EL PAíS › EN RECUERDO DE LA PERSONA Y LA CARRERA DE RODOLFO WALSH
› Por Miguel Bonasso
Si hay un nombre que une a esta isla entrañable de Cuba con la Argentina es Rodolfo Walsh, y no sólo por el hecho de haber participado con la revolución recién estrenada de la experiencia de creación de Prensa Latina, sino porque Rodolfo se mantuvo fiel a Cuba hasta el fin de su vida. Nuestra generación de lucha en la Argentina –que no es una sola generación biológica– es hija directa de la Revolución Cubana; nos formamos con una conciencia guevarista y con el compromiso de unir la palabra y la acción.
En Walsh esa coherencia entre el discurso y el acto alcanza niveles poco comunes en la historia. Hay pocas figuras que representaron más a cabalidad lo que Antonio Gramsci llamaba el “intelectual orgánico”, es decir, el intelectual vinculado a la lucha revolucionaria, que actúa y al mismo tiempo reflexiona sobre esa acción, con un pensamiento crítico, muy libre, muy abierto, muy flexible. La parábola existencial de Rodolfo comienza y termina con una paradoja: primero lo que un famoso dirigente de la Revolución China llamaba “traidor de clase”. Debería haberse enrolado como su hermano, el capitán de navío, en las filas de una marina asesina, que el 16 de junio de 1955 bombardeó Buenos Aires provocando más de 300 muertos y 2000 heridos de población civil y, en cambio, acabó emboscado por la Armada.
Es fascinante asomarse a esa parábola que carga en sus inicios la ingenuidad de ciertos mitos de la clase media. Rodolfo, como descendiente de irlandeses (y por lo tanto antibritánico) tuvo en los años ’40 una corta militancia en una organización nacionalista de derecha, la Alianza Libertadora Nacionalista. Pero fue una experiencia fugaz. Después se alejó de la política activa y fue simplemente antiperonista, como muchos hombres y mujeres de la clase media que no entendían el proceso popular, en parte por errores del propio peronismo respecto del mundo de los intelectuales y de la academia. Con esa conciencia ingenua practicaba la literatura policial deductiva, si bien conocía una literatura policial más dinámica, como la novela negra de Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Estaba todavía muy inmerso en el mundo matemático y especulativo de sus “Variaciones en rojo”, que después repudiaría.
Así, en 1956, cuando llega a ese café de La Plata en el que alguien le dice: “Hay un fusilado que vive”, no le interesaba Perón, no le interesaba el almirante Rojas, no le interesaba el dictador Aramburu. Se decía:
“¿Puedo volver a Capablanca? ¿Puedo volver al ajedrez? Puedo.” Y volvía.
Era una conciencia abstraída del drama que estaba ocurriendo, en el que la clase obrera argentina soportaba el mayor rigor de la represión y no las capas medias que habían apoyado el golpe. Rodolfo mismo había considerado al comienzo que la llamada Revolución Libertadora estaba bien y que el peronismo merecía ser derribado. Sin embargo la realidad lo había golpeado poco antes porque el propio 9 de junio de 1956, cuando se produjo un alzamiento cívico-militar y se intentó tomar el Regimiento 7 de La Plata, Rodolfo escuchó detrás de la ventana de su propia casa cómo agonizaba un soldado y luego lo describió admirablemente: “Ese hombre no gritaba al morir ‘Viva la patria’, sino ‘No me dejen solo, hijos de puta’”.
Esas percepciones fueron como intersticios, como aperturas de una ventana por la cual se iba filtrando un rayo de luz en la conciencia cándida, que todavía no comprendía el drama social y la lucha de clases que se estaba produciendo en la República Argentina. Pero le atrae como periodista la existencia de un fusilado, le atrae la posibilidad de convertirse en un periodista-detective como esos personajes de las películas de la serie negra. Pensó que había una gran nota y tal vez un libro de gran éxito. Y lo había, pero no en el sentido en que lo imaginaba el propio Rodolfo. Walsh logró descubrir al fusilado que vivía y utilizando lo que él llamaba palabras-ganzúas consiguió que ese sobreviviente aterrado hablara. Luego descubrió que había otros sobrevivientes de la masacre de los basurales de José León Suárez y los fue entrevistando uno a uno. A medida que hacía el libro, iba creando, sin saberlo, a través del folletín por entregas, como lo han hecho los grandes escritores en el siglo XIX. Su conciencia iba dejando de ser ingenua.
Al comienzo Rodolfo pensaba que cuando se descubriera la masacre le iban a dar el Pulitzer y que se iba a convertir en una gran figura del periodismo. Sí se convirtió, pero de una manera completamente distinta: lejos de darle el Pulitzer, lo convirtieron a él mismo en un proscrito.
