EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Cuando comience el próximo mandato presidencial, en diciembre de este año, el precio de la canasta básica de alimentos habrá aumentado, de seguir la tendencia del último trimestre, entre 30 y 40 por ciento. Si un millón y medio de actuales pobres no aumentan sus ingresos en tiempo y porcentaje equivalentes descenderán a la categoría de nuevos indigentes. A menos que el Gobierno haga algo para impedirlo, el alza será inexorable, porque los acuerdos de precios sólo se aplican a mercaderías de baja calidad o marcas desconocidas y en una variedad mucho menor a las anunciadas por canales oficiales. Esos acuerdos, en realidad, funcionaron mejor cuando todo el peso de la autoridad política presidencial se aplicó para hacerlos cumplir. Apenas el control, como debe ser, quedó en manos de los funcionarios de menor jerarquía, los formadores de precios apelaron a los hábitos clásicos y el consumidor de menores ingresos volvió a perder la carrera entre precios y salarios. De modo que si fuera por eficiencia, detrás de la funcionaria que removieron en el Indec, tendría que haber desfilado hacia la salida al menos algún secretario de Estado que ha demostrado mayor habilidad para conseguir figuración mediática personal que para cumplir con sus tareas. En el año del chancho, según el horóscopo chino, estas “efectividades conducentes”, para usar palabras de los seguidores de Yrigoyen, son más importantes para la mayor parte de los ciudadanos que todos los debates reales o figurados sobre la credibilidad de las estadísticas del Indec. Para el consumidor y votante, no hay medición más cierta que el dinero necesario para sus compras cotidianas.
Sería tranquilizante para el ánimo público que el Gobierno desarme las conspiraciones internas cuantas veces sea necesario, pero que alce la voz y sancione a los agiotistas y especuladores. En este sentido, la experiencia de los que estudian este tipo de comportamientos reconoce que no hay mejor subsidio que aumentar los ingresos de bolsillo de los consumidores. Sin tener a mano las cuentas globales, el ciudadano que sigue las noticias diarias recibe la impresión de que el Estado disuelve los litigios con los grupos empresarios más fuertes sin gases ni bastones, a fuerza de subsidios, apertura o renovación de créditos blandos, licuación de deudas y otros recursos por el estilo. Lástima que la pobreza no pueda tratarse como los negocios, porque en ese caso los millones de pobres, un tercio de la población total, andarían con la misma sonrisa que lucían el jueves por la noche los jefes de las entidades agropecuarias, con toda pompa llamados “el campo”, después de reabrir el diálogo con el jefe Fernández y la ministra Miceli. Es probable que sea más fácil atender los negocios más jugosos que resolver las secas demandas de la pobreza. En especial si tienen razón los cristianos con opción por los pobres que acaban de clausurar el XXII Seminario de Formación Teológica, cuyo documento final sobre las “Ciudadanía Plena y Vida en Abundancia” razona así: “Durante años, al sistema social se lo caracterizó por la explotación por parte de una minoría sobre las mayorías, utilizando categorías como dependencia u opresión. Sin dejar de estar muy presentes estas cuestiones, actualmente la situación se ha agravado debido a una dinámica socioeconómica que ‘produce’ individuos y muchedumbres literalmente innecesarios para su funcionamiento, a quienes descarta a modo de ‘desechos’ humanos o ‘residuos’ sociales. Se suele hablar de exclusión para hacer referencia a esta situación de quedar fuera del sistema, pero no se trata de una simple anomalía (...) Son en su gran mayoría personas anónimas que ni contribuyen sustancialmente al Producto Bruto Interno, ni se pronuncian de forma elocuente en los medios de comunicación, ni saben tal vez leer y escribir. Son ‘no-personas’”.
¿Cuáles serán las categorías que utiliza la cultura pedagógica de los institutos de formación de oficiales de las fuerzas de seguridad? A juzgar por lo que acaba de pasar en la Escuela de la Policía Federal, donde una veintena de cadetes de ambos sexos tuvieron que ser hospitalizados después de ser “bailados” con brutalidad extrema, la instrucción es la misma de siempre, ningún hábito fue alterado por esta democracia que se ufana de sus compromisos con los derechos humanos. El episodio fue analizado y resuelto por el ministro del Interior, Aníbal Fernández, responsable político-institucional de la fuerza, con esa sencillez de lenguaje y pensamiento que caracteriza sus apariciones públicas. Un par de epítetos, un dúo de instructores sancionados, contratos para algunos deportólogos y se acabó. Sin embargo, la situación es tanto más compleja, si se atiende a los diversos testimonios de otros aspirantes que pasaron por situaciones idénticas en años anteriores, tanto en la Federal como en el Servicio Penitenciario. Por lo pronto, los encargados de “bailar” a los novatos son cadetes de los años superiores, es decir sobrevivientes que fueron entrenados para la crueldad.
