Hace treinta años, Tex Harris fue el muy joven diplomático que recogía las denuncias de desapariciones y torturas en la Embajada de EE.UU. De visita en Buenos Aires, recorrió la ESMA y recordó las tremendas internas de esa época.
› Por Susana Viau
Los espesos cortinados del Palacio San Martín apagaban el ruido de la tormenta. Sin embargo, y pese al auxilio de los terciopelos, la voz de la panelista resultaba casi inaudible. Pero el mediodía del jueves no eran los terciopelos los que apagaban la voz de la panelista, era el tono suave y monocorde que utilizó la vicecanciller uruguaya Belela Herrera, ex representante del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) para relatar cómo se veían los estragos de las dictaduras sudamericanas de los años ’70 desde el otro lado de la barrera, es decir, desde las oficinas de los encargados de evacuar a los perseguidos, de reubicar a las víctimas, de consolar a los familiares. Sin énfasis, como cuadra a los diplomáticos, habló de la tarea realizada en Santiago de Chile y en Río de Janeiro, el robo de niños, la aparición de los hermanitos Julien en una plaza, el secuestro de exiliados en el sur de Brasil, los riesgos tomados en Buenos Aires por su colega Guy Prim, quien primero alojó en su casa de zona norte a decenas de militantes uruguayos, recibió luego a los argentinos perseguidos en la oficinas de Río para, por fin, reencontrarlos después en la recién inaugurada delegación de Acnur en Madrid. Fuera del salón donde Herrera hilvanaba su relato, Tex Harris, funcionario de la embajada norteamericana en Argentina a comienzos de la dictadura, se explayaba con los periodistas.
Fue el gobierno de James Carter el que designó al hombrón de casi dos metros, grueso y rubio, que entonces contaba 28 años, como responsable de poner en marcha la nueva política de derechos humanos que se desarrollaría en el área de la secretaría política de la embajada comandada por Raúl Castro. Castro, un mexicano nacionalizado que en 1975 había sido elegido gobernador de Arizona, no estaba muy convencido de que citar a los familiares en la sede diplomática fuera el método más apropiado y puso límites: que los testimonios se recibieran durante dos horas, de 12 a 14. Estaba claro que la montaña no iría a Mahoma. Por eso, con un puñado de tarjetas en el bolsillo, Harris enfiló hacia la Plaza da Mayo y lo distribuyó entre los familiares que hacían la ronda. Hubo desconfianzas invencibles. De todos modos, Harris sostiene que en los dos años de residencia en Buenos Aires (de junio de 1977 a julio de 1979) “nosotros reunimos muchísimos datos, elaboramos informes”.
–¿A quién incluye en el “nosotros”?
–A mí y a mi asistente, Blanca –acotó Harris–. Con esos datos hacíamos una muestra estadística que resultó finalmente bastante aproximada. La caída del gobierno militar de Vietnam y el Watergate habían producido un gran cambio en la política “monofoco” y anticomunista de Washington. Argentina era el test case. Patricia Derian era jefa del buró de Derechos Humanos. Viajó a Buenos Aires y se entrevistó con los miembros de la Junta. Era una señora del Sur, de buenas maneras y voz suave. Y con esa voz suave les soltó “ustedes son personas terribles”. Yo estaba fuera del despacho de Videla, con el maletín de la señora Derian. Salió un hombre alto y muy guapo que me dijo: “Señor Harris, si nosotros tuviéramos otra oportunidad podríamos mostrarle a la señora Derian la necesidad de lo que tenemos que hacer”. Hablaba de limpiar la casa, como cuando llega la suegra de visita.
–¿Los argentinos que testimoniaron en Washington en favor de la junta militar y negaron sus atrocidades hicieron dudar de sus informes?
–Nuestra información fue tan acertada, tan correcta que nunca discutieron nuestras cifras. Teníamos datos del número de desaparecidos semana por semana.
Harris no lo explicita pero deja entrever que, en el fondo, los vientos que llegaban de su país no soplaban en una sola dirección. Al tiempo que Derian denunciaba violaciones a los derechos humanos, empresas norteamericanas negociaban bajo cuerda con el ex almirante Emilio Eduardo Massera la venta de turbinas para la represa de Yacyretá.
–Yo descubrí la conexión –afirma con naturalidad–, informé a Washington y el contrato no se firmó. Al año siguiente Videla se entrevistó con Walter Mondale y acordó una visita de la OEA a cambio del contrato. Una visita “light”. No obstante, Washington no tuvo suficiente poder para que esa visita fuera “light” y el acuerdo por las turbinas fracasó una segunda vez. La marina creía que se iba a hacer rica con esos astilleros llave en mano que les iban a vender.
Tex Harris asegura que su estilo acabó desatando un severo conflicto con su jefe puesto que “Raúl Castro sentía que mis informes le impedían controlar la política entre Estados Unidos y Argentina. El era muy amigo de (Roberto) Viola y trató de jugar en la interna para favorecerlo, pero Washington no tenía interés en esa guerrita. Mi papel, en realidad, era el de un mediocampista. El rol de un diplomático es decirle a su gobierno qué se está haciendo y qué está pasando en el país al que ha sido destinado”.
Harris da a entender que el respaldo del Norte no era monolítico y el Departamento de Estado no laudó en favor del joven encargado de derechos humanos. Si bien logró mantenerse activo en el servicio diplomático, lo “congelaron”, asegura. Y para graficar de qué modo iba a seguir su carrera apela a un giro popular.
–Era un trapo de piso. Cuando me fui tuve informes negativos, se me adjudicó insubordinación. No era un team player.
Ni tanto ni tan poco. Porque él mismo consigna que al dejar Buenos Aires no fue confinado a una oficina. Participó de las conversaciones previas a los acuerdos “SALT” e, incluso, de una misión “humanitaria” a Líbano tras los bombardeos y las masacres de Sabra y Chatila. Semejante performance imponía una reflexión:
–El congelamiento no le impidió estar en los lugares más importantes, en los momentos más calientes.
Tex Harris pesca al vuelo, comprende de inmediato. Mira por sobre sus anteojos de marco dorado y también opta por sugerir:
–Hay un periodista en Estados Unidos que dijo que yo era el... que yo era el... ¡ah, sí! Que yo era el Forrest Gump del servicio diplomático.
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