Cuando, con un rigor admirable, logró determinar la culpabilidad del propio jefe de la Policía Bonaerense, el coronel Desiderio Fernández Suárez, tuvo que cambiar de nombre y usar una cédula de identidad a nombre de Norberto Freyre, que fue la que tenía al final, 20 años más tarde, cuando la operación masacre se había generalizado en la Argentina.
En el interregno, Walsh cumplió la sentencia sartreana y en el hacer se hizo a sí mismo. Esa gran investigación que es Operación Masacre cambió su vida y, desde el punto de vista literario, se anticipó en siete años a Truman Capote en la creación de la non fiction novel.
Además, el libro parecía mutar como un ser vivo. En las sucesivas modificaciones que fue teniendo, en las sucesivas ediciones y en los sucesivos prólogos, un Rodolfo cada vez más agudamente comprometido con la realidad fue comprendiendo que la masacre no era un hecho fortuito, sino que formaba parte de un plan de exterminio que iría creciendo en el país, a medida que se iba hundiendo en el modelo neoliberal del Fondo Monetario Internacional, hasta llegar a esa terrible contrarrevolución económica que fue la causa determinante del golpe militar del 24 de marzo de 1976.
Sin duda que la experiencia cubana fue fundamental para Rodolfo por muchas razones: por la vivencia misma de la Revolución en sus tiempos inaugurales, por el trabajo junto a Massetti en la agencia Prensa Latina, por el conocimiento personal del Che. Y por un hecho que García Márquez recogió en su crónica sobre “el escritor que se adelantó a la CIA”. Un día Walsh encontró un despacho de la agencia Tropical Cable que venía con una serie de números, y con esa inteligencia que lo caracterizaba, se dio cuenta de que se trataba de un mensaje cifrado. Entonces, recorrió las librerías de viejo de La Habana y se compró todos los libros de criptografía que pudo encontrar, y se puso a estudiarlos con esa cabeza matemática, ajedrecística que tenía, hasta dominarla y conseguir un resultado asombroso. Porque ese despacho de la Tropical Cable encerraba un mensaje cifrado procedente de la hacienda guatemalteca de Retalhuleu, donde se entrenaban los mercenarios que habrían de venir a invadir a Cuba, en Playa Girón, en 1961. El hombre que había revelado la masacre de los basurales, ignorada por todos los medios de comunicación, ahora estaba en presencia de otra primicia extraordinaria y también de un dato providencial para el Estado cubano.
Este descubrimiento de Walsh es fundamental porque tiene mucho que ver con lo que sería después su actividad revolucionaria en la estructura de inteligencia de varias organizaciones guerrilleras como las Fuerzas Armadas Peronistas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias y finalmente en Montoneros. Pero antes de llegar a esa actividad anónima y clandestina, Rodolfo Walsh había madurado como escritor y producido algunas gemas inolvidables, como el cuento “Esa mujer”, que tiene la exactitud verbal de un gran poema. A fines de los ’60, Rodolfo era ya un escritor consagrado, y con un gran porvenir pero en vez de entregarse por completo a su carrera literaria eligió la militancia y sumergió su nombre en el anonimato de la lucha sindical, al participar activamente en lo que fue el primer intento importante de una central obrera independiente, no burocrática: la CGT de los Argentinos. Ahí Rodolfo escribe algunos documentos esenciales, como el programa del Primero de Mayo de 1968. Y me consta, porque lo hablamos en la época del diario Noticias, que seguía soñando siempre con la posibilidad de la novela que no llegó a escribir.
Ese proceso de ascesis se profundizó al compás de las luchas populares en ascenso hasta alcanzar el estallido en el Cordobazo de 1969. Tras el Cordobazo los sectores revolucionarios evalúan que el llamado “sindicalismo de liberación” ha llegado a un tope en su evolución y que se impone, “como forma superior de lucha”, la lucha armada. Nacen entonces las organizaciones armadas de distinto signo: algunas procedentes del trotskismo que después pasaron al guevarismo, como el caso del ERP; las Fuerzas Armadas Peronistas, con hombres y mujeres que venían de la primera resistencia peronista; las FAR, que habían sido en sus orígenes el grupo de apoyo a la guerrilla del Che en Bolivia. Y finalmente Montoneros, que engloba a las principales organizaciones de la izquierda peronista. Después tuvimos la suerte de trabajar y militar juntos en el diario Noticias. Un diario popular y exitoso que en su breve existencia de 9 meses llegó a vender 150.000 ejemplares por día.
Ahí vivimos experiencias fantásticas como la dirección colectiva ejercida por un grupo de grandes periodistas que eran, a la vez, militantes.
El diario Noticias fue clausurado de manera brutal, con ese antecedente del terrorismo de Estado que fue la Triple A, que llamaba prácticamente todas las noches para decir que nos iban a cortar en pedazos a Rodolfo, a Juan Gelman, a Paco Urondo, a Horacio Verbitsky, a mí.
La noche de la clausura –el 28 de agosto de 1974– el comisario Alberto Villar, que durante el día era el jefe de la Policía Federal y durante la noche jefe militar de la Triple A, subió las escaleras del diario
Noticias, donde unos meses antes nos habían metido un bombazo fenomenal, al grito de: “¿Dónde está el escritorio de Rodolfo Walsh?”. Fue un acto fetichista, muy significativo, como si en ese simple escritorio de oficina, metálico y pintado de gris, sobre el cual no había nada importante, el comisario Villar pensara encontrar las claves del “pensamiento subversivo”. En Noticias vimos a Rodolfo, día a día, manejando la sección policial y enseñando los secretos del oficio a un grupo de jóvenes periodistas entre los que se encontraba su hija Patricia. Y lo hacía con modestia y paciencia, sin guardarse las recetas.
Después de la clausura las cosas fueron de mal en peor: vino el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 que, como él intuyó de manera genial, no se hacía para acabar con “el demonio de ultraizquierda”, sino para aplicar una política económica devastadora que supondría la exclusión social de millones de argentinos. Un plan que sería perfeccionado en democracia, con el gobierno de Carlos Menem.
Rodolfo pasó a manejarse entonces en las estructuras del servicio de inteligencia de la organización y no perdió ni un segundo en ir creando todos los instrumentos que estaban a su alcance, como la agencia clandestina de noticias, Ancla. Y fue sometido a pruebas terribles.
Le tocó lo peor que le puede tocar a alguien, que fue la muerte de su hija mayor, Vicki, que cayó heroicamente combatiendo al ejército. Le tocó sufrir la muerte de un gran amigo, el poeta Francisco (Paco) Urondo, que también estuvo estrechamente ligado a Cuba y a Casa de las Américas. Al final de la parábola, con una conciencia comprometida pero muy lúcida, entendió antes que muchos militantes los errores trágicos que estaba cometiendo la conducción montonera.
Lo advirtió a través informes críticos que tuvo la decencia de presentar a la propia conducción, que fueron censurados por la dirección de Montoneros y recién se dieron a conocer tres años más tarde (1979) en el exilio. Allí decía que Montoneros corría el peligro de no ser nunca una vanguardia, sino una patrulla perdida. Sin embargo, pese a esa conciencia de la derrota inminente, su pensamiento nunca fue derrotista. Con esa conciencia decidió quedarse en el país, precisamente cuando la conducción había decidido sacar a un grupo de cuadros para lanzar en Roma el Movimiento Peronista Montoneros. Perdón por la referencia personal, pero es ineludible. Yo era uno de esos militantes que debían abandonar el país. Para evitarme riesgos el responsable de la operación me ordenó que no me contactara con nadie de la organización. Con una sola excepción: debía buscar a Rodolfo y convencerlo de que saliera de la Argentina.
Pese a todos mis esfuerzos, no lo conseguí. Días antes de partir, me enteré por un amigo periodista de que Rodolfo había caído. Durante años viví esa búsqueda fracasada con angustia, hasta que una tarde –en el exilio mexicano– Lilia me dijo que Rodolfo nunca hubiera aceptado salir del país.
No se quería ir y entiendo perfectamente la razón: no podía dejar a Vicki, no podía dejar a Paco, no podía abandonar a sus muertos entrañables.
Crítico de la conducción de la organización, no de la organización en sí misma, porque la integraban compañeros muy generosos, quería estar ahí, fiel a sí mismo y tal vez emprender una marcha de retorno al útero original, al Sur. Lejos de abandonar el territorio, internarse en el territorio y regresar al Sur.
No pudo ser porque el Grupo de Tareas 332, de la Escuela Mecánica de la Armada, dirigida por el capitán de fragata Jorge Eduardo “El Tigre” Acosta, lo emboscó para secuestrarlo y no pudo llevárselo vivo. Walsh se resistió contra diez hombres armados hasta los dientes, con su pistola Walter PPK calibre 22. Quien disparó sobre él hasta matarlo fue el subcomisario Ernesto Weber, conocido como “220” por sus hábitos de torturador. Y fíjense ustedes, lo que Cortázar llamaría “la continuidad de los parques”: cuando se produjo el gran alzamiento popular del 2001 contra el desgobierno de Fernando de la Rúa, uno de los que encabezaron la brutal represión que costó siete muertos en la ciudad de Buenos Aires y 34 en todo el país fue el subcomisario Weber. Claro, ya no era el asesino de Rodolfo Walsh, sino su hijo homónimo. Una circunstancia que convoca a una reflexión.
Lamentablemente, la vida de Rodolfo fue truncada a los 50 años, cuando tanto podía dar. Pero es indudable que murió como vivió, yendo mucho más allá de lo que afirmó en su “Carta de un escritor a la Junta Militar”: el compromiso de dar testimonio en tiempos difíciles. Dio, como un hombre de honor, su propia vida.
* Palabras en el acto de homenaje a Rodolfo Walsh durante la XVI Feria Internacional del Libro de La Habana, Cuba.
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