EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Surgidos desde lo más profundo y oscuro de la historia reciente, el secuestro de Luis Gerez y la desaparición de Jorge Julio López escupen a la cara de los argentinos. Una sociedad azorada por el coletazo del terror comienza a vislumbrar que, a pesar de los años y los esfuerzos sostenidos, la bestia acorralada todavía tiene uñas y dientes. Peor aún, si sobrevivió ha sido porque sectores de esa misma sociedad la alimentaron y mantuvieron con vida, le hicieron guiños, se negaron a condenarla, usaron indirectas para justificarlas y pusieron miles de trabas a que la Justicia limpiara cicatrices, suciedades e injusticias.
Durante treinta años la lucha contra la impunidad y por la condena al terrorismo de Estado y los represores avanzó contra viento y marea en escenarios que la mayoría de las veces le fueron desfavorables, entre marchas y contramarchas, a veces en soledad y otras con el acompañamiento de gran parte de la sociedad. La principal virtud de esa lucha fue la perseverancia y la búsqueda permanente de la sociedad como interlocutora. Esa lucha por la justicia, además de ideas y argumentos, necesita que sea asumida por la sociedad en su conjunto. Nada se habría avanzado si se hubiera elegido sólo el testimonio y la confrontación con una sociedad que en un primer momento vivía esos reclamos con inquietud y poca simpatía. Y tampoco se habría avanzado si hubieran aceptado las primeras respuestas, algunas parciales, pero de buena fe, y otras que sólo apuntaban a una vuelta de página y la desmovilización. Ni el desaliento ni las amenazas la pudieron detener.
Los organismos de derechos humanos –las dos corrientes de Madres, Abuelas, CELS, Familiares, HIJOS, Serpaj, MEDH y APDH, entre las principales– palpitaron en su interior, con debates a veces muy frontales, los altibajos y complejidades de ese difícil camino. Finalmente, la mayoría de la sociedad entendió el planteo y lo acompañó. Esa fue la batalla más importante que se dio en estos treinta años en el plano de la cultura, una pelea por los principios éticos que sirvan de basamento a una sociedad democrática y en paz. No se trata solamente de un problema de la Justicia, ni de los reclamos de las víctimas. Lo que estuvo en juego todo el tiempo fue el tipo de país donde se quiere vivir.
Y mucho menos fue revancha o parcialidad, porque en esa lucha se favorecieron hasta los represores que están siendo y serán juzgados por tribunales legales, en forma pública y con derecho a defensa. Nadie los fue a buscar en las sombras, a ellos ni a sus familias, para secuestrarlos y matarlos. En treinta años no se produjo un solo atentado de ese tipo cuando el saldo que dejó la dictadura –miles de familias despedazadas, hijos sin padres, madres sin hijos, torturados y desaparecidos– podría haber sido el germen de una reacción basada en el odio y no en la justicia. Hablar de revanchismo en este caso, cuando solamente se pidió justicia, es hacerle un guiño a la bestia, justificarla, alimentarla, darle argumentos para mantenerla viva.
Porque entre todas las vueltas de ese camino hubo muchos, sobre todo en el seno de las Fuerzas Armadas y los organismos de seguridad, que se mantuvieron impermeables, que como se saben en minoría prefieren maniobrar en silencio o intentan mostrarse como víctimas angelicales de una especie de inundación setentista maligna.
Aunque esos sectores no hayan participado en los secuestros, son los principales responsables de que hayan ocurrido. Los miniclimas que se crean en reuniones de militares y policías, en retiro o en actividad, donde atacan a los organismos y a la política de derechos humanos del Gobierno, abonan el retorno de las acciones violentas. Los jefes militares que, desde su lugar, entendieron el fondo de estos reclamos, siguen siendo minoría. Esa batalla en el plano de los pensamientos, de las ideas, de los principios éticos, todavía se tiene que dar principalmente en esos ámbitos, donde la sensación que trasciende, en el mejor de los casos, es que están convencidos de que las cosas volverán a ser como antes cuando se vaya este gobierno. Y piensan así porque la política de derechos humanos no se asume como una política de Estado sino que es uno de los temas en la disputa entre el Gobierno y la oposición.
