Uno de los hombres de confianza de Juan Domingo Perón murió a los 88 años. Camionero, enfermero, coordinador del Primer Plan Quinquenal y nexo con la industria alemana, Jorge Antonio caminó en el filo de los negocios legales. Se le sospechó una relación con el tráfico de armas.
› Por Susana Viau
Quienes leyeron la noticia tuvieron apenas tiempo de llegar al cementerio privado de Pilar donde fue enterrado a los 88 años Jorge Antonio. O, como recuerdan sus biógrafos, Jorge Antún Squen, el verdadero apellido familiar enmendado por el facilismo del funcionario de Migraciones que registró el ingreso del grupo procedente de Yebdene, una remota aldea siria. La verdad es que desde los primeros años de su infancia en La Boca hasta la fortuna de que disfrutó después, mucha agua corrió bajo los puentes: manejó el camión de la empresa paterna y un golpe de suerte lo llevó a escalar posiciones en Aguirre Mastro y Compañía, representante de las automotrices General Motors y Mercedes Benz. Ese hecho fortuito sería el trampolín que lo proyectaría a la riqueza y a las cercanías de Juan Domingo Perón, a cuya sombra el dinero se multiplicó.
Es curioso, resulta difícil discernir si la franqueza con que “El Turco” Jorge Antonio respondía ciertas preguntas era producto de la ingenuidad o del cinismo, de tiros por elevación, de lisos y llanos pases de factura. No tenía empacho en sostener que Carlos Menem, su amigo, estaba dotado, desde su punto de vista, de una sensibilidad mucho más desarrollada que la del creador del Partido Justicialista y relataba, por ejemplo, que en cierta ocasión le acercaron a Perón un niño humilde para que lo besara. El ídolo de los trabajadores lo hizo –contó Antonio–, pero luego pidió a gritos un algodón con alcohol para limpiarse. En su memoria tampoco el hermanísimo Juan Duarte quedó bien parado. Cierta vez –contó sin pelos en la lengua al historiador Felipe Pigna– le hizo llegar un pedido de tres automóviles que pagaría al 50 por ciento de su valor. Tenían como destinatarias a tres actrices de su agenda amorosa: Elina Colomer, Carmen Idal y Fanny Navarro. El cheque con que se pagaron los obsequios, se sinceró el empresario, procedía de la cuenta de la Secretaría de Administración de la Presidencia.
Enfermero en el Colegio Militar en 1942, cuatro años más tarde era designado coordinador del Primer Plan Quinquenal. En 1951, el barón Von Korff lo presentó a la casa matriz de la Mercedes, que lo convirtió en presidente de su filial argentina, una relación que no tardaría en extenderse a otras grandes industrias germanas: Deutz, Thyssen, Siemens y Krupp. Allí, a la planta de Mercedes Benz, “entró un montón de gente, entre ellos Adolf Eichman”, reconoció ante su entrevistador, que de inmediato quiso saber: “¿Lo hizo con el nombre falso de Ricardo Clement?”. Antonio, muy suelto de cuerpo, aclaró: “Todo el mundo sabía perfectamente que era Adolf Eichman y figuró en la Mercedes Benz como Adolf Eichman desde 1949 hasta que lo detuvieron, en 1960”. Para Antonio, el pasado de Eichman era horrible pero “era la guerra y él no hacía más que cumplir órdenes”. No son pocos los que suponen que, en realidad, Jorge Antonio llega a la prosperidad por haber sido el nexo entre Perón y la gran industria alemana. El mismo admitió que fue al amparo oficial que su actividad comercial se diversificó, abriéndose a un rubro en alza: la exportación de granos. Le fue bien, más que bien porque “ganábamos todas las licitaciones del IAPI”, frente a empresas de la talla de Bunge & Born, Dreyfus y la Continental de Granos. Jorge Antonio suponía que sus éxitos en ese plano no hacían feliz a Antonio Cafiero, que a su juicio inclinaba sus preferencias hacia las firmas extranjeras. El golpe militar de 1955 lo puso preso primero y lo exilió luego. De la prisión de
Ushuaia se fugó junto a John William Cooke, José Espejo y Guillermo Patricio Kelly. Las armas, afirman, las había entrado su mujer de a una, semana tras semana y escondidas en el corpiño. Finalmente emigró a Madrid. Tenía dinero suficiente para habitar en un piso de La Castellana y su caballo Revirado alcanzó la fama en el hipódromo de la Zarzuela. El enfermero de Campo de Mayo se había convertido en un apasionado del deporte de los reyes. Aseguran que con su primera esposa, Esmeralda Rubin, tuvo cuatro hijos y adoptó siete más, que se distanció del mayor, Jorge, e hizo del segundo, Héctor, su delfín, propietario entonces de una cadena de heladerías en la capital española. Los otros dos, Carlos y Silvia Inés, bajaron el perfil. Los mejores historiadores de la vida cotidiana del magnate sirio aseguran que los niños adoptados tuvieron una suerte dispar: Jaime participó en la licitación del Hipódromo de Palermo, Angélica se marchó a Alemania e Ignacio estudió Económicas. Los otros, Juan, Tito, José y Elisa Parente fueron confinados a las habitaciones de la servidumbre del piso madrileño. Juan, agregan, fue barrendero en una ciudad dormitorio de la periferia, Tito era casero de la mansión que la familia Antonio tenía en la sierra, José fabricaba helado para Héctor y Angélica se encargaba de los quehaceres domésticos de la casa de su familia del corazón. Al morir Esmeralda Rubin, Jorge Antonio sacó a la luz la relación que mantenía con la que fue su última mujer, Inés Schneider.
A su regreso a Argentina, fue indemnizado con 80 millones de dólares en bonos por la confiscación de sus bienes. Con Carlos Menem, al que introdujo en Puerta de Hierro, mantuvo una larga amistad. Con Menem y sus funcionarios más polémicos: César Arias, Alberto Kohan, Julio Mera Figueroa. Esos tiempos asistieron a un rosario de escándalos: el pufo de dos millones y medio de dólares dejado a un banco de Panamá, la compra por monedas y gracias a los contactos gubernamentales de Aceros Bragado y La Cantábrica, los préstamos del oscurísimo BCCI, propiedad de Gaith Pharaon y del que su empresa Estrella de Mar era uno de los escasos clientes, la sospecha de tráfico de estupefacientes a través de su pesquera (Operación Langostino), la vinculación estrecha con el traficante de armas sirio Monzer Al Ka-ssar. Mucho ruido y pocas nueces. Con cintura de boxeador y contactos de alto nivel, Jorge Antonio sorteó todos los escollos. Se llevó bien con Juan Carlos Onganía y, faltaba más, con los jefes del Proceso de Reorganización Nacional. Al fin de cuentas, creía, “pusieron orden y eso no se puede discutir”. Nunca, en las escasas entrevistas que concedió, mencionó a su sobrina, “La Gringa”, la chica poco más que adolescente que trabajaba en una de las heladerías de Héctor, en Madrid, y desapareció durante la llamada “contraofensiva”.
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