EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
Oportunidades
› Por J. M. Pasquini Durán
Los saqueos de supermercados en Uruguay pusieron otra nota del potencial de insatisfacciones populares en América latina, reconocida como la región más injusta del mundo en la distribución de las riquezas. Los estallidos indican, además, que concluye sin remedio el período de dominación en casi toda la zona de la economía ultraconservadora, llamada “neoliberal”, durante la última década del siglo XX. Con el nuevo siglo comenzó un proceso de transición, atravesado por consecuencias devastadoras y urgentes, hacia otro destino, pero cuyas características son un enigma. Para colmo, la violencia de todo tipo va perfilándose como un desafío que crece, no sólo para la vida cotidiana sino para resolver de la peor manera las confrontaciones políticas, religiosas y raciales. Los sucesos de la víspera en Caracas, prolongación de un conflicto que estalló en abril último, asoman el rostro sangriento de la incapacidad para conciliar hambre y libertad, de la impaciencia sin tolerancia que prefiere el atajo a cualquier costo antes que la construcción de los consensos pacíficos para apoyar o para oponerse. En estas condiciones, por encima de las consideraciones circunstanciales, el compromiso antifascista podría ser el instrumento válido para orientarse en la encrucijada de la impotencia democrática y la arbitrariedad autoritaria.
A falta de horizontes válidos de referencia, sin oráculos confiables, toda clase de especulaciones, aun las más fantasiosas, asedian el imaginario colectivo. Así, en el torrente profético coexisten en la Argentina augurios de autoritarismos represivos con repúblicas gobernadas por trabajadores y asambleas vecinales. Diversas voces demandan asambleas constituyentes inmediatas, dedicadas a reorganizar la república desde los cimientos, aunque todavía queda por esclarecer cómo y quiénes podrían integrarlas, o de qué modo serían convocadas, ya que, a la par, piden “que se vayan todos” los actuales miembros de las corporaciones político partidarias. Los extremos imaginativos aparecen también en las candidaturas a la sucesión presidencial, en una punta Carlos Menem desafiando a la ley de gravedad y en la otra los que miran con simpatía la posibilidad del autonomista libertario Luis Zamora.
Hay datos de la actualidad que, sin duda, seguirán proyectando sombras sobre el porvenir inmediato. Por lo pronto, el gobierno pasajero de Eduardo Duhalde dejará sin cumplir la mayor parte de las tareas de la transición que le fue encomendada. En lugar de afirmar las bases para la reparación nacional, hasta ahora prolongó la múltiple decadencia y, en definitiva, apuró la instalación de urnas mientras pateó para adelante la mayoría de los problemas. Ni siquiera supo aprovechar la oportunidad del diálogo que le ofreció en bandeja el Episcopado católico. Hoy en día, parece más ocupado en influir sobre los resultados electorales que en el legado de su misión frustrada. Si el voto ciudadano consigue quebrar la fatídica continuidad de la gestión iniciada por el menemismo a principios de los años 90, el nuevo capítulo tendrá que hacerse cargo de la compleja realidad, incluida la transición. Dicho de otro modo, aunque tenga la legitimidad del voto popular, nacerá transitorio y dependerá de la legitimidad de la gestión para superar el remolino de las expectativas postergadas. Ante todo, deberá dibujar un horizonte común, vale decir idéntico y reconocido por la mayoría absoluta, aunque sea alrededor de poquísimos valores, que podrá garantizar la convivencia civil.
A favor de ese propósito existe en franjas de la sociedad el deseo de participar en la construcción del destino común, porque ha roto la indiferencia o porque no se resigna a la simple delegación de poderes, por muy inéditas que sean las nuevas representaciones. En contra, hay que contabilizar la carencia de aquel horizonte común, debido a que la resistencia popular se ha constituido en el contexto de fragmentaciones y exclusiones multitudinarias. No es posible concebir lo que vendrá, si es una renovación verdadera, sin que incluya a los millones que fueron separados a la fuerza, por la prepotencia del “mercado”, de la convivencia civil, devolviéndoles la dignidad del trabajo y el resto de los derechos de ciudadanía que les fueron arrebatados junto con los derechos económicos y sociales.