Se dice que en la Bonaerense hay cerca de nueve mil efectivos que revistan desde la época de la dictadura. En las Fuerzas Armadas, el proceso de decantación producido por el tiempo hace que esa cifra sea bastante menor. Pero no se trata solamente de ese punto. El nódulo de la cuestión está en la ideología que subsiste en esas instituciones. En los fuertes resabios culturales del pasado que han resistido el debate que se da en la sociedad civil. Y esa diferencia funciona como un muro de separación, cuando ya cayeron otros que convertían a las Fuerzas Armadas en instituciones privilegiadas y elitistas. Aunque sean dados de baja los policías y militares que revistaban durante la dictadura, el problema estaría lejos de haber sido resuelto.
Porque el eje está en la necesidad de instalar nuevos paradigmas democráticos, ciudadanos y éticos en esas instituciones. Y esos nuevos paradigmas se deducen del rol que una sociedad democrática les asigna. Ya no son más jueces de la vida política del país, ni represores de las protestas sociales, ni el brazo armado de los intereses más recalcitrantes y reaccionarios que nunca podían llegar al gobierno por la vía democrática. Esa campaña es de ideas, se produce en el plano de los pensamientos, de la educación, de lo simbólico y no se da en un día o dos, sino que es un proceso, pero para el cual hay que tener la voluntad política de realizarlo. Los que criticaron la orden de bajar el cuadro de Videla del Colegio Militar probablemente no entendieron la importancia de los gestos simbólicos en esa campaña. Prefirieron incluir otra vez peligrosamente el tema en una disputa menor. La bestia escucha, se alimenta y deduce que todo es cuestión de tiempo, que cuando se vayan éstos, van a dejar de molestarlos.
Están también los políticos que protegieron durante años al general Menéndez en Córdoba, los que votaron por el general Bussi en Tucumán o por el mismo Patti en Escobar, poniendo en un paréntesis de excepción al horror de la dictadura o justificándolos en función de una supuesta eficiencia de gestión y concepto del orden.
Cada expresión que subestime o cuestione la necesidad de los juicios a los represores de la dictadura, alimenta a la bestia, aunque no se coincida en todo con sus actos y expectativas. Es el huevo de la serpiente que se encuba en el seno de una sociedad que luego se atraganta cuando se asoma al abismo que convoca. Convertir a los procesos que se están llevando a cabo en la Justicia en un problema entre oficialismo y oposición, por derecha o izquierda, es atentar contra esos juicios a los que se ha llegado tras una larga lucha y un debate profundo en la sociedad. Es un camino que todavía está abierto y donde este gobierno ha asumido un rol protagónico, por lo que habría que diferenciar entre la responsabilidad por manejar un Estado que mantiene una herencia de bolsones autoritarios, y los ataques de la bestia. Algo que muchas veces se intenta equiparar en forma interesada.
Los casos de Gerez y de López no son idénticos, pero están unidos por esa sucesión histórica. La liberación de Gerez, luego de que el Estado aplicara la máxima presión en el menor tiempo de producido el hecho, pone en evidencia lo que no se hizo en el caso de López en el que se perdieron muchos días organizando la investigación como la búsqueda de una persona perdida y no como alguien que fuera secuestrado. El rescate con vida de López, el esclarecimiento de su suerte y la captura de los responsables se mantiene como una deuda del mismo signo e intensidad que en el caso de Gerez. Si alguna enseñanza puede surgir de este despunte del horror, está en la necesidad de colocar el debate por los derechos humanos en un plano superior al de la pelea entre oficialismo y oposición. Enturbiar esta discusión desde cualquier lado tiene consecuencias odiosas. Fue muy positivo que el Gobierno impulsara los juicios a los represores, pero a esa instancia la sociedad había llegado tras recorrer un largo camino. La sociedad no decidió a favor de las víctimas, sino a favor de sí misma porque eligió con esa decisión el tipo de convivencia que quiere para este país.
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