EL PAíS › EL SINUOSO CAMINO A LA JUSTICIA
El juicio a las Juntas de 1984 respondió a un diseño, discutible pero racional. Eso no ocurre ahora, dado el sinuoso camino recorrido por la sociedad para que no prevaleciera la impunidad. Al cumplirse un nuevo aniversario del golpe de 1976, la presión social comienza a dar resultados, con decisiones concurrentes del Poder Ejecutivo, de la Corte Suprema, del Consejo de la Magistratura, de la Procuración General y del ministerio de Defensa para que la justicia no sea una utopía.
› Por Horacio Verbitsky
A un cuarto de siglo de la guerra de las Malvinas, a treinta años de la desaparición de Rodolfo J. Walsh y a treinta y uno del último golpe militar, no hay sectores significativos de la sociedad que reivindiquen el terrorismo de Estado o cuestionen el enjuiciamiento de sus responsables, salvo sus familiares y amigos. Los intentos que hoy se realizan para frustrar el avance de la justicia son solapados e insidiosos e intentan aprovechar las deficiencias estructurales de la burocracia pública que, librada a sí misma, suele empantanarse en cualquier lodazal. En este momento hay 253 procesados por crímenes de lesa humanidad, pero apenas seis de ellos han sido condenados en juicio, cuatro por apropiación de bebés, delito que nunca fue incluido en las leyes de impunidad. Desde la anulación de las de punto final y obediencia debida los únicos condenados fueron el suboficial de la Policía Federal Julio Simón y el oficial de la policía de Buenos Aires Miguel Etchecolatz. Sólo una movilización consciente de la sociedad civil, que ejerza presión sobre la sociedad política, podrá impedir que la justicia siga esperando turno. A partir del secuestro de Jorge Julio López, hace ahora seis meses, esa reacción se puso en movimiento y comienzan a verse sus primeros resultados: la primera pista seria sobre López fue brindada por un organismo de derechos humanos, la Corte Suprema de Justicia decidió actuar para que las excusaciones en cascada no dejen las causas sin jueces; la Procuración General de la Nación creó una nueva Unidad que coordinará todos los juicios por violaciones a los derechos humanos; el Consejo de la Magistratura comenzó a analizar el posible juicio político a varios jueces de la Cámara Nacional de Casación Penal que están demorando sin razón los procesos; el ministerio de Defensa está preparando una cárcel común en la que serán alojados todos los detenidos; la justicia federal avanza en la investigación del secuestro de López y en los próximos días el Poder Ejecutivo anunciará la creación de un Programa de Verdad y Justicia que tendrá a su cargo la centralización de todas las tareas vinculadas con la protección de los testigos y el ordenamiento racional de las causas, al frente del cual será designado un funcionario de confianza presidencial. Los dos actos realizados ayer en la Plaza de Mayo dan cuenta de esos claroscuros y de las diferentes valoraciones que suscitan: la declaración de los organismos defensores de los derechos humanos (que acompañaron a Kirchner a Córdoba, donde un campo de concentración del Ejército se convertirá en museo de la memoria) puso el acento en los juicios pendientes contra los responsables del terrorismo de Estado, mientras el mensaje de los partidos políticos del arco rojo se centró en una denuncia cerrada y sin matices del gobierno nacional. Un claro deslinde, en el que cada uno asume su propia representatividad y pone su legítimo punto de vista a consideración de la sociedad, sin mescolanzas intolerables para unos y otros.
El diseño de Alfonsín
Los juicios a las juntas iniciados en 1984 respondían a un diseño discutible pero deliberado. Nada de eso ocurre ahora, en que la reapertura de los juicios llega por un larguísimo y enmarañado proceso de resistencia social contra la impunidad, sin un actor excluyente. La dictadura se derrumbó como consecuencia de la guerra perdida con Gran Bretaña. El candidato radical Raúl Alfonsín hizo del enjuiciamiento de sus crímenes su argumento central de campaña, mientras el justicialismo prometía acatar la autoamnistía castrense, pese a que en sus filas militaba la mayor parte de las víctimas. El mérito de Alfonsín fue el haber comprendido que sólo si los responsables de los peores crímenes de la historia argentina respondieran por ellos sería posible terminar con el péndulo que a partir de 1930 convirtió a las Fuerzas Armadas en un Partido Militar, al que las clases dominantes recurrían cuando les disgustaba la forma en que se desempeñaba el gobierno electo por el voto popular. Sin embargo no estuvo a la altura de aquello que él mismo había convocado. Comprendió la conveniencia política del mecanismo, pero sin reparar en su contenido ético.
