EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Hay situaciones que el gobierno nacional maneja mal y/o comunica peor. Con una oposición que, en general, vive del reflejo oficial, sin proyecto propio, cada yerro aparece dramatizado en los medios de información masiva como si fuera el umbral de tragedias sin remedio. Hay dos claros ejemplos recientes. Uno está referido al Indec, donde ya no se sabe si alguien quiere trampear los datos, si se trata de una interna en el Ministerio de Economía, si hay consultoras privadas interesadas en desacreditar al instituto estatal para valorizar sus propios productos en el mercado, si la tasa de inflación, además de su importancia implícita, habría que relacionarla con las negociaciones paritarias sobre salarios que deberán referirse a esos datos como referencias básicas, o si es todo eso y más al mismo tiempo. Felisa Miceli, titular de Economía, no supo, no pudo o no quiso hasta el momento ofrecer una explicación razonable y comprensible para los ciudadanos comunes, los que no manejan información clasificada o versiones especializadas, los votantes que dependen de las noticias cotidianas para orientarse en el laberinto de la política.
El otro ejemplo, todavía vigente, es el meneado asunto de los radares que controlan el tráfico aéreo, sobre los que se han escuchado cataratas de versiones, algunas tan contradictorias que hasta parecían premeditadas con alevosía por intereses ocultos difíciles de clasificar. Desde una imprevisión tan incomprensible como la falta de pararrayos hasta acusaciones de corrupción, todo fue dicho o escrito sin más límites que la prudencia o madurez de los comunicadores, voceros y vociferantes que bajaron de las nubes para alertar sobre un próximo apocalipsis de accidentes aéreos, equivalentes a los que se viven a diario en rutas y calles del país, o para negar todo riesgo. Otra vez: la falta de información oficial responsable, definitiva y transparente convirtió a un ex piloto con vocación de cineasta en el locutor casi exclusivo y omnipresente que presagiaba catástrofes estremecedoras.
En medio de ese cuadro, anteayer el subsecretario de transporte aerocomercial de Estados Unidos, Thomas Engel, firmó un acuerdo con su par argentino para aumentar los vuelos entre ambos países de 56 a 77 frecuencias semanales, con previsión de llegar a 112 para marzo de 2009. Hay que suponer que el norteamericano, miembro de un gobierno intoxicado de seguridades antiterroristas, dio por sentado que los problemas en Argentina, si es que existen hoy en día, serán resueltos antes de poner en peligro a 77 aviones de Estados Unidos cada semana. Tampoco se puede adjudicar el acuerdo a ningún favoritismo binacional, porque ese mismo día el tercero del Departamento de Estado en la Casa Blanca, Nicholas Burns, rezongaba en público porque el gobierno argentino había permitido el acto de Hugo Chávez mientras George W. Bush estaba en Montevideo. Siempre se puede pensar, por supuesto, que el “gran hermano” del Norte se equivocó fiero más de una vez.
Así es, no hay gobiernos infalibles. En el caso nacional, aparte de las falencias anotadas, hay algunos agravantes. Uno de ellos es que en todos los temas hay que esperar la palabra presidencial, como si Néstor Kirchner fuera, en realidad, el vocero del gabinete, y, para peor, una vez que habla del tema nadie más quiere agregar una sola sílaba a la oración pronunciada. Hay otro elemento para reflexionar, sobre el que debería meditar el propio gobierno, y es el que aparece ya como una reacción automática cada vez que hay una situación que duele en la Casa Rosada. El cliché reactivo podría resumirse en esta frase: “Es una conjura de los necios, de los que envidian los éxitos logrados, de los espectros del pasado o de los intereses reaccionarios” y, a continuación, llegan en avalancha los datos de los progresos alcanzados en los últimos años y el firme compromiso del gobierno con los derechos humanos. No hay ninguna opinión honesta y desprejuiciada que pueda negar, a esta altura, que los altos índices de popularidad del presidente Kirchner se deben a que una gran proporción de la sociedad vive mejor y ha recuperado la esperanza del progreso, que había perdido con el sombrío “presente perpetuo” del conservadurismo de los años ’90. En su editorial de ayer, el matutino La Nación aún con escepticismo crítico reconoce: “...debe celebrarse que 2,6 millones de argentinos hayan dejado de estar por debajo de la línea de la pobreza” {y} “que en hogares en los cuales antes no había ningún ingreso ahora hay al menos uno”.
