› Por Horacio Verbitsky
Patricio Gabriel Flores acababa de cumplir 21 años. El jefe de la cárcel 19 de Saavedra, mayor Gabriel David Filippini, atribuyó su muerte a “una enfermedad fulminante”. La describió como “una tumoración con infección de tipo cancerígeno” (sic), que le costó la vida en una semana. Pero los demás presos en el pabellón 7 no creen en esa historia oficial y cuentan otra versión.
Flores estaba en Saavedra desde julio, procesado por robo. Llevaba una vida normal y estudiaba para terminar el secundario. A fines de diciembre le extrajeron una muela infectada. Desde entonces se descompuso con frecuencia y tuvo fiebre constante. A partir del 1º de enero él y sus compañeros comenzaron a pedir que lo trasladaran a sanidad para que lo atendiera un médico, pero los guardias alegaban una orden superior por la que no podían abrir el pabellón de máxima seguridad. Recién el sábado 6 consiguieron que lo viera una enfermera. Lo inyectaron para bajarle la fiebre y en minutos lo devolvieron al pabellón. El domingo perdió la visión. Los presos discutieron con los guardias, les advirtieron que se moría, opinaron que tenía meningitis. El lunes 8, día de su último cumpleaños, lo internaron en el Hospital Penna de Bahía Blanca, con 39,5 grados de temperatura. Dos días después murió. Los demás presos fueron amenazados con represalias si hacían conocer el abandono que padeció Flores y que condujo a su muerte.
El fiscal federal de Bahía Blanca Hugo Cañón, copresidente de la Comisión Provincial por la Memoria, se enteró de lo que sucedía e intervino. Pidió la exhumación del cuerpo para que una autopsia determinara la verdadera causa de la muerte y presentó un hábeas corpus correctivo ante “el peligro que correría la integridad física y psicológica” de los presos que asistieron a la agonía de Flores y “el clima de miedo y tensión al que están expuestos”. El fiscal provincial Eugenio Casas, quien desde hace dos años mantiene paralizada la investigación por la muerte del interno Haroldo Cárdenas Otegui en la cárcel de Bahía Blanca, reclamó que Cañón fundamentara la pertinencia de la autopsia solicitada. La jueza de garantías Gilda Stemphelet rechazó el hábeas corpus, porque la denuncia era anónima y no especificaba “quiénes podrían ser los supuestos afectados”. Al apelar este fallo ante la Cámara de Casación, Cañón sostuvo que esa lectura “superficial” de los hechos y del derecho aplicable contradecía jurisprudencia de Casación, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que obligan al juez a utilizar todas sus facultades legales en forma diligente para investigar los hechos y que admiten recursos por una población carcelaria en su conjunto. Para Cañón, el anonimato de los denunciantes que acercaron la información a su fiscalía general es un “indicio contundente de la gravedad de la situación” porque “advierte del temor que impera entre los internos, quienes son extorsionados” por sus custodios. No entender que el anonimato “es un claro indicador del peligro que están corriendo” es, “al menos, un desconocimiento del sistema perverso que impera en el Servicio Penitenciario y resulta funcional a la supervivencia de tales prácticas”. Cañón niega que no se haya identificado a las personas necesitadas del amparo judicial, ya que su escrito mencionó a los internos alojados en el pabellón 7 y a “los que conocieron la falta de atención médica que derivó en la muerte de Flores”. Como la jueza tiene todas las facultades para determinar el nombre y circunstancias de cada una de esas personas, su inválido argumento “deja al descubierto su inactividad absoluta”, comportamiento generalizado pero “inaceptable”. El abogado de la Unidad de Asistencia en causas de Derechos Humanos, Abel Córdoba, revisó la historia clínica de Flores, donde no aparecen trazas del cáncer que mencionó el jefe del penal. Si hay un tumor, está en otro lado.
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