La propuesta radical consistía en juzgar sólo a los principales responsables que impartieron las órdenes y a aquellos que se hubieran excedido en su cumplimiento pero no a quienes hicieron lo ordenado. Alfonsín pensaba en los ex Comandantes y en algunos monstruos arquetípicos, como el general Ramón Camps o el marino Alfredo Astiz. La idea era terminar todo en pocos meses, con una autodepuración de valor simbólico, que quedaría a cargo del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Alfonsín fue incapaz de plasmar en una ley ese concepto, en parte porque no tenía control del Senado pero también porque su reflexión acerca de lo sucedido era superficial y utilitaria.
Error insalvable
La distinción de los tres niveles de responsabilidad era de improbable aplicación. El proyecto de reforma del Código de Justicia Militar modificó el artículo 514, sobre la obediencia, y escribió que “se presumirá, salvo prueba en contrario, que se obró con error insalvable sobre la legitimidad de la orden recibida”. La Cámara de Diputados corrigió ese imperativo: los jueces tendrían libertad para analizar cada caso y la obediencia debida sólo podría alcanzar al personal que actuó sin capacidad decisoria, es decir apenas a los cuadros inferiores. El Senado agregó que eso sería posible “excepto cuando consistiera en la comisión de hechos atroces y aberrantes”. Así se abrió una ventana que ya nadie pudo cerrar, porque el plan ordenado consistía en secuestrar, torturar y asesinar en forma clandestina a miles de personas, todos ellos hechos atroces y aberrantes, que el derecho internacional no permite amnistiar. Además, el Senado estableció que si el Consejo Supremo incurriera en demora injustificada o negligencia en la tramitación, el juicio sería asumido por la Cámara Federal de la Capital. Así fue.
Ordenes inobjetables
En octubre de 1984, mientras la Conadep acompañada por decenas de miles de manifestantes entregaba su informe al presidente, el Consejo Supremo hizo saber que no procesaría a Videla, Massera & Cía. porque sus decretos, directivas y órdenes de operaciones le parecían inobjetables. Para condenar a los ex comandantes como autores mediatos primero habría que investigar los ilícitos cometidos por sus subordinados. También pretendió que la privación de la libertad no era ilegítima en el caso de personas que hubieran infringido normas penales, y no descartó que los denunciantes estuvieran previamente concertados. El Consejo no admitía otra posible responsabilidad de los ex comandantes que por falta de contralor de los ilícitos que pudieran haberse cometido en su ejecución. Pero primero habría que probarlos. La Cámara Federal se avocó al expediente y entre abril y diciembre de 1985 condujo el juicio público a las tres primeras juntas. Cada ex Comandante debía responder por los hechos ocurridos durante su gestión, según la doctrina del autor mediato o de escritorio, formulada por el jurista alemán Klaus Roxin. En la Fiscalía de Cámara, encabezada por Julio Strassera, trabajaron contra reloj decenas de jóvenes funcionarios, quienes seleccionaron casos ocurridos en unidades militares y policiales de todo el país y a lo largo de los siete años que duró la dictadura. No todos los casos, sino apenas una muestra representativa, primera aplicación explícita en el país del polémico principio sajón de oportunidad.
El Punto 30
La misma sentencia que realizó el objetivo central de Alfonsín desbarató su intención de terminar allí con la revisión del pasado. En su Considerando 12 afirmó que los graves delitos juzgados se cometieron en virtud de las órdenes impartidas por los ex comandantes condenados, pero que correspondía que se investigara en otra causa la responsabilidad de los oficiales superiores que desde cargos de comando, ejecutaron aquellas órdenes. Era presumible que muchos subordinados pudieran alegar en su favor la eximente de obediencia debida o un error invencible respecto de la legitimidad de las órdenes que recibieron. Pero también hubo quienes por su ubicación en la cadena de mandos conocieron de la ilicitud del sistema, y hubo también quienes ejecutaron sin miramientos hechos atroces. Y concluyó que en consecuencia existían subordinados que no serían alcanzados por la eximente de obediencia debida. En consecuencia el Punto 30 ordenó al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que enjuiciara a los oficiales superiores que ocuparon los comandos de zona y subzona de Defensa y a todos aquellos que tuvieron responsabilidad operativa en las acciones.