En ese retorno indispensable, el nuevo gobierno deberá estar dispuesto a confrontar con el establishment, ya que ese sector tendrá que ceder privilegios y porciones de la riqueza que hoy disfruta, a fin de redistribuirla con sentido de equidad y justicia social. Son los mismos círculos que destruyeron a los partidos tradicionales por la cooptación ideológica y por la corrupción lisa y llana, y los que hasta hoy continúan sacando provecho de los males generalizados mediante la especulación, la fuga de capitales y el lavado de dinero negro. Basta seguir con cierto detalle el affaire de negocios Petrobras-Pérez Companc para darse cuenta de que los núcleos económicos más poderosos usan al Estado como una gerencia de sus intereses particulares, ajenos por completo al auténtico nacionalismo, con espíritu de caníbales.
El problema no es de exclusividad argentina. Como lo escribió ayer en este diario el español Joaquín Estefanía, especializado en economía y ex director de El País: “Un fantasma recorre el mundo: el de la enfermedad moral del capitalismo, que arrasa su legitimidad [...] Los ciudadanos han visto desnudas la codicia, la avaricia, la desigualdad, la exclusión, sin velos de ningún tipo”. Estefanía recuerda argumentos contra la política de un ortodoxo thatcherista, el inglés Arthur Seldon: “Ha sido el proceso político el máximo responsable de que el mercado no haya podido desplegar hasta ahora todas sus virtualidades. El proceso del mercado induce incluso a malas personas a llevar a cabo acciones buenas, mientras que el proceso político hace que incluso personas buenas realicen cosas malas”. Para Seldon, fanático del neoliberalismo, el Estado debería ser mínimo y “el Gobierno sólo ha de hacer lo imprescindible”.
Todo indica que para abrir un nuevo capítulo, las autoridades necesitarán una masa crítica de poder y convocatoria de dimensiones inusuales para superar los enormes obstáculos y, sobre todo, para satisfacer las expectativas populares. Debería ser un gobierno de eficiencia y pasión civil, de competitividad y solidaridad, de participación y responsabilidad. Algunos piensan que para encontrar el equilibrio adecuado entre posibilidades económicas y necesidades sociales hará falta un gobierno de centroizquierda, el único capaz de reivindicar aquellos elementos del “Estado de bienestar” que son irrenunciables. Otros, en cambio, opinan que no es buen momento para que esas tendencias lleguen al gobierno, porque el equilibrio fiscal indispensable atará las manos de ese Estado, ya que el principal drama del capitalismo actual es que carece de alternativa y, por lo tanto, sus reglas son imperativas. El problema, en este bando, es la ausencia de una derecha conservadora liberal con peso propio y superadora del ala de ultraderecha que maneja los negocios con absoluto desprecio por las reglas de la democracia y la libertad. El defecto obliga, incluso a un gobierno de centroizquierda, a construir una clase dirigente moderna, o sea una nueva burguesía, como una de las condiciones necesarias para resanar al país.
A esta altura del recuento, confrontándolo con las ofertas electorales conocidas hasta el momento, hay más de un elemento para explicar el escepticismo popular, ya que ninguna de las fuerzas en acción parece reunir las condiciones virtuosas que las tremendas dificultades del presente reclaman como condición para abrir nuevos caminos. El deseo-necesidad de construir una fuerte clase de gobierno, un espíritu público más que nuevo, inédito, en el país, un sistema de reglas finalmente inteligibles y únicas para todos es de una vital urgencia, una especie de “hora cero” de esta democracia que permanece como una promesa abierta, por momentos de tanta fragilidad que asusta.