También es innegable que las convicciones presidenciales, en primer lugar las que se refieren a la memoria, verdad y justicia, le crearon enemigos, algunos que lo honran y otros por legítimas discrepancias. Entre los frentes hostiles figuran incluso grupos económicos que nunca antes habían recibido rentabilidades tan altas como las actuales, en parte por supuesto debido a condiciones internacionales favorables, pero que reniegan del peronismo, al que suponen totalitario–demagógico–populista por naturaleza incorregible o que no toleran el discurso democrático porque son oligarcas por ideología. ¿No son enemigos acaso los que han sacado más de cien millones de dólares del país, obtenidos gracias a los buenos negocios? Por supuesto, no son sentimientos sólo de una elite, pues están sembrados en distintos surcos de la población y para palparlos basta leer, en la edición de ayer de este diario, los argumentos de la directora de escuela que negó el ingreso a las Madres de Plaza de Mayo para preservar a los estudiantes de “la política”. La pretendida pureza antipolítica es el mejor caldo de cultivo para los poderes oligárquicos.
¿La Iglesia Católica forma parte del frente hostil o, como los llama la doctora Carrió, de “los humillados” por el Gobierno? La respuesta es afirmativa si se considera a la Iglesia como un monolito donde se sienta Benedicto XVI, cuyas últimas directivas pretenden dar un salto hacia el pasado anterior al Concilio II de Juan XXIII, pero por fortuna para todos los hombres y mujeres de buena fe esa es una respuesta equivocada. La iglesia prebendaria, la que mantiene su rol en la educación porque el Estado de todos subsidia la mayor parte de sus costos, la institución que pretende repudiar las debilidades humanas, en lugar de comprenderlas y perdonarlas, es la que ampara a los Baseotto que tienen a mano una piedra para colgársela en el cuello a alguien y arrojarlo al mar, es la intolerante que condena a las mujeres pobres a morir por abortos mal hechos antes que educar a las parejas en la procreación responsable y defender a las mujeres de los violentos y de los depredadores sexuales, es la que celebra el celibato pero no castiga la pedofilia. Hay otras iglesias, en realidad tantas como creyentes, y no es lo mismo el obispo Joaquín Piña que el ahora renunciante vicario castrense, no fue lo mismo el cura Carlos Mujica que los cómplices con sotana de los terroristas de Estado.
Cuando una parte de la sociedad se encolumna detrás de hombres de la Iglesia, como sucedió en Misiones o en Corrientes y como pasó esta semana con los estatales que marcharon en Río Gallegos con el obispo Romanín a la cabeza, hay que pensar que allí fracasó la política civil y defraudaron a sus bases los líderes seculares. Es a ellos a quienes hay que reprochar porque no están al frente de sus conciudadanos. ¿Santa Cruz no tiene gobernador, ministros, legisladores, intendentes, que debe salir a opinar el Presidente por lo que pasa en su provincia natal? ¿Tampoco lo puede hacer la ministra de Acción Social, Alicia Kirchner, senadora electa por esa provincia? ¿Es preciso que la mochila del jefe de Estado cargue con todas las piedras que se tiran en el país? Santa Cruz no tiene desempleo (1,2 por ciento según el Indec, el índice más bajo de todo el país) y, como muchas provincias, debe tener un alto número de empleados públicos en toda clase de servicios y con seguridad tienen buenos salarios de bolsillo, porque los manifestantes no reclamaban por aumentos, sino por la forma de pago (proporción de blanco y negro) de la remuneración. Es cierto que los movimientos de base, por esa sola condición, no siempre están acertados, como lo señaló a principios de año el documento con las conclusiones del seminario de formación teológica realizado por militantes cristianos. De todos modos, ¿no es una réplica temperamental acusar a la movilización popular en Río Gallegos de extorsión o de perseguir fines políticos subalternos sin identificar a los manipuladores verdaderos? ¿Qué decir entonces de los auténticos enemigos, de los chicaneros partidarios y hasta de algunos candidatos en provincias del Frente para la Victoria?
Hoy, sábado 24, es una jornada de reafirmación solidaria y vital, a la que son ajenos la vieja política y sus manipuladores. En el reclamo por verdad y justicia que se escuchará en todo el país, desde miles de gargantas hay la reafirmación de un compromiso y, al mismo tiempo, un reproche válido a todos los tribunales que dejan pasar los años sin activar los expedientes que comprometen a dos centenares largos de terroristas de Estado. En algunos casos el Gobierno creó secretarías especiales para atender este tipo de demandas o está dando apoyo a los damnificados para que puedan obtener la justicia que reclaman con todo derecho. En su último mensaje a la Asamblea Legislativa, el presidente Kirchner urgió a la justicia penal y en particular a la Cámara de Casación para que atiendan con la premura indispensable a estos juicios, cuyo fallo final pueden contribuir a crear un clima diferente, una nueva base para el futuro de la sociedad civil, para el reencuentro pacificador. El espacio que se otorga a los represores con la parálisis de los expedientes es como un agujero negro, que ya se devoró a Julio López, cuya aparición con vida será una esperanza encendida en el corazón de todos los que hoy hagan buena memoria. Es una deuda que no puede seguir pagando intereses de sangre.
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