EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
La frase más repetida en estos últimos días habla de un Poder Judicial independiente, respetado, transparente, vigoroso y eficaz. Es una aspiración que cruza la historia nacional casi como una utopía desde que los constituyentes, a mitad del siglo XIX, echaron las bases de la república. De existir un poder como el que se invoca, durante la mayor parte del siglo pasado no hubiera sido posible la impunidad de los que cometieron fraudes, promovieron y realizaron golpes de Estado, saquearon los dineros públicos y, por fin, instalaron un régimen de terrorismo de Estado. Hasta el Juicio a las Juntas terroristas no había ningún otro ejemplo de conducta republicana y dignidad jurídica de esa envergadura. En los tribunales del país, sin duda, trabajan miles de profesionales y empleados con honesto espíritu de servicio, pero no han logrado modificar, si se lo propusieron, “el contexto de ineficiencia en que se mueven los procesos judiciales”, para definir el cuadro con palabras de Natalio Botana (Poder y hegemonía, ed. Emecé), un severo crítico de las políticas gubernamentales en la actualidad.
Con tales antecedentes, ¿cuál es la integridad institucional que reivindican los que salieron a vociferar contra las críticas presidenciales al funcionamiento moroso del Tribunal de Casación? Algunos comentarios han dejado de lado toda la historia del siglo XX para presentar a Néstor Kirchner en el papel del violador de una doncella, la Justicia con mayúscula, impoluta y laboriosa. Mientras unos acumulan lugares comunes sobre la indispensable división de poderes, otros, como Marcos Aguinis, han sincerado la pretensión ideológica de la ofensa “republicana”. En un artículo publicado ayer (en La Nación, “Chocolate por la noticia”), el escritor cordobés denuncia a los que “llevan en el alma la semilla de la tiranía” y asegura: “Actualmente, prevalece la (onda) neomonto. Por suerte es neo, es decir, aggiornada. No recurre a las armas de fuego, pero sí a otras que también causan miedo. Miedo entre los periodistas, los legisladores, los jueces y fiscales, los empresarios, los gobernadores, los intendentes, muchos políticos”. ¿Más miedo que la última dictadura militar, en la que ciertos temerosos de hoy se movían con pasmosa tranquilidad, acorde con los beneficios que recibían, y brutal indiferencia por lo que sucedía con los desaparecidos? ¿Por qué desconfiar de un Poder Ejecutivo que reconstruyó la Corte Suprema con personalidades de juicio propio en lugar de continuar con el hábito de colocar amanuenses?
El presidente Kirchner, es cierto, trasgredió el lenguaje del protocolo convencional para hacerse cargo de un reclamo popular que se puede escuchar a diario en los medios de difusión: “Jus-ti-cia, justicia”, con la misma fuerza y convicción con la que múltiples voces en el 2001 pedían “que se vayan todos y no quede ninguno”. ¿Los demandantes también serán “neomontos”? Las “madres del dolor”, los inundados de Santa Fe, los que perdieron su casa en derrumbes provocados por la ineptitud y la avaricia de empresas constructoras, las víctimas del “gatillo fácil”, de los secuestros reales o “virtuales”, de los atracos domiciliarios, de los desastres en calles y rutas, de la inseguridad en general, para mencionar los más obvios en rápida enumeración, además de las víctimas y familiares del terrorismo de Estado, de los organismos de derechos humanos, todos ellos llevan clavada “la semilla de la tiranía” pero no en el alma, precisamente.
Pregunten a cada víctima en cualquiera de estos rubros, dónde queda la justicia o si considera, como debería ser, que los tribunales son la trinchera de los desvalidos, de los más débiles, frente a la prepotencia de los poderosos, y pongan las respuestas en la balanza de la diosa de los ojos vendados. La introducción de Silvina Ramírez al clásico de Cesare Beccaria, que el abogado Aguinis debe haber leído, De los delitos y de las penas (ed. Losada y Página/12), dice: “Actualmente, gran parte de nuestra Justicia penal es hereditaria de la época colonial, lo que equivale a afirmar que tiene rasgos análogos a los del procedimiento inquisitivo” y evoca el teorema del italiano: “Para que cada pena no sea violencia de uno o de muchos contra un ciudadano privado, debe ser esencialmente pública, pronta, necesaria, la mínima de las posibles en las circunstancias dadas, proporcional a los delitos, dictadas por las leyes”. En su obra Balance y perspectiva de la Reforma Judicial en América Latina, Alberto Binder define las cuatro premisas que pueden darles sentido a los cambios que requiere la administración de justicia: “Una idea política, una idea normativa, una idea administrativa, una idea cultural”.
A esta altura, resulta ocioso argumentar las razones por las cuales resulta indispensable una reforma profunda de los mecanismos y recursos del Poder Judicial a fin de que pueda cumplir con eficiencia los roles que le asigna la Constitución y que la sociedad le está demandando. Para el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) la Cámara de Casación Penal es “un tribunal desprestigiado” y propusieron, con sentido común y razón jurídica, “que se abra un proceso de renovación profundo similar al transitado por la Corte Suprema”. En algunas áreas no se trata tan sólo de modificaciones normativas o de administración, porque hay cuestiones ideológicas en cuestión. Lo señaló bien Julio Piumato, del sindicato de judiciales: La Cámara de Casación cuestionada por el Presidente y el movimiento de derechos humanos no tiene demoradas las causas contra los militares acusados por crímenes de lesa humanidad, sino que está encubriendo a los inculpados por razones de afinidad política.
La transformación requiere que la ciudadanía tenga conciencia plena de las ideas político-culturales que la fundamentan. Por estas razones, si algo hay que reprocharle al Presidente es que haya esperado tres años de su mandato para poner asuntos tan vitales a la consideración pública y que lo haga recién ahora, cuando sus críticos y los aliados de la corporación judicial puedan pensar que lo hace con fines electorales. Un acto electoral será en todo caso la celebración del próximo 25 de Mayo en Mendoza, a la que acudirá el matrimonio Kirchner para encontrarse allí con el gobernador Cobo, cabeza de los radicales K. De todos modos así fuera de origen electoralista, en buena hora que el debate gane el interés público y que no amaine, aunque los que prefieren no innovar sientan miedo. Más aún: si la sensación de temor le llega a algunos encumbrados miembros de la Justicia federal, la diatriba presidencial no habrá sido en vano, como tampoco lo será si de una de vez por todas el Consejo de la Magistratura, encargado de enjuiciar a los malos jueces, muestra a los ciudadanos que tampoco en el Poder Judicial vale la impunidad.
Es tiempo de romper los silencios obligados. El próximo lunes se cumplen 25 años de la aventura bélica en las islas Malvinas y recién ahora muchos soldados de entonces se disponen a contar sus desventuras y experiencias sin eufemismos ni cortesías, con la pura verdad relativa de cada uno. Es hora de poner los cosas en su lugar y diferenciar la paja del trigo. Una cosa fueron los propósitos canallas del alto mando de la dictadura, que merecen repudio eterno, y otra muy distinta los que fueron a la guerra y a la muerte con decisión patriótica. Los sobrevivientes, de regreso, quedaron obligados a una orden de callar por su cadena de mandos, pero tampoco la sociedad supo hacerles lugar, mezclando la paja y el trigo. Tal vez el Presidente pueda encontrarse con algunos de los nueve mil veteranos y reforzar con ellos una reconciliación necesaria el lunes en Ushuaia, si es que las gestiones de esos ex combatientes logran una tregua de los sindicatos que están en conflicto en la zona para que los actos de recordación puedan desplegar todo su valor emblemático.
Recuperar la memoria de Malvinas, con sentido de verdad y justicia, implica, claro está, reafirmar los derechos de soberanía, pero también inaugurar otro capítulo diferente en las relaciones de la sociedad con las Fuerzas Armadas. En esos combates hubo héroes y caídos que merecen reconocimiento y las nuevas generaciones también deben custodiar la memoria de todos los que combatieron, con o sin uniforme, por nobles ideas o sentimientos. Romper los pre-juicios y avanzar hacia el reconocimiento pleno de la multifacética realidad, no debilitará ninguna lucha ni bajará ningún brazo. Rememorar a más de seiscientos sepulcros de argentinos que quedaron en las islas no significa conciliar ni reconciliar con los Videla o los Astiz, guardar tristeza por todos aquellos veteranos que se quitaron la vida por mano propia durante los años de democracia no le quita ni un milésimo al espacio que atesora el recuerdo de las víctimas civiles de la dictadura.
Impartir justicia no es sólo condenar a los culpables, sino también ofrecer el reconocimiento debido a los que se lo merecen, como el que se está ofrendando en tantos foros a la obra de Rodolfo Walsh, figura legendaria del periodismo comprometido y de investigación, adelantado y maestro del nuevo periodismo que reunió las mejores armas de la crónica y la literatura. En esta época de rupturas gestuales, sería importante que también en la prensa se anime la memoria sobre los años de plomo, para repensar las responsabilidades y/o complicidades, para recordar también a casi cien reporteros caídos en aquellos años y para avanzar en la redefinición necesaria que ensambla la libertad de prensa con los modernos derechos civiles a la información y la comunicación, para no quedarse en el siglo XIX a la hora de fijar los valores que definen una democracia republicana. Casi nunca ser neo es un defecto.
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