EL PAíS
› LA VIDA Y LOS PROBLEMAS DE LOS NUEVOS TRABAJADORES DEL CIRUJEO INFORMAL
Cartoneros, los que nadie quiere ver
Es la única actividad que crece, generando puestos de trabajo de una informalidad y un nivel de explotación indecibles. Sufren violencia, peajes policiales y rechazos de los vecinos. Se organizan y piden que se los reconozca como una profesión desesperada pero real en esta Argentina.
› Por Miguel Bonasso
Las estadísticas oficiales sobre desocupación hablan de 150 mil cartoneros y vendedores ambulantes en los 48 principales centros urbanos de la República. Fuentes menos conservadoras aseguran que solamente los cartoneros sobrepasan holgadamente los cien mil. Diariamente sufren la inseguridad y el maltrato. Daniel Scioli, secretario de Turismo y candidato del menemismo a jefe de Gobierno de la ciudad, propuso en estos días sacarlos de circulación para que no ensucien el paisaje urbano y espanten a los turistas. En el histórico basural de José León Suárez, la Bonaerense convierte los deseos en acción y cada tanto los saca a balazos del centro “ecológico” del Ceamse adonde va a parar toda la porquería que produce Buenos Aires. Nadie en el poder quiere escuchar lo que reclaman estos trabajadores devenidos a pesar suyo “caballeros de la quema”.
Es una muchedumbre silenciosa, que circula por la ciudad todas las tardes, procurando inútilmente pasar desapercibida. Sin romper las bolsas de basura de los que todavía comen y aún les sobra para tirar. Sin ensuciar la calle ni la mirada del que todavía tiene voz para quejarse de lo mal que van las cosas. Vienen con sus sacones polvorientos, sus chombas recicladas, sus gorras de marineros de una armada que naufragó hace mucho. Vienen con sus hijos, con sus muertos. Tercamente.
Es un ejército pacífico de cien mil hombres, mujeres y niños. Y hasta bebés mocosos que inexplicablemente sonríen recostados entre pilas de cartones, en el piso de los carros. Porque los más felices llegan en esos carros de caballo percherón que regresan a su infancia al peatón maduro que observa el desfile crepuscular.
Y los más tristes vienen caminando, como caballos detrás del carro cargado de cartones, de papeles de colores, del preciado papel blanco, de vidrio, de aluminio mojado por la lluvia o por el pis de los perros. Tratando de no estorbar a los autos. De no hacerse ver. De eludir a los automovilistas que los putean, a los vecinos que los miran con desconfianza y a los policías que les cobran peaje.
Caminan decenas de cuadras cargando, cuando hay suerte, doscientos, trescientos kilos. En pugna con los camiones que fletan intermediarios y acopiadores, donde van cartoneros como ellos, pero ya uncidos a un trabajo semiesclavo. Por cuenta de algún emprendedor ciudadano que sabe ganar sus dineros en el gigantesco corralito de la desocupación y la miseria.
Marchan silenciosos en el ocaso, antes de que lleguen los otros camiones, los de las empresas recolectoras de la basura (AEBA, Cliba, Solurban y Ecohabitat). Para que no les ganen de mano. Porque también los gigantes de la basura ganan por peso, por las toneladas que llevan a enterrar en las cordilleras de inmundicia del Ceamse, en el cordón siempre negro, nunca verde del Gran Buenos Aires. A veces los choferes, los trabajadores que trotan arrojando bolsas en la boca pastosa del mastodonte metálico, se solidarizan con ellos y dan una vuelta no programada, para dejarles unos minutos de tregua junto a los árboles. Para que hurguen sin guantes ni vacunas en la confusión de los desechos sin clasificar. Para que realicen su experimentado escrutinio, distinguiendo con un simple golpe de vista la bolsa prometedora. O el paquete de diarios viejos que porteros y encargados no vendieron por su cuenta.
Pero también tienen que cuidarse de los provocadores, de los enemigos que buscan pelea para alborotar el vecindario o rompen las bolsas y desparraman la basura para generarles mal ambiente.
El ciudadano agobiado, que regresa del trabajo que aún conserva, los mira con piedad, con indiferencia, con recelo. Sin alcanzar a calibrar la magnitud de su esfuerzo cotidiano y la porción gigantesca de negocio que estas oscuras hormigas del cirujeo les disputan a los grandes grupos por la simple imponencia del número. Aunque los contadores de las empresas sepan muy bien que su ganancia se ha reducido en un tercio gracias al ejército silencioso.
Si vencieran los prejuicios de clase, de color, de suerte en la vida, como han hecho los integrantes de muchas asambleas barriales, se enterarían de que la mayoría de ellos son trabajadores desocupados que hace apenas dos, tres o a lo sumo cinco años que están en el “cirujeo”. Sabrían entonces que muchos de ellos “están en el cartoneo” como salvoconducto para mantener la dignidad, para no mendigar planes trabajar o, sencillamente, para no robar.
Si leyeran los volantes que de tanto en tanto reparten en los vecindarios, se darían cuenta de que muchos de ellos están organizados, que aún conservan la memoria de la Argentina que soñaron sus abuelos y la disciplina inherente al trabajo que conocieron sus padres y ellos mismos.
Daniel Palacios, un “recolector informal” de 35 años, escribió en uno de esos volantes: “Detrás de cada uno de nosotros hay una historia, somos padres, madres de familia sin trabajo formal, madres solteras, algunas con ocho criaturas para mantener. Acudimos a usted gentilmente para solicitarle que separe materiales tales como cartón, papel blanco, diarios y revistas... porque la ciudad más limpia no es la que más se barre sino la que menos se ensucia”. (Frase, esta última, tomada de un libro que le regalaron sobre ecología.) Daniel vive en el barrio Cárcova, en el partido de José León Suárez, donde estaba el histórico basural en el que la “Libertadora” perpetró la masacre denunciada por Rodolfo Walsh. Lleva apenas tres años en el cartoneo. Antes era colectivero. Trabajó durante nueve años en la línea 670 de San Martín, hasta que la empresa quebró y los trabajadores tuvieron que hacerse cargo. Durante dos años lograron sobrevivir, alquilando colectivos para dar el servicio, hasta que la municipalidad les quitó la licencia y le otorgó la línea a otra empresa que dejó a 46 choferes en la calle. Desde hace dos años integra la directiva del Tren Blanco y es delegado de la estación Colegiales.
El Tren Blanco no es un tren de Dostoievsky y tampoco es blanco. Es un convoy especial de la empresa TBA (Trenes de Buenos Aires SA, perteneciente al grupo Plaza-Macri) que tiene la mayoría de los vagones sin asientos, para que los cartoneros puedan subir sus carros y llevarse cada día la mercadería a su casa para clasificarla y venderla a los acopiadores el fin de semana. Pasa todas las noches a las once por las estaciones Colegiales, Belgrano R y Villa Urquiza, y recoge a los miembros de la cooperativa. No gratis, desde luego. Cada cartonero paga un abono quincenal de diez pesos con cincuenta y ni siquiera se les permite usar los baños de las estaciones.
Tampoco algunos vecinos los miran con simpatía. Los que rodean la estación Carranza lograron que el Tren Blanco no parase allí, obligando a los cartoneros a caminar hasta Colegiales. Otra cosa sería si dispusieran de un predio cercano al ferrocarril donde pudieran clasificar la basura allí, sin tener que llevarla todas las noches a su casa, en José León Suárez. Una de las tantas reivindicaciones por las que vienen bregando ante distintas autoridades. Como bregaron por la guardería para dejar a los chicos que están levantando a pulmón en José León Suárez.
Algunos vecinos pudientes vinculan la falta de seguridad con la presencia de pobres en esos oscuros andenes de Colegiales, estorbados de gigantescos bultos y sombras silenciosas. Pero la inseguridad es una carga para los cartoneros, a los que les mandan provocadores para armar jaleo. En Colegiales este cronista fue abordado por uno de esos “enviados” que se puso a buscar pelea y acabó frenado, con firmeza, por Lidia Quinteros, una sacrificada viuda de 47 años, que lidera la cooperativa de los cartoneros.
La inseguridad acompaña como su sombra a estos espectrales pasajeros que pagan su boleto y no pueden usar los baños. El 18 de julio pasado, a las 23 y 45, un cartonero de 19 años, Ricardo Olmedo, se asomó por la ventanilla cuando el Tren Blanco ingresaba en la estación Drago y se golpeó la cabeza con uno de los hierros ubicados a la entrada del andén. Pese a los gritos de sus compañeros la formación recién detuvo su marcha 400 metros más adelante porque los dos guardias estaban con el maquinista en vez de ubicarse en el lugar que les correspondía. Desde entonces, el joven permanece internado en el Hospital Pirovano en estado crítico.
Pero no es lo peor que puede pasarles. También son víctimas frecuentes de los policías bonaerenses y los guardias privados que custodian los gigantescos basureros del Ceamse. Allí las montañas de basura crecen a razón de 5200 toneladas por día, 136 mil toneladas por mes. Las enfermedades corroen a los pobladores cercanos, una neblina pérfida difumina el paisaje y un suelo cargado de gas metano amenaza permanentemente con incendios. Algunos recuerdan el caso de una vecina que hizo fuego en el jardín de su casa, frente a esas colinas de Fellini, y no pudo apagarlo durante varios días. Otros hablan de cáncer y leucemia.
Nada, en todo caso, de aquellas forestas maravillosas que había prometido el brigadier Osvaldo Cacciatore, intendente municipal de Buenos Aires durante la dictadura militar, cuando inventó el genial negocio de compactar la basura que antes quemaban los hornos de la ciudad, para rellenar el terreno en José León Suárez y otros desagotaderos “ecológicos” del Gran Buenos Aires, donde antes abrevaban los caballeros de la quema, los cirujas y los botelleros. Un gremio minoritario de la basura cuando el nivel de desocupación no excedía el tres o cuatro por ciento.
Algo está podrido en el Ceamse y no es solamente la basura. A los cartoneros no los dejan hurgar en las gigantescas montañas, antes de que las topadoras cubran de tierra los desperdicios. Alguna vez hicieron la vista gorda y los buscadores encontraron sorpresas para las que no encuentran explicación: cartones de leche, frascos de yogur, cajones de pollos y otras mercaderías perecederas a las que todavía les faltaban varios días para la fecha de vencimiento. Pero la fiesta duró poco. En febrero y más recientemente los corrieron con gases y balas de goma y de plomo, y a un grupo de muchachos los hicieron desnudar, les robaron todo lo que llevaban y los sacaron a tiros del lugar. A veces, cuenta Lidia Quinteros, algunas mujeres logran pasar acostándose con los guardias.
Los insultos menudean. Y uno de ellos, proferido por un “pata negra” de la Bonaerense, cobra el valor de un símbolo: “¿Qué hacen acá? Vayan a robar, vayan a saquear, que es lo de ustedes”.
Informes: Alejandro Tiscornia y Paloma García.
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