Jue 15.02.2007

EL PAíS  › OPINION

El sentido de la memoria

› Por Daniel Feierstein *

Tzvetan Todorov sugería que hay dos modos de recordar aquellos hechos sociales que impactan en la memoria de los pueblos: un modo “literal”, que sólo puede rememorar la experiencia en sí, sin aprender nada de ella, y un modo “ejemplar”, que permite que dicha experiencia “ilumine” el presente y el futuro, permitiéndonos ver sus nudos de causalidad en el pasado y sus posibilidades de repetición en el aquí y ahora.

Las reflexiones de Todorov vuelven a actualizarse en nuestro país en estos días, ante la discusión desatada por la comparación realizada por la senadora Cristina Fernández de Kirchner entre el genocidio desarrollado por el nazismo en su peculiaridad antijudía (más comúnmente designado como “Holocausto” o “judeocidio”) y el aniquilamiento sistemático producido contra la población argentina en el período 1974-1983 que en la última sentencia judicial producida en nuestro país ha sido calificado como lo que efectivamente fue: el genocidio argentino.

Las declaraciones de la senadora ni siquiera trataron la cuestión conceptual de la calificación de lo ocurrido como genocidio sino que apenas sugirieron hechos históricos constatados como que “la desaparición forzosa de personas tuvo un antecedente del horror en el siglo XX que fue el Holocausto, donde el nazismo llevó a millones de personas a la desaparición y al exterminio” o que nuestro país “fue también durante el siglo XX un segundo laboratorio de ensayo de este tipo de prácticas, que tuvo por objeto sembrar el terror, el pánico, el horror en una sociedad, para implantar también un modelo económico y social de exclusión”.

Sorprende entonces que a dichas declaraciones siguieran algunos comentarios periodísticos críticos retomando discusiones que tienen más de cuarenta años y que han sido superadas, tanto en la actuación de la Justicia como en el ámbito académico, como el supuesto “carácter único e incomparable” del nazismo. Esta perimida afirmación contrasta con las iniciativas jurídicas nacionales e internacionales para juzgar otros hechos genocidas (el conflicto en los Balcanes, los hechos de Ruanda o el aniquilamiento en Camboya), con las resoluciones de Naciones Unidas al respecto (y la creación de la Corte Penal Internacional) y con el consenso de los investigadores especializados de todo el mundo desde, cuanto menos, mediados de la década del ochenta del siglo pasado, con el surgimiento de la International Association of Genocide Scholars.

No sorprende tanto que las críticas provengan de sectores que han sido cómplices con el genocidio argentino, porque cualquier resquicio en el que puedan cuestionar los intentos de conmover el edificio de impunidad creado en nuestro país es aprovechado por aquellos que, pese a su rancio y acendrado antisemitismo, no dudan ahora en reivindicar el sufrimiento judío si puede servir para minimizar el horror argentino, ante el cual muchos de ellos callaron y otros incluso legitimaron.

Es más preocupante cuando la crítica proviene de representantes ligados a los grupos victimizados. Que el genocidio argentino tiene sus genealogías en el nazismo es innegable. Así como que también tiene sus raíces en la doctrina de contrainsurgencia francesa en Indochina y Argelia, en el genocidio desarrollado en la década del sesenta en Indonesia o en las enseñanzas de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que procesó y dio fundamento conceptual a dichos hechos. Es decir, que los genocidas aprenden de cada experiencia, sin discutir demasiado sobre su posibilidad de comparación o no, es una verdad indiscutible. Y no sólo aprenden leyendo, sino “importando” genocidas de una experiencia a la otra.

Que, por el contrario, aquellos que pretendemos confrontar los procesos genocidas no seamos capaces de encontrar las ligazones entre hechos históricos articulados, que pretendamos “estancar” los horrores cada uno en su compartimento, cada uno en su contexto único e incomparable, cada uno en su verdad y sufrimiento incontrastables, no es más que un modo de desarmarnos, de regalar a los genocidas la posibilidad de comprensión y solazarnos en un recuerdo sedante, literal, que no nos puede enseñar nada más que el propio horror.

El Talmud, ese texto tan bello y sabio pese a ser tan antiguo, nos enseña una parábola que se entronca con esta reflexión sobre los modos de la memoria. Un aprendiz pregunta a su rabino por qué la cigüeña es un ave impura si su nombre en hebreo (Hassidá) significa “piadosa, la que ama a los suyos”, a lo que el rabino responde: “porque sólo ama a los suyos”.

Creo que debe ser bienvenida entonces la preocupación de una funcionaria argentina por los judíos asesinados en la Shoá, así como debe ser bienvenida la preocupación de la comunidad judía por las víctimas del genocidio argentino, muchas de ellas también judías.

Quedaría esperar, al contrario de lo que ciertos críticos del comentario de la senadora desearían, que dicha preocupación pudiera atravesar no sólo el pasado sino también el presente y el futuro, intentando revertir los efectos que los genocidios nos han legado: la dilución del carácter crítico y contestatario judaico, la transformación de la estructura social argentina hacia un modelo de exclusión, concentración económica y miseria.

* Profesor titular de la cátedra de Genocidio de la UBA. Director del Centro de Estudios sobre Genocidio de Untref y miembro de la International Association of Genocide Scholars.

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