Punto y coma
Pese a los deseos de Alfonsín, en 1986 se abrieron los juicios contra Camps y Etchecolatz, que fueron condenados en diciembre de ese año, y en contra de Astiz, quien en la misma semana fue absuelto por prescripción en el caso de Dagmar Hagelin. El presidente envió entonces al Congreso la ley de punto final: quienes no fueran procesados en los siguientes dos meses quedarían libres de persecución. Tan morosos como ahora, los jueces no aceptaron que el gobierno descargara sobre ellos toda la responsabilidad, y al vencer el plazo habían dictado más de cuatrocientos procesamientos, con lo cual el problema del gobierno se multiplicó. La Cámara Federal se avocó a la causa de la ESMA y en febrero de 1987 ordenó el arresto de diecisiete oficiales y suboficiales de la Armada y la Prefectura. Al mismo tiempo comenzaron a instruirse las causas correspondientes al Cuerpo I de Ejército, también en la Capital; al Cuerpo II en Rosario; al Cuerpo III, en Córdoba y en Mendoza; al Cuerpo V y a la Base Naval de Puerto Belgrano en Bahía Blanca, y al Comando de Institutos Militares en San Martín. La citación de oficiales en actividad (entre otros el teniente coronel Carlos Pla y el mayor Ernesto Nabo Barreiro, prófugos entonces y también hoy) desencadenó el alzamiento carapintada de Semana Santa, pocos días después de la vista del papa Juan Pablo II. Bajo esa doble presión, Alfonsín consiguió que el Congreso aprobara entonces la misma ley de obediencia debida que le había rechazado tres años antes. La llamativa beligerancia de la Iglesia contra el gobierno ahora que se reanudan los juicios es pura coincidencia. El gobierno, que esperó durante dos años con paciencia cristiana la jubilación del Obispo Castrense Antonio Baseotto debe decidir ahora la continuidad o no de esa institución desde la cual se formó en la doctrina de la guerra justa contra el propio pueblo a varias generaciones de militares, con los resultados conocidos.
Sin orden en la casa
Pero la casa no estaba en orden. Aun después de esa ley siguió la pugna por determinar en la justicia quiénes habían tenido y quiénes no la famosa capacidad decisoria. Se sucedieron nuevos alzamientos entre 1988 y 1990 y la elección como presidente de Carlos Menem. Desde la oposición Menem había denunciado la obediencia debida y exigido castigo pero al llegar al gobierno firmó dos tandas de indultos hasta dejar en libertad a todos los condenados y procesados. Durante varios años pareció que todo había concluido y que nadie con capacidad de compra de electrodomésticos subsidiados por el atraso cambiario volvería a preocuparse por esos asuntos del pasado. En 1990 una corte francesa condenó en rebeldía a Astiz, pero nada parecía alterar el nuevo curso de las cosas. El debate se reabrió en diciembre de 1993, cuando Menem pidió al Senado que ascendiera a dos torturadores de la ESMA, Antonio Pernías y Juan Carlos Rolón. En 1994, cuando el Senado los invitó a formular su descargo, admitieron que la tortura de los prisioneros había sido el método principal de la guerra sucia y debieron pasar a retiro. Un compañero de ambos en la ESMA, Adolfo Francisco Scilingo, intentó una reivindicación quasi gremial: si todos participaron y algunos fueron ascendidos por el Senado, era injusto que otros perdieran su carrera, sobre todo porque ninguno actuó por propia iniciativa sino en cumplimiento de órdenes superiores. Pero a poco de avanzar en ese razonamiento, Scilingo confesó su verdadera motivación: él mismo había asesinado a treinta personas, a las que arrojó aun con vida al mar desde aviones navales, método que le informaron había sido aprobado por la jerarquía eclesiástica, y ya nunca pudo volver a las suaves tranquilas estaciones. Ese mismo año la Corte Suprema concedió la extradición de Erich Priebke reclamada por Italia, en un fallo en el que negó la prescripción de los crímenes contra la humanidad.
Derecho a la verdad
Bajo el impacto de la primera confesión de uno de los autores de los crímenes de la dictadura, se organizaron los hijos de personas detenidas-desaparecidas, que hasta entonces habían permanecido en el anonimato, como si ellos y no los asesinos tuvieran algo que ocultar. El presidente fundador del CELS, Emilio Mignone, se presentó ante la Cámara Federal de la Capital y reclamó que, aun cuando las leyes no permitieran castigar a los culpables, debía investigarse qué había sucedido con su hija Mónica Candelaria. Comenzaron así los juicios por el derecho a la verdad y al duelo, que se fueron extendiendo a otras ciudades. La Cámara Federal llevó a cabo un extraordinario trabajo de identificación de restos y documentación de las circunstancias de cada muerte. Luego de la gran manifestación en la Plaza de Mayo al cumplirse veinte años del golpe, el fiscal español Carlos Castresana reclamó que la justicia de su país juzgara los crímenes contra la humanidad que la Argentina no perseguía y el juez Baltasar Garzón pidió la extradición de más de un centenar de militares y marinos. Los exiliados chilenos reclamaron que también fuera enjuiciado Pinochet. En octubre de 1998, cuando se aproximada el cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el ex dictador chileno fue detenido en Londres y el máximo tribunal británico concedió su extradición a España. Un acuerdo espurio entre gobiernos impidió que la decisión judicial se cumpliera, y Pinochet fue enviado a Chile con un dictamen de demencia. Pero la justicia había despertado en el Cono Sur. Dos jueces argentinos detuvieron a Massera y Videla y a una docena de altos jefes por el robo de bebés y la justicia chilena desaforó y procesó a su ex dictador. Ese año el Congreso derogó las leyes de punto final y de obediencia debida, aunque no llegó al número necesario de votos para declararlas nulas. La condena a los generales Carlos Suárez Mason y Santiago Omar Riveros en Italia, en 2000, la instrucción de los procesos contra Scilingo y Ricardo Cavallo en Madrid, las investigaciones de la fiscalía alemana de Nuremberg, la condena contra el mismo Suárez Mason en un juicio civil en Estados Unidos, mostraron que no quedaban razones políticas, éticas, jurídicas, nacionales o internacionales que obstaran para la reanudación de los juicios penales interrumpidos. El juez federal Gabriel Cavallo lo decretó en marzo de 2001, días antes del 25o aniversario del golpe. El mismo mes la Corte Interamericana de Derechos Humanos sostuvo en un caso de Perú que las amnistías para esa clase de graves violaciones a los derechos humanos eran incompatibles con la Convención Interamericana y debían ser anuladas. Otros jueces dispusieron lo mismo en distintos lugares del país, diversas cámaras de apelaciones lo confirmaron y el Procurador General Nicolás Becerra primero y su sucesor Esteban Righi después dictaminaron en ese sentido.
El último intento
El último intento de reimplantar la impunidad fue realizado en los días previos a la asunción de Kirchner, en una combinación de la que participaron el senador a cargo del Poder Ejecutivo Eduardo Duhalde, el futuro ministro de Kirchner Rafael Bielsa, el entonces jefe del Ejército Ricardo Brinzoni y varios miembros del cardumen menemista en la Corte Suprema. Como explicó el 1 de marzo de este año ante la Asamblea Legislativa, Kirchner consiguió impedirlo. Al asumir removió a la cúpula castrense que había impulsado la decisión, desplazó a Bielsa desde el ministerio de Justicia hacia la Cancillería y promovió el juicio político a la mayoría automática de la Corte Suprema, cuyos nuevos integrantes confirmaron la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida en 2005. Dos años después, el diseño de los juicios sigue pendiente y las instituciones recién parecen advertir que las cosas no ocurrirán en forma espontánea.
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