O sea, que no se trata del extravío ocasional de alguno, sino de un método deliberado y aplicado con alevosía, un auténtico hábito, en conocimiento pleno de las autoridades de la escuela, que si no lo sabían son responsables por indiferencia. Correspondía entonces la remoción completa de la conducción y, como mínimo, la expulsión del tercer año, para dar una señal ejemplarizadora. ¿Habrá que releer aquel discurso autocrítico del general Martín Balza acerca de la obediencia debida de órdenes inmorales? ¿Qué entendieron funcionarios como Fernández, en una cartera clave, acerca de las implicancias y alcances del compromiso de “Nunca Más”? Podría argumentarse que en todas las escuelas militares del mundo se aplican métodos tan crueles o más, tanto en las exigencias físicas como en la aplicación de humillaciones psicológicas, sobre todo en los países centrales que dieron la pauta para el resto. Los “marines” de la infantería o los “seals” de la marina de Estados Unidos son modelos actuales, como lo fueron en su tiempo los paracaidistas franceses que actuaron en Argelia y otros países colonizados por Francia y así podrían encontrarse referencias que remitan a las legiones del Imperio Romano y otros que empleaban la fuerza bruta para invadir y conquistar. Aquí mismo, hasta el trágico episodio del soldado Carrasco, hay innumerables anécdotas tristes o patéticas sobre el entrenamiento del muchacho que “corre, barre, limpia”, el “colimba”.
Los valores implícitos en la defensa de los derechos humanos, que llevan más de medio siglo tratando de abrirse paso en el mundo desde que fueron aprobados por las Naciones Unidas, representan una transformación cultural, la propuesta de nuevos hábitos, la idea del monopolio de la fuerza por el Estado para proteger y servir, la reivindicación del Otro como semejante, igual y diferente, tanto en el plano de los derechos civiles como en el de los derechos económicos y sociales. Un gobierno que reivindica su inspiración en esos valores, portador de la nueva cultura, está obligado a impartir justicia social lo mismo que a educar a sus hombres de armas en códigos distintos a los que los precedieron. Ninguna área del Estado puede eximirse de esa responsabilidad compartida, ningún nivel de la administración pública puede justificar incumplimiento del mandato implícito en el compromiso general, totalizador. De lo contrario, la conciliación o la mirada ausente en la Escuela de la Policía Federal invalida el discurso que esta misma semana pronunció en París la senadora Cristina Fernández, en nombre del presidente Kirchner. ¿Qué sanción recibiría un funcionario de gobierno que dijera en público que el tratado que declara delito de lesa humanidad la desaparición forzada de personas fue un pretexto para “instalar” la figura internacional de la primera dama? La sanción equivalente correspondía aplicar en el instituto policial, con o sin epítetos de indignación.
En un año de renovación de mandatos ejecutivos, por supuesto, la gestión pública tiene una sensibilidad especial y suele ser interpretada por los extremos. Por generosas o por mezquinas, las apreciaciones suelen ser exageradas. Los hechos públicos, incluso algunos delitos comunes o azarosos resultados deportivos, adquieren una dimensión exaltada, en un tono operístico que resulta por momentos agobiante. Hasta las protestas vecinales, comunes en cualquier metrópolis, son examinadas del derecho y del revés para saber si son legítimas o están “armadas” por algún puntero o aspirante electoral que quiere ponerla difícil para la administración de turno. El viaje de la esposa del Presidente, por supuesto, no podía escapar de ese hábito de campaña, a punto tal que en algunas crónicas parecía más importante con quiénes se entrevistaba que la razón principal de su presencia en París. El Tratado, auspiciado en Naciones Unidas por Francia y Argentina, que allí rubricaron medio centenar de países, con ausencias notorias como Estados Unidos, representa una contribución importante al esfuerzo por implantar en la civilización del siglo XXI reglas de juego basadas en el respeto de los derechos humanos. Desde ahora, ya no le pertenece a nadie en particular y cuando sea ratificado por los congresos será patrimonio universal, como se verá cuando se aplaque la polvareda de la agitación electoral.
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