EL PAíS › OPINION
› Por Manuel Justo Gaggero*
La decisión del juez Norberto Oyarbide de considerar a los crímenes de la Triple A como de lesa humanidad, lo que permite su juzgamiento al tornarlos imprescriptibles, constituye un aporte histórico importante para la reconstrucción de la memoria, el acercamiento a la verdad y la sanción de los responsables materiales e intelectuales de estos hechos aberrantes.
El “Somatén” argentino –organización represiva impulsada por José Antonio Primo de Rivera en España para asesinar a sindicalistas, comunistas, anarquistas y republicanos– es sugerido por el general Perón luego de la Masacre de Ezeiza en una conversación en la que estaba presente el gobernador de Buenos Aires Oscar Bidegain.
En aquellos días de la “primavera camporista”, los trabajadores y el pueblo estaban movilizados ocupando fábricas, oficinas públicas y todos los centros de trabajo en reclamo de reivindicaciones postergadas por más de 18 años. Las organizaciones revolucionarias habían suspendido el accionar armado y se empezaba a generar un proceso de democracia participativa que comenzó a preocupar a la dirigencia sindical burocrática y a los escribas del “establishment” que sugerían “poner límite a los desbordes”.
En este contexto, y luego de la renuncia del presidente Héctor Cámpora, comienza a operar la Alianza Anticomunista Argentina, que cuenta con el apoyo de un sector importante del oficialismo y de las conducciones sindicales burocráticas. El acta fundacional, según algunos investigadores, se firma el 1º de octubre de 1973 en una reunión en la que se encuentran presentes el presidente en ejercicio Raúl Lastiri; los ministros del Interior, Benito Llambí, y de Bienestar Social, José López Rega; el secretario general de la Presidencia, José Humberto Martiarena, y varios gobernadores. En la misma se reitera que la función de esta organización era combatir a los enemigos del gobierno, reprimiendo el “entrismo de izquierda” y a los marxistas que “pretendían convertir a la Argentina en una nueva Cuba”.
En agosto de ese año comenzó a editarse el diario El Mundo. La dirección la ocupaba Luis Cerruti Costa y la subdirección, quien escribe estas líneas. Yo militaba en el Frente Revolucionario Peronista, junto a Armando Jaime y Juan Carlos Arroyo, entre otros compañeros.
El 29 de septiembre, dos días antes de la reunión que comentamos, en la residencia de Olivos, un grupo que luego se integraría a la Triple A colocó e hizo detonar un artefacto explosivo de alto poder en mi domicilio en Paraná, destruyendo el dormitorio en el que presumían los agresores que nos encontrábamos junto a mi compañera y a mis tres hijos. La vivienda quedó seriamente afectada, debiendo ser apuntalada por los bomberos. Gobernaba la provincia Tomás Cresto, quien se negó a recibirnos cuando solicitamos una audiencia para exigirle que se investigara el atentado.
Dos meses más tarde me hice cargo de la dirección del diario, en razón de que viajó al extranjero Luis Cerruti. Recibí todo tipo de amenazas firmadas por la Triple A. El accionar de esta banda en los barrios se había incrementado notablemente. Activistas sindicales combativos eran amenazados.
Se empieza a generar un clima de terror. El diario sufre varios atentados con explosivos y un intento de copamiento por parte de una columna de la Juventud Peronista de la República Argentina, que tenía el apoyo del Ministerio de Bienestar Social, de donde salieron las armas con las que tirotearon la redacción.
En esos días se produce la primera conferencia de prensa del general Perón en Casa de Gobierno. La periodista acreditada por El Mundo –Ana Guzetti–, cuando comienza la ronda de preguntas, le inquiere al presidente “qué medidas adoptaría el gobierno para detener la ola de atentados fascistas perpetrados contra militantes populares”, responsabilizando de los mismos a “grupos parapoliciales y paramilitares de derecha”. Perón reaccionó airado y le dijo a la reportera: “¿Usted se hace responsable de lo que dice? Eso de parapoliciales lo tendrá que probar”. La periodista le contestó “de acuerdo”. El presidente, dirigiéndose al edecán aeronáutico ordenó: “Tomen los datos de esta señorita para que el ministro de Justicia le inicie la causa correspondiente”.
Días más tarde se radicó la querella, de la que fuimos notificados al producirse un allanamiento a la redacción y la detención de 17 periodistas. Entre ellos Ana Guzetti. Fueron innumerables las agresiones hasta la clausura definitiva el 14 de marzo de 1974.
Quince días antes, el secretario de Prensa de la Presidencia Emilio Abras nos había planteado la posibilidad de hacer un reportaje televisado al general juntamente con el director de La Opinión, Jacobo Timerman. Nos pareció interesante, ya que de esta forma se frenaría la ya anunciada clausura. Esta no se concretó; luego Abras nos explicó que Lorenzo Miguel le exigió a Perón que clausurara el diario, ya que alentaba la resistencia sindical en Villa Constitución y en Zárate. No cabe duda de que el anciano y enfermo general, que regresa por tercera vez en junio de 1973 y que asume como presidente el 12 de octubre de ese año, no era el mismo que había encabezado un movimiento de renovación social, económica y cultural en la década del ’40, devolviéndoles la dignidad a los trabajadores y defendiendo nuestra soberanía nacional. Este tenía en su laberinto en los ’70 a personajes tenebrosos como Isabel Martínez, López Rega, Lastiri, Villone, Osinde y otros. La historia y ahora la Justicia tendrán que establecer y deslindar responsabilidades, sin dejarse amilanar por quienes intentan encubrir la verdad. Cerca de 1500 asesinados y secuestrados durante este período reclaman justicia. En el devenir histórico siempre existen personajes que muestran dos facetas. El Napoleón que intenta llevar a toda Europa las ideas de la Revolución Francesa es el mismo que, convertido en Emperador, ocupa pueblos y naciones, sometiéndolas a su poder.
Es preciso, y hace a nuestra condición de nación democrática, que no existan temas de los que “no se pueda hablar”.
* Abogado, director de Diciembre 20.
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