EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Aunque no hay información exhaustiva, alcanza con repasar las crónicas cotidianas para tomar nota de los elevados índices de conflictividad social. Dado que es un arco muy amplio de actores y demandas –desde los vecinos de Gualeguaychú hasta los trabajadores del Clínicas porteño–, la nómina es inabarcable y ni siquiera es posible juzgar la pertinencia o legitimidad de cada reclamo particular, salvo en algunos episodios que alcanzan mayor difusión mediática, ya sea porque son de tiempo prolongado o porque sus métodos de protesta o reclamo consiguen llamar la atención, casi siempre por el corte de rutas y calles en momentos de tránsito intenso. Por otra parte, las trifulcas bandoleras de “barras bravas” suelen ocupar más espacio informativo que los reclamos de reforma agraria de los campesinos de Santiago del Estero o del Frente Social para la Victoria en Corrientes que encabeza el cura José Luis Niella.
Lo más común en este tipo de análisis, durante bastante tiempo, consistía en adjudicarle a esa movilización de base, a priori, una razón implícita e indiscutible de justicia y de aliento transformador. Después de la crisis institucional en el primer año del nuevo siglo, la reflexión crítica también asoma en quienes siguen de cerca, incluso con ímpetu solidario, las evoluciones del movimiento popular. Una publicación del Centro Nueva Tierra, de inspiración cristiana radicalizada, sobre el tema de la “Participación Popular en las Políticas Públicas”, apunta lo que sigue: “¿Por qué suponemos que todos los cambios que vienen de abajo son buenos? Los cambios vienen de quienes deciden cambiar. No surgen siempre desde abajo hacia arriba... {...} ...Actualmente, en unas cuantas áreas de problemáticas y de conflictos en nuestro país, la sociedad está por detrás del Estado”. Los autores no pertenecen a ningún “espacio K” sino al “colectivo de formadores de la iniciativa llamada Escuelas de Ciudadanía” y las reflexiones fueron recogidas de un encuentro en el Noroeste argentino.
En un esquema de análisis y de sentido muy diferentes, el sociólogo Julio Godio, director del Instituto del Mundo del Trabajo, revisa en más de 400 páginas los sucesos y tendencias de “El tiempo de Kirchner” para concluir así: “Parecería que ahora se comienza a pensar seriamente –gracias a la ‘dolorosa oportunidad’ que abrió la crisis de 2001– que garantizar la gobernabilidad implica una hegemonía que excluya la tentación de caer en la vana ilusión de que la política es puro dominio. La revolución desde arriba de Kirchner parece decidida a transformarse en una revolución desde abajo”. Conceptos distantes, por cierto, de las apreciaciones del ensayista Natalio Botana sobre el posible devenir: “Del imperium de los gobiernos electores en la época del orden conservador, ahora, más atenuado, hemos pasado al imperium de gobiernos (presidente y gobernadores) sobre el régimen institucional. En uno y otro caso siempre sobresale la hegemonía gubernamental” o lo que define también como “principado popular poco atento a las restricciones institucionales” (Poder y hegemonía, El régimen político después de la crisis, ed. Emecé).
Después de repasar hechos y citas, puede apreciarse que los relatos de la política diaria, ajenos a las disquisiciones intelectuales y académicas, siguen ensimismados, con pocas excepciones, en el calendario electoral. Para volver a los dos casos mencionados –Gualeguaychú y Hospital de Clínicas–, entre tantísimos otros, salta a la vista que permanecen ausentes de los discursos políticos y no se conocen propuestas o proyectos que permitan distinguir las aplicaciones prácticas de las diversas ideologías. ¿Será posible que la derecha no tenga más propuesta que la disciplina social y que la izquierda sólo aporte la adhesión bullanguera?
Por lo que puede verse, los múltiples afluentes del movimiento popular circulan por carriles distintos a los de la política, pero no sólo por la presumida indiferencia de los políticos profesionales. También en esas bases movilizadas no hay más voluntad que para conseguir lo particular inmediato, sin reconocer que lo propio, aunque sea satisfecho, no habrá modificado nada sustancial en el conjunto y que, por ello, lo más probable es que lo propio, pasado un tiempo, vuelva a ser insuficiente. Ocurre que las políticas públicas necesitan articular intereses diversos, hasta contrapuestos, y por lo tanto toman distancia de lo micro, de lo propio de cada uno. Dicho de otro modo: es lícito buscar la satisfacción de la reivindicación inmediata, con la condición de seguir avanzando hasta “meterse” en la puja por la gestión del gobierno y del Estado, o sea en el pleito político, lo cual no implica necesariamente una afiliación partidaria, para tratar de que las políticas públicas hagan el promedio a favor del bien común. El ejercicio de esa influencia es lo que aplican cada vez que pueden los empresarios más poderosos, pero a su favor, siempre detrás de “lo propio”, ellos también, aunque lo suyo es la tajada más grande.
Entre los resultados de las crecientes revisiones críticas de las prácticas de lucha popular surgió una evidencia empírica: es equivocada la leyenda que concibe puro al movimiento social y pecaminosa a la política. Según la Escuela de Ciudadanía de Formosa, “para profundizar la democracia” hay que combatir las prácticas del clientelismo, pero no sólo en la gestión de gobiernos y Estados, sino, además, en “los partidos, los sindicatos, las iglesias, las organizaciones no gubernamentales, las fundaciones empresarias. El de las mismas organizaciones de base. No se trata de que todos tengan la misma responsabilidad. Pero sí se trata de reconocer que las prácticas clientelares son reproducidas por muchos de quienes las critican”. En un año de elecciones, conviene andar con el ojo alerta hacia todos lados, porque el clientelismo pervierte la condición ciudadana debido a que sólo reconoce a las personas como emisores de voto, sin más derechos o deberes.
Pese a todos los defectos de muchos de sus practicantes profesionales, hay que reivindicar la política, del mismo modo que debe reconocerse el rol del Estado y contribuir a su rápida reconstrucción sobre bases modernas y transparentes. De lo contrario, aparecerán sustitutos circunstanciales que, más allá de sus contribuciones positivas, serán siempre suplentes y transitorios. El obispo Felipe Piña en Misiones y ahora el cura Niella en Corrientes, donde mañana, domingo, se eligen constituyentes, han cumplido valiosos roles cívicos, pero sus liderazgos indican la incapacidad de la política para encontrar en su propio seno a quienes puedan cumplir esos roles. En el reverso de la misma incapacidad figuran los políticos anacrónicos que son reciclados por los partidos o por el mismo gobierno, acuciados por la contabilidad electoral. Suele argumentarse que el poder y la política no pueden dejar espacios vacíos, pero quizá ésa sea otra leyenda, a lo mejor adecuada para el país anterior. Hoy en día, ¿no sería un impulso a la renovación, un acto de docencia cívica, que el oficialismo apoye candidatos donde tenga del palo de la nueva convergencia y deje la silla vacía ahí donde la única posibilidad es más de lo mismo? Elegir lo viejo porque no hay nuevo, ¿no será, al final, retardar todavía más la aparición de la novedad?
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