EL PAíS
Poner la vida en el centro
› Por Washington Uranga
Por qué luchar? Ha sido y sigue siendo la pregunta de muchos y muchas. Es la pregunta por el sentido de lo que uno hace y lo que le da verdadero valor a sus actos. En tiempos en que campea el escepticismo el interrogante da muchas vueltas en rondas de café o mate. “El único sentido que tiene la vida es preservarla... aunque sea para dar oportunidad a encontrarle sentido”, me escribió hace pocos días un amigo de esos que se empeña no sólo en no bajar los brazos ante la situación sino que en encontrarle sentido a su lucha intelectual y física. Y creo que tiene mucha razón. El sentido de todo lo que hacemos radica en defender la vida: la del enfermo, la del anciano, la del pobre, la del piquetero, la del excluido, la del policía, la de todos. Porque defendiendo la vida no hay tarea menor. Cobra sentido la lucha del trabajador por su familia, la de la mujer por sus hijos, la del artista para desarrollar nueva creatividad y razón de gozo y placer, la del científico por mejorar la calidad de vida de una población, la del médico por perfeccionarse, la del científico político para proponer nuevas formas de construcción ciudadana, la del empresario, la del dirigente... la de todos.
Pero entonces la pregunta sobre la vida se torna central para todos los niveles de la existencia humana y, de alguna manera, descentra del egoísmo cotidiano que se empecina en mirar exclusivamente en las ventajas que se pueden obtener en tal o cual circunstancia. También porque la pregunta por la vida es, necesariamente, una pregunta por la vida de la comunidad, del espacio ciudadano, donde mi propia vida adquiere su sentido pleno.
¿Por qué luchar?, se preguntaba mi amigo, para contestarse sin dudar que “la única razón por la que tiene sentido la lucha intelectual y física es que dejen de morir y sufrir tantos”. Y vuelvo a coincidir con él. Lejos de los grandes discursos, de las estrategias políticas o de las miradas cortoplacistas, el motivo que hoy tenemos para luchar, no importa en qué frente y cuán reducido éste sea, es la vida misma, es mejor vida para tantos y tantas. Es allí donde cobra sentido desde el gesto de extender una moneda para aliviar la situación de un muchacho que pide en la calle, hasta la organización para demandar lo que, en justicia, le pertenece a toda persona humana por su sola condición de tal.
Poner la vida en el centro es recuperar el sentido. Y esto nos permitirá enarbolar como uno de los máximos derechos el derecho a morir de viejos... siendo felices y gozando de cada minuto de la vida.