Sáb 27.07.2002

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

APERTURAS

› Por J. M. Pasquini Durán

Por décadas ha sido determinante para el destino nacional, con algunas honrosas intermitencias, la influencia de Estados Unidos. Esa relación subordinada fue aclamada en los años 90 como doctrina gubernamental con el título explícito más apropiado: “relaciones carnales”. Hoy en día, con el país sumido en honduras históricas de decadencia, la minusvalía se expone con impudicia por ambas partes y no se trata de la muy discutible estrategia geopolítica para vincularse con el mundo “globalizado” sino una subcultura que traspasa incluso los límites de gobierno. Ahora resulta que hasta las informaciones son aceptadas como verdaderas sólo si proceden del corazón del imperio. Acaba de suceder con la noticia sobre el presunto soborno multimillonario cobrado de Irán por el entonces Presidente de la Nación o por alguno de sus personeros para evitar el esclarecimiento completo de los atentados terroristas contra la embajada de Israel y la sede mutual de AMIA. El dato había sido develado hace tiempo aquí por investigaciones periodísticas y legislativas responsables, algunas publicadas en este diario, y los familiares de las víctimas llevan años denunciando sin tapujos las responsabilidades del encubrimiento, pero desde que el matutino The New York Times lo destacó en su portada alcanzó recién en estos días rango de escándalo en los círculos políticos, algunos por cálculo oportunista, y provocó ademanes de urgencia en algunos tribunales.
Con inaudita soberbia, el acusado y algunos de sus leales respondieron, como siempre, adjudicando la versión a maquinaciones clandestinas de sus adversarios, con la pretensión de que los demás crean que la interna de ese partido tiene tal alcance que puede usar a uno de los diarios más importantes del mundo como instrumento para sus riñas domésticas. De todos modos, fue un duro golpe para las ambiciones retornistas de Carlos Menem ya que, a diferencia de la reelección de 1995, no hay motivo a la vista para que los votantes peronistas y los ciudadanos en general puedan hacer la vista gorda ante semejante acusación. Aun si alguien quisiera pasarla por alto, las cifras de desempleo y pobreza que acaba de difundir el INDEC son razón suficiente para evitar las reincidencias, ya que ese paisaje de desolación es el producto directo de las políticas públicas, inspiradas por un único pensamiento, de tres gobiernos sucesivos, desde el primer mandato menemista hasta el actual ejercicio provisional de Eduardo Duhalde, pasando por el desgraciado paréntesis de Fernando de la Rúa.
Por cierto, tampoco es verdad que Estados Unidos pueda tirar la primera piedra hacia ningún lado, sacudido como está por sus propias experiencias de fraude y corrupción a gran escala. En las últimas semanas, un puñado de gigantescas corporaciones empresarias norteamericanas se han derrumbado como las torres del World Trade Center, dejando en evidencia que la oligarquía financiera que las manejaba carecía de cualquier escrúpulo y adulteraba las contabilidades en perjuicio del Estado y de sus miles de accionistas, al mejor estilo de ciertas mafias bananeras. La megacorrupción hoy está a la vista de cualquiera y prueba que no es consecuencia del desvarío moral de un puñado de hombres ni de la debilidad congénita de un país dependiente o de una raza inferior, sino que forma parte inseparable de la llamada economía neoliberal. Como en el cuento del escorpión el veneno “está en su naturaleza” y tal vez por eso resulta tan verosímil que los epígonos neoliberales metan la mano en la lata lo mismo aquí que en Wall Street, ya que los atracadores parecen descontar que tienen garantías de impunidad.
La defensa a rajatablas de la ortodoxia neoliberal por pura vocación doctrinaria es para los perejiles de la derecha. Los avivados entre los ortodoxos defienden ante todo los privilegios particulares y la impunidad de los delitos cometidos. La simple lectura de los discursos de George W. Bush de los últimos días, donde hace referencias a las maniobras financieras delictivas, permitirá al menos avisado llegar a la misma conclusión que los especialistas: el titular de la Casa Blanca está demandando, al menos en la retórica, una ley de subversión económica para Estados Unidos equivalente a la que se derogó en Argentina bajo presión del Fondo Monetario Internacional (FMI), convertido en escudero de las estafas. A la vista de estos hechos emerge con toda nitidez que el desfalco de los bancos en el país, que empujó a la zozobra a miles de argentinos, es una metodología del poder económico en lugar de un accidente de la recesión prolongada.
De ahí que las intenciones de recuperar un sentido ético para la política en general y para el gobierno en particular no pueden detenerse sin más en los aspectos morales del problema. Por cada estafador que a lo mejor pueda quedar en la cárcel surgirán sustitutos que ocupen la vacante con los mismos vicios, porque para erradicar la metodología envenenada es preciso extirpar de raíz el modelo que la promueve y la ampara, o sea el actual modelo de exclusión social que fabricó en el último año 86 desempleados por hora y cuatro pobres por minuto. Entre las múltiples lecciones que pueden derivarse de la gestión del Frepaso en la Alianza de gobierno, quedó precisamente ésta: es imposible sanear al Estado sin remover las políticas públicas, en primer lugar la económica, instaladas por el neoliberalismo durante los años 90. Para eso, hace falta dar vuelta los sillones del gobierno para que miren hacia la sociedad en vez de apoltronarse en la meditación del abstracto futuro de bienestar que prometen los mismos que saquean arcas públicas y privadas con ímpetu de corsarios.
Sin la decisión previa de hacerse cargo de los problemas sociales, los partidos mayores seguirán buscando en vano el nombre de algún candidato providencial que los sostengan en el tope del ranking electoral. Por citar un caso, José Manuel de la Sota gobierna Córdoba con escalofriantes índices de pobreza y desempleo, además de cargar con la responsabilidad de haber asociado al peronismo con Domingo Cavallo y otros de idéntica estirpe. Con esos antecedentes en la mano, el socialdemócrata Raúl Alfonsín, empeñado en prolongar el Pacto de Olivos que firmó con Menem y sostuvo con Duhalde, no atina a ningún recurso innovador para detener la hemorragia del partido centenario. ¿Piensan que los mitines populares se cansarán de pedir “que se vayan todos” y podrán sobrevivir a su propia obra? Una maniobra para esquivar la repulsa popular consiste, primero, en polarizar las candidaturas en lugar de abrir el abanico de opciones, y luego agitar espectros del pasado para que cualquier otra oferta aparezca como el obligado mal menor.
Del lado de los que tienen la intención de cambiar el rumbo el tumulto de siglas diferentes no logra vencer las dificultades para abrir un cauce unificado, que pueda contener a la mayoría sin que ninguno detente la hegemonía absoluta. Más aún: la convergencia, en estas circunstancias excepcionales, debería involucrar a partidos y movimientos sociales en compromisos públicos consentidos por las partes y representaciones compartidas con generosidad y mutua tolerancia. En tanto no regrese la confianza en las instituciones, la premisa de que el pueblo no delibera ni gobierna sino por intermedio de sus representantes deberá encontrar la manera de realizarse con nuevas maneras de participación pública, desde abrir espacios preferentes en las listas de candidatos a los delegados de los movimientos populares hasta comprometer una metodología de consultas y plebiscitos para definir lo antes posible lo que algunos llaman “políticas de Estado” con debates previos abiertos a la ciudadanía. Los respaldos explícitos y masivos completarían la legitimidad de gestión al gobierno surgido de las urnas y acotarían las chances de los que quieren seguir conla práctica del toma y daca en pactos más o menos secretos urdidos a salón cerrado.
No hay líder ni fuerza política única que hoy pueda garantizar la victoria en el combate con los poderes económicos concentrados, generadores de tremendas injusticias, y con los corruptos impunes. Sin embargo, la fuerza para ganar existe. Por un lado, porque el proyecto neoliberal está cayéndose a pedazos hasta en su propia cuna, pero sobre todo porque cada día hay miles de ciudadanos en algún lugar del territorio nacional demandando lo que les pertenece por razón y por derecho. La simple suma de esas voluntades podría superar con holgura a las coaliciones de los que defienden el statu quo. La suma en política no es amontonamiento ni revoltijo, a veces tan forzados como lo fue aquella fórmula inicial de la Alianza que derrotó a Menem, sino la amalgama consciente en busca del bien común. ¿Será posible vivir en Argentina con ilusiones en el futuro?

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