El ex senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, víctima directa de los atentados de la Triple A, apunta al ex ministro de Bienestar Social y advierte que “nunca se investigó lo que pasó en Ezeiza”.
› Por Alejandra Dandan
Sucedió poco antes del golpe de 1976. En la misma sala donde ahora está sentado, y probablemente entre los pliegues de los sillones que asisten silenciosos al paso del tiempo. La reunión convocó a los principales referentes políticos de la oposición y del justicialismo para analizar el fin del mandato de Isabel Perón. Hipólito Solari Yrigoyen por entonces era vicepresidente radical del Senado. En su departamento, en esos sillones, se sentaron Raúl Alfonsín, Ricardo Balbín e Italo Luder. “Por eso es muy injusto –dice– cuando nos dicen golpistas: Balbín hizo todo lo que pudo para evitar el golpe, pero el juicio político ya no era posible.”
Solari Yrigoyen volvió a contar fragmentos de su historia en las últimas semanas a partir de la reactivación de la causa de la Triple A. El juzgado de Norberto Oyarbide lo convocó a declarar como testigo no sólo por su lugar en el Senado, sino por una trayectoria en el campo gremial que lo llevó a trabajar como abogado de los gremios no alineados en el peronismo ortodoxo, como la CGT de los Argentinos, conducida por el gráfico Raimundo Ongaro. O lo acercó a Agustín Tosco, un amigo personal a quien presenta como “el mejor dirigente sindical en mi opinión –dice– que tuvo la Argentina en el siglo XX”. Esos antecedentes y su oposición a un proyecto de ley que atentaba contra las garantías gremiales le valieron una denuncia de Lorenzo Miguel y los efectos de uno de los dos atentados con explosivos que estuvieron a punto de quitarle la vida. El primero, el 21 de noviembre de 1973, antes de la muerte de Perón; el segundo el 15 de abril de 1975.
Las crónicas lo recuerdan como la primera víctima de la Triple A, la organización de la ultraderecha peronista cuyos alcances, responsables y responsabilidades volvieron a ser causa de la revisión de la Justicia.
–Usted fue elegido senador en 1973...
–En las elecciones de marzo de 1973, fui elegido senador por mi provincia, Chubut. Para mí la vigencia de la Constitución nacional siempre fue un objetivo de lucha, sobre todo para una generación como la mía, que vivió largos períodos de desconocimiento de la Constitución. Llegué al Senado imbuido de un bagaje doctrinario, conceptual, ideológico muy firme. Esos principios los apliqué, unidos a mi concepción obrerista, progresista.
–¿Cómo fue su paso por los sindicatos?
–Yo tenía una larga experiencia de actuar con los sectores obreros, había sido abogado de dirigentes no burocráticos. Inclusive más, combatimos al gremialismo ortodoxo a través de la CGT de los Argentinos, de la que participé del primero al último día con Raimundo Ongaro. Era delegado de los gráficos y de los gremios independientes.
–Entre ellos, estaba Agustín Tosco.
–Yo fui amigo personal y abogado de Tosco. Cuantas veces estuvo preso, interpuse recursos y llegué a la Corte. Lo de amigo personal lo demuestra que cuando publicó su único libro, La lucha debe continuar, me pidió que se lo prologara.
–¿Cómo llegó a ellos?
–En lo personal, la gota que desbordó el vaso fue este acto supremo de irresponsabilidad que fue el golpe a Illia. Era ya algo absolutamente intolerable. En mi caso particular, me llevó a la convicción de que había que combatir al gobierno que usurpaba la soberanía popular con todos los medios legales. Onganía era un hombre absolutamente mediocre. Y la trinchera fue la actividad sindical que no estaba prohibida.
–Fue el antecedente de su trabajo en el Congreso.
–En la semana previa al primer atentado, el Senado discutió la ley de asociaciones sindicales que había enviado el general Perón a pocos días de asumir. La ley tuvo una amplia repercusión, porque hubo una defensa del sindicalismo ortodoxo, pero hubo montones de gremios que se oponían.
–¿Qué discutía de fondo?
–En el debate hablé más de cuatro horas sobre la filosofía autoritaria del proyecto: la ley era la creación de la pirámide burocrática autoritaria perfecta, la CGT podía intervenir a las federaciones disidentes; las federaciones disidentes podían intervenir a los sindicatos disidentes, y los sindicatos disidentes quitarles el mandato a los delegados de fábrica disidentes. Por otro lado, no contemplaba la representación de las minorías, como sucede hasta hoy. Mi tesis era que el sindicalismo tiene que tener posiciones políticas, pero cuando es un apéndice del partido los trabajadores pierden. El debate duró hasta la madrugada. Los periodistas entrevistaron al líder metalúrgico de las 62 Organizaciones Lorenzo Miguel por mi discurso y dijo que yo había pasado a ser el enemigo número uno de la clase obrera organizada.
–¿Fue la primera amenaza?
–Sí, fue un término muy duro, pero nunca me imaginé que después de eso iba a venir una amenaza. Yo no culpo a la UOM. Creo que la Triple A, que evidentemente se había formado ya en la clandestinidad y venía vigilando mis pasos, aprovechó esa circunstancia, porque yo me salvé gracias a Dios, pero en realidad era para matarme.
–Pusieron una bomba en su coche.
–Me salvé porque mi coche era un pequeño Renault 6 y la onda expansiva saltó para todos lados. Si hubiera sido un coche compacto, hubiese muerto. La Triple A aprovechó para hacer creer que el origen del atentado podía ser sindical, ésa es mi opinión. Por otro lado, Lorenzo Miguel condenó el atentado y me visitó en el hospital. El Congreso hizo sendas declaraciones de condena.
–¿Por qué dice que la Triple A usó eso como excusa?
–Yo le creía a Lorenzo Miguel. Esto no quiere decir que el sindicalismo ortodoxo no tuviera matones. No lo disculpo, pero después se ha sabido bien que la Triple A estaba dirigida por el ministro de Bienestar Social López Rega y que fue un hombre de un extraordinario poder político; en aquella época para mí fue el que tuvo más poder político en la Argentina de aquel entonces.
–Esto mismo dijo en el juzgado. ¿Por qué?
–Le pongo un ejemplo: López Rega tenía una enorme influencia sobre el líder del justicialismo, el general Juan Domingo Perón, que ya era un hombre de años, enfermo, y también sobre María Estela Martínez de Perón. Logró, por ejemplo, que su yerno Raúl Lastiri fuera incluido como diputado nacional cuando era un ilustre desconocido. Se imagina usted el enorme poder político que tenía que tener López Rega para hacer eso en cinco meses de un ilustre desconocido, sacarlo del anonimato y sentarlo en el sillón de Rivadavia.
–¿Usted cree que esto era mérito suyo?
–El mérito de López Rega lo había llevado a ser cabo de la Policía Federal; no sé otro antecedente. Se desconoce otra cosa más que sus doctrinas esotéricas, digamos.
–¿La pregunta es entonces si actuaba por sí mismo o en nombre de alguien?
–Eso no lo sé, yo no estaba en la intimidad del palacio, pero como senador radical teníamos plena conciencia de que era un hombre muy peligroso, sin normas éticas.
–A su criterio, ¿Perón lo consentía?
–Eso depende de las interpretaciones. Hasta su muerte, el general Perón fue responsable. En los últimos días ya no iba por razones de salud, pero había ido a los actos de Plaza de Mayo y había echado a los Montoneros. Nunca se investigó lo que pasó en Ezeiza. Los radicales pedimos la formación de una comisión investigadora, se nos dijo que había que dejar actuar a la Justicia, la Justicia no actuó y la comisión no existió hasta el día de hoy.
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