, contingente, pensado para salir de la híper que se había prolongado morbosamente. Sus efectos en materia de recesión, pobreza y desempleo habían sido fenomenales. El shock del default los potenciaría y determinaría un piso terrible, estructural, muy peliagudo para revertir pero a la vez sencillo de ir levantando.
La devaluación era una salida de libro y también era un hecho que habría de ser catastrófica, demasiado tiempo se había prolongado el cepo para que ocurriera de modo más amigable.
La pesificación asimétrica definida por el tartajeante (pero no por eso privado de astucia sectorial) gobierno de Eduardo Duhalde cambió las reglas de juego. Alivió a muchos argentinos endeudados, que se propagaban por una variada escala social y geográfica. Tal vez en ese momento no se midió bien la magnitud de la escala de beneficiarios. Uno de los primeros fue el sector agroganadero, endeudado acaso como ninguno. La nueva cotización de la moneda, a la que se llegó por un trámite tumultuoso, no del todo controlado ni del todo inocente, alteró su ecuación en tiempo record. Jorge Todesca relata bien el efecto en su reciente libro El mito del país rico: “Los precios de los productos estaban en alza y la devaluación había multiplicado los ingresos por tres de manera instantánea. Las retenciones llevaban parte de esa renta a las arcas del Estado pero aún así la prosperidad repentina era fantástica”. La reseña no es –ninguna podría serlo– neutral o aséptica: Todesca integró el equipo económico encabezado por Jorge Remes Lenicov, cuyas acciones reivindica y relee, pasado un tiempito. La foto que propone es indiscutible, la expresión “prosperidad repentina”, más que sugestiva.
Las gentes del “campo” reaccionaron en su momento de modo atávico: creyeron que su enriquecimiento repentino era un logro de su prosapia, sin contrapartidas sociales. Como los nobles tras la Revolución Francesa, no entendieron ni aprendieron. Resistieron con furia las retenciones sin percatarse de que estaba por lloverles bienestar por un largo período. La ceremonia fáustica de la Rural en 2002 fue consagrar con una silbatina la política que se abría. A cuatro años de distancia, cumple destacar la magnitud de sus anteojeras ideológicas, aun en lo que a sus billeteras concierne.
Pasado el tiempo, queda comprobado que a grandes rasgos la sencilla política promovida por la gestión de Duhalde y emprolijada en la de Néstor Kirchner (dólar recontraalto, retenciones a las exportaciones, intervencionismo de un Estado muy cuidadoso en los equilibrios fiscales) fue razonablemente eficaz. Mucho más que la de los gobiernos noventistas que jamás afrontaron un paro de magnitud comparable al que termina mañana.
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Los promotores de la medida se atajan prometiendo que no habrá de impactar en los precios al consumidor. Aluden a un paro sin lesividad, un oxímoron. No verbalizan otro detalle que es la inocuidad del paro puertas para adentro. Mientras los docentes que hacen huelga en provincia de Buenos Aires sufren descuentos de haberes, las gentes “del campo” no detienen su actividad, no dejan de producir, no pagan un peso por sus acciones.
El Gobierno dice que el paro es “político”, para desmerecerlo. Todos los gobiernos dicen que todos los paros que los interpelan son políticos, para desmerecerlos. Jamás tienen razón, es obvio que las medidas de fuerza son políticas, que su principal finalidad es interpelar al Gobierno y a la opinión pública. Los cuestionamientos a la política, tan de moda, tan Blumberg’s style, deberían estar restringidos a los cualunquistas, a las derechas, a los abanderados de la antipolítica.
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Algunos dirigentes de las entidades “del campo” tienen una estrepitosa portación de clase. De clase dominante, se entiende. Están de capa caída, no pueden decir la mitad de lo que piensan, en un ecosistema adverso, pero el desdén, la soberbia de dueños de la tierra se les cuela en el discurso. La Sociedad Rural (SRA) no es del todo lo que era, pero no ha dejado de ser lo que era.
Pero el paro ha aglutinado a muchos otros sectores, más diversificados, menos arrogantes, menos autistas. La heterogeneidad del conjunto que adhirió con mucha bronca y mucho espíritu de cuerpo a la medida de fuerza, negada por la publicidad oficial, debería ser una señal de alerta para el Gobierno. Los pliegos de condiciones de la Federación Agraria Argentina y la SRA tienen rubros comunes importantes que el paro consolida. Pero hay diversidades chocantes en un colectivo en cuyo interior el Gobierno debería “hacer política” y no abroquelar en su contra. Algo falló en las tácticas si todos se unificaron en el reclamo... quizá lo que falló es el tacticismo extremo.
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El Presidente acuñó la consigna de no frenar el crecimiento por temor a recalentar la economía. Esa era una de sus pocas disidencias serias con Roberto Lavagna, cuando trabajaban en tándem. Esa decisión, toda una definición, implicaba riesgos y costos, que tal vez fueron subestimados al jugarlos casi todos a mano de Guillermo Moreno, el manosanta conchabado para resolver una ecuación seguramente superior a sus fuerzas o a sus incumbencias.
Ya en el segundo trimestre del año, Felisa Miceli les explicaba a gentes de su confianza que la política de precios conducida por Moreno era una herramienta que no podía durar más allá de fines de este año. Esa lectura seguramente tributaba algo al antagonismo que los separa, conocido y acallado en Palacio. Pero también espejaba una lectura sensata de la complejidad de las cuestiones a resolver que un mero activismo centrado en los índices de precios no se basta para desentrañar. La contradicción entre la ministra algo devaluada y el supersecretario que no le reporta no es sólo un conflicto de personalidades sino una puja que existe en el magín presidencial. En el día a día se ha resuelto a favor del tacticismo antiinflacionario, un objetivo loable pero incompleto. El etapismo oficial, sensato en su origen, se ha desvirtuado en la prolongación sine die de un manejo sesgado.
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Cuando hay coincidencia ecuménica sobre un objetivo jamás alcanzado y poco buscado, conviene levantar la guardia. El oficialismo, la oposición, las entidades “del campo” concuerdan en que es necesario un plan ganadero para aumentar, de una buena vez, el stock. Horacio Giberti, el memorable secretario de Agricultura del gobierno peronista del ‘73, señala que la falta de planificación es el talón de Aquiles de la política sectorial oficial, que en general rescata.
“¿Hubo planificación alguna vez?”, pregunta este diario a funcionarios oficiales, asesores de entidades contreras, especialistas, a Giberti mismo. La respuesta es unívoca: jamás de los jamases. El dato da cuenta de una inercia densa que quizá debería revertirse en un momento promisorio: economía mundial en expansión, gloria de las commodities, modernización del agro, valorización de la propiedad, gobierno fuerte que puede predisponer condiciones razonables. Si no se puede ahora...
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“¿Por qué paran ahora si no lo hicieron en los ‘90?”, inquieren en el Gobierno. Toda pregunta oficial propicia una respuesta simple, confortante. En este caso, es la adscripción ideológica de mucha dirigencia “del campo” a los slogans del neoconservadurismo, mechada con el buen trato personal que se les propinó, al que le asignan un valor desmesurado.
La simple respuesta oficial no es falsa pero sí inconclusa. Lo que falta, de lo que debería hacerse cargo. Es que reclaman ahora precisamente porque les va bien, porque tienen peso, poder, expectativas crecientes. Los más potentes y fastidiosos en las pujas distributivas son los privilegiados de la época. A la gente “del campo”, con su tintín oligárquico, le molestaría ser comparada con los obreros petroleros o los camioneros. Pero, como ellos, usufructúan de los beneficios de la etapa y van por más.
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Echar mano a la acción directa es también un reflejo adecuado a los tiempos. Gente bien apela a lo que da resultado, así fueran otrora manejos de plebeyos. Un estudio del Centro de Estudios para la Nueva Mayoría dirigido por Rosendo Fraga, publicado días atrás en La Nación, dio magnitud numérica a un hecho notorio. Los cortes de calles o rutas, la ocupación del espacio público como modo reclamo, se ha desplazado de una clase a otra. La mayoría de los piquetes en 2006 no fueron obra de los piqueteros. Ciudadanos mejor ensopados coparon la parada: asambleístas de Gualeguaychú, vecinos de Caballito indignados por la edificación silvestre de torres, vecinos de varios parajes preocupados por la inseguridad urbana, gentes “del campo”, en fin.
La acción directa paga bastante en la realidad política nativa, su apropiación por algunos sectores no desvalidos no debería sorprender a nadie.
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Los objetivos a compatibilizar son complejos: mantener el crecimiento, el círculo relativamente virtuoso de exportaciones y recaudación records, acrecentar el consumo popular a precios diferentes a los internacionales. Esos objetivos no se zanjan con la linealidad de una política de precios, sino merced a una praxis que el Gobierno es bichoco a adoptar, acaso porque no sabe cómo hacerlo: discurrir los temas, trabajarlos en largo plazo, asumir que no todo responde a la lógica del nudo gordiano, compatibilizar, acercar posiciones. Lo cual no equivale a renunciar a la primacía o la conducción sino saber utilizarla en un marco más complicado que el emerger de la crisis, cuando el trazo grueso resolvía todo.
Los “dueños de la tierra” no terminan de reconocer que el combo paridad cambiaria competitiva-retenciones le ha sido insólitamente propicio, allende sus limitaciones perceptivas. Pero algunos de los reproches de los huelguistas camperos deberían ser explorados: la distinta apropiación de la renta del sector de la carne, concentrada en los exportadores y los “consumeros”, por caso. También la abolición, merced a los cambios de timón cotidianos, de horizontes previsibles que ofusca, hace bajar los brazos y estimula a buscar las inversiones más rentables en el cortísimo plazo que no siempre son las mejores para el futuro común.
El Gobierno debería predisponer la mesa, como otras tantas que adeuda, en una etapa en que la emergencia debe ir cediendo paso a concertaciones de variado pelaje, a pensamientos en plazos más largos que el que media hasta el próximo índice de precios al consumidor.
La victoria da derechos, pero genera nuevos escenarios que tornan obsoletos, o al menos incompletos, los medios utilizados en medio de la crisis. Un abordaje de mediano plazo de una cuestión con varias aristas debería recoger buena parte de la cartilla del Gobierno, empezando con los impuestos a las exportaciones, siguiendo con la intervención estatal, vía subsidios al consumo interno, entre otras variables. Pero esa victoria general no debería oscurecer las deudas del oficialismo de cara a una segunda etapa en la que las cosas son más intrincadas, en alguna medida porque en su momento resultaron bien.
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