EL PAíS › MURIO ENRIQUE RODRIGUEZ LARRETA
› Por Susana Viau
El día que lo trasladaron al taller mecánico del barrio de Floresta y percibió con angustia que el cuerpo torturado que arrastraban sobre el cemento le era familiar, se dijo que, a pesar de todo, había conseguido lo que quería: “Había hallado a mi hijo”. Seis meses más tarde lo liberaron; su hijo, junto a otro puñado de uruguayos exiliados en Argentina, fue “legalizado “ y confinado a una cárcel montevideana. El relato de Enrique Rodríguez Larreta fue el primero en sacar a la luz la existencia de Automotores Orletti, nudo del perverso tráfico de seres humanos urdido por el Plan Cóndor. El y su hijo testimoniarían luego durante el Juicio a las Juntas Militares. Ayer por la tarde, a los 86 años, Enrique Rodríguez Larreta fue enterrado en un cementerio muy próximo al aeropuerto de Carrasco. La frase con que había resumido el doloroso encuentro de julio de 1976 probaba que la lucha por la “aparición con vida y el castigo a los culpables” no tuvo sólo a madres como protagonistas.
Enrique Rodríguez Larreta nació en Uruguay en 1921, tenía un apellido aristocrático y de tradición “blanca”. Trabajó en publicidad, fue periodista, lo entusiasmaba el turf y ocupó puestos directivos en la Asociación de la Prensa. Pero las reiteradas detenciones de su hijo Enrique, un conocido militante estudiantil del MLN Tupamaros, la ferocidad de los interrogatorios a que había sido sometido comenzaron a mostrarle las fisuras de “la tacita de plata”, el rostro desfigurado de “la Suiza de América”. Orletti puso el broche final a ese proceso de radicalización. Cuando su hijo recobró la libertad, la familia se refugió en Suecia. Allí instaló la casa y el cuartel general, del que salía con frecuencia para recorrer Europa y denunciar, por igual, a las dos dictaduras del Río de la Plata. Tenía entonces 55 años, para su hermana y sus sobrinos seguía siendo “Ioio”; para los jóvenes exiliados, ese hombre inteligente e irónico, altísimo y erguido, que compartía sus códigos, fue “el viejo Enrique”.
Hace poco más de un mes llegó a Montevideo, en uno de sus frecuentes regresos. El miércoles, como de costumbre, salió a dar un paseo. Caminó con lentitud porque las piernas se negaban a funcionar con la agilidad de antes. Sintió un pequeño malestar. Creyó que se trataba de algo pasajero. Su hijo Enrique recordó ayer, durante el velatorio, que un libro reciente asegura que fue su minucioso relato de los sucesos de las dos orillas el que puso entre las cuerdas a los militares uruguayos y obligó al gobierno blanco a salvarlos dictando la Ley de Caducidad. Entre las cosas que había pensado incluir en su maleta cuando retornara a Estocolmo estaba la copia del expediente que la Justicia federal argentina instruye sobre la tragedia de Orletti.
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