EL PAíS
› OPINION
La condición de rehenes
› Por Washington Uranga
La situación social y política, pero también la manera como los medios de comunicación instalan los temas en la sociedad, ha convertido la cuestión de los “rehenes” en un capítulo habitual de la agenda mediática. Hay rehenes cuando “secuestradores profesionales” elaboran un discurso autojustificatorio para decir que “esto es un trabajo” y que no “queremos hacerle daño a nadie”. Se está naturalizando el hecho de escudarse detrás de víctimas inocentes para eludir la acción de la justicia o directamente para prosperar en el fin del robo o del asalto. Es lo que estamos viendo a diario, es aquello de lo que nos escandalizamos y que nos aterra. Es grave, en sí misma, la “naturalización”, el acostumbramiento. ¿Por qué? Porque lo que se está poniendo en juego, lo que no se respeta, es el derecho a la vida. No existe el valor de la vida. Es condenable y ni siquiera puede atenderse como justificación –aunque quizás pueda servir como explicación– que se usen como argumento las injusticias sociales que están en la base y que generan conductas monstruosas y agresivas. Pero el valor de la vida está por encima de todo y debe ser preservado. Nadie tiene derecho a arrogarse –por ninguna razón– la potestad de usar a su antojo y en su propio beneficio la vida de otro. Esto vale en todas las circunstancias, para todos los seres humanos y para todos los ciudadanos por igual. Pero si lo anterior tiene sentido, no puede aplicarse solamente a los secuestradores, a los delincuentes, a los ladrones. Porque la misma lógica del rehén es la que usan determinados dirigentes políticos o ya proclamados candidatos cuando razonan que para encaminar el país hay que actuar de manera tal que “encajen” los números, que “cierren las cuentas”. Las cuentas, los cálculos presupuestarios, no pueden estar por encima de la vida de la gente. Hay seres humanos concretos e indefensos que exigen de nosotros –como sociedad– que cuidemos su vida y que no permitamos que se conviertan en rehenes de quienes toman decisiones mirando al “equilibrio del sistema,” a la “necesidad de evitar que colapse el sistema financiero”, a “nuestra credibilidad frente a los organismos internacionales”, a generar “condiciones de un país viable”. El valor de estos argumentos es similar al que puede darse a los secuestradores que dicen que el secuestro es “un trabajo” y que lo hacen porque no tienen otra alternativa. La vida es un valor supremo. Nadie puede arrogarse el derecho a disponer de ella. Y nadie, con argumentos políticos o por razones personales, ni siquiera para proteger su propia vida, puede justificar el hecho de someter a otro a la condición